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«Escribo estas líneas al fin de mis días», advierte Octavio Paz en su prólogo a la publicación de sus primeros escritos por el Fondo de Cultura Económica de México (1997). Luego de explicar que esa publicación de «las tentativas de un escritor primerizo» se debe al apremio de su editor, reconoce también que obedece al deseo de contradecir a ciertos críticos que le reprochaban, en anteriores libros, suprimir textos juveniles por «razones de orden ideológico: con ellas intentaba borrar las huellas de ideas y sentimientos que me movieron y conmovieron en mi juventud». Pero se defiende el Premio Nóbel de Literatura: «Corregí y suprimí no por sórdidos motivos de ideología política sino por sed de perfección».
Octavio Paz, a pesar de todo, fue un escritor con densa carga ideológica que no vacilaba en opinar de modo contundente y elegante sobre muchos temas de importancia política. Lo que no obsta para que revele en el mismo prólogo: «A pesar de la avidez con que leía y discutía con mis amigos temas de filosofía, estética y política, mi verdadera vocación fue, desde mi niñez, la poesía».
La poesía es una forma de conocimiento. No tendrá el rigor de la ciencia o la exactitud requerida por la ingeniería, pero integra ideas y experiencias, expresa el anclaje total de una emoción de un modo holístico que normalmente está vedado a un científico o un tecnólogo.
El texto escogido para esta Ficha Semanal #11 de doctorpolítico es, en principio, un artículo-ensayo (publicado en la revista «Novedades» el 27 de octubre de 1943) y, como tal, es primordialmente literatura. Lo que dice está bellamente dicho; la poesía se viste allí de prosa, en busca de profundas verdades. El título tiene timbre paradójico: «Los beneficios de la muerte».
La búsqueda estética no debiera estar ausente de la actividad profesional del político, así como lo bello es guía muy estimable para el científico. Albert Einstein y Paul Adrien Maurice Dirac, entre varios, notaron esta propiedad de brújula, de criterio selector, que tiene la belleza. Enfrentados a varias posibles ecuaciones optaban sin dudarlo un instante por la más sencilla y hermosa.
Esta cavilación de Octavio Paz va dirigida hacia la comprensión del cambio de las sociedades, y ofrece una respuesta algo incómoda pero heurística: tal vez no nos convence, pero nos hace pensar.
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Los beneficios de la muerte
Lo que distingue a las sociedades animales de las humanas es el cambio—o como se decía hasta hace poco: el «progreso». Las hormigas, los castores, las abejas—especies que han logrado constituir sociedades mucho más sólidas y estables que el Imperio chino o el Imperio romano—no progresan: desde que las conocemos permanecen estacionarias. Nada las modifica, nada las cambia: ninguna revolución ha trastornado sus sistemas de vida, ningún descubrimiento técnico ha transformado el proceso de producción y de consumo, ninguna religión, ninguna moral han alterado su sensibilidad y su conducta. Un hormiguero repite a otro hormiguero. Las sociedades animales no conocen la historia. Por el contrario, la variedad y lo imprevisto reinan en las sociedades humanas; en ellas nada se repite y todo cambia: un moverse continuo, una constante insatisfacción, un gusto por lo nuevo, un desdén por lo conseguido, nos llevan siempre, a través del tiempo, hacia metas cada vez más lejanas e intangibles. ¿Por qué cambiamos? Desde que nació la historia el hombre se hace esta pregunta. Hay infinidad de explicaciones pero ninguna nos satisface por completo.
Algunos piensan que la historia—esto es, el cambio—posee un sentido secreto, que sólo se manifiesta en contadas ocasiones; otros, que el azar o ciegas fuerzas materiales nos rigen y que nada vale nuestra pobre voluntad frente al capricho del Destino, de la sangre o de la economía. Y otros, los menos, piensan que la historia y sus cambios son una ilusión: nada cambia y todo permanece igual. Sería inútil enumerar todas las hipótesis, desde aquellas que hacen consistir el movimiento de las sociedades humanas en una especie de evolución providencial, regido por la Divinidad, hasta las más modernas que intentan conciliar la libertad con la fatalidad y que convienen en admitir que el hombre es capaz de transformar en cierta medida el curso de los acontecimientos aunque éstos, de una manera general, estén ya predeterminados. El medio físico y el medio social, la economía, la cultura, las grandes individualidades, el choque con las culturas y las ideas extrañas, la pobreza y la riqueza, la religión, la política, todo engendra el cambio, la lucha y eso que llamamos progreso.
Pero en este vasto cuadro falta un elemento: la Muerte. Ella, que todo lo destruye, es la madre del cambio. Gracias a la muerte de Alejandro fue posible la desintegración de su Imperio; más tarde, la muerte del helenismo hizo posible a Roma. Mueren los imperios, mueren las sociedades y morimos cada uno de nosotros. Este continuo desaparecer hace que los ideales se renueven, que los crímenes se repitan con ciertas exquisitas o sorprendentes variaciones, que las sectas se multipliquen, que un problema sea pensado siempre de manera distinta y en diversas circunstancias y, en suma, que la monotonía de la historia se disfrace con los ropajes de la sorpresa, de la novedad y del cambio. Recuerdo una frase, punzante y melancólica, de Leopardi: «La moda es la máscara de la muerte». Y pienso que no sólo la moda es la imagen de la muerte; la Historia, con toda su vivacidad, con toda su animación gesticulante, henchida de acciones, de gestos, de tragedias, repleta de vida, no es sino la máscara de la muerte. Calavera que ríe y llora, que pretende seducirnos con mil ropajes y con mil locuras, calavera que nos desengaña de todos nuestros afanes y nos enseña adónde irán a parar todas nuestras angustias, todos nuestros problemas y todas nuestras ambiciones: eso es la historia.
Gracias a la muerte, los jóvenes ocupan el sitio de los desaparecidos. Una vez en el poder lo primero que hacen, como una especie de venganza, es destruir la obra de sus antepasados y substituir los viejos ideales por otros. Es muy posible que no sea solamente la necesidad de vivir mejor, ni el espíritu de invención, quienes nos impulsan al cambio y a la destrucción de los viejos sistemas de vida. Quizá la muerte también intervenga en este apetito de creación y destrucción. Desechamos la obra de los muertos no sólo por inútil e inservible sino porque con ella pretenden inmortalizarse y sobrevivir; su obra es una especie de invisible presencia que no nos deja sitio y que, obscuramente, nos impone una conducta, una moral y una política. Y nosotros queremos crear, inventar, ser dueños de nuestra vida y, si podemos, de nuestra esperanza. El miedo a la muerte nos lleva a odiar la obra de los muertos; ese mismo terror nos impulsa a escapar, de cualquier manera, de la muerte.
Para escapar de la muerte el político deshace la obra de sus muertos antecesores y quiere perpetuarse en ese vivo monumento que es la sociedad, hecha a su imagen y semejanza; la misma ambición mueve al poeta cuando escribe, al maestro cuando modela el alma de sus discípulos, al padre y a la madre cuando engendran, al actor cuando, escondido tras una máscara no siempre ilustre, vive una vida y una muerte provisionales, que al día siguiente volverá a encarnar en el escenario.
Unos fundan naciones, estirpes, familias; otros depositan su esperanza de inmortalidad en cosas menos variables y vivas: un libro, un pensamiento, un instrumento, un cuadro; todos, adheridos a su nombre y a su ser, intentan sobrevivirse, vencer al polvo y permanecer. A nada le tenemos tanto miedo como a la muerte, que es el cambio por excelencia, puesto que cuando ella llega, dejamos de ser. Y este miedo al cambio, este miedo al no ser, es uno de los más poderosos estímulos creadores de la historia. Gracias a la muerte y al miedo que nos inspira, la Vida se modifica siempre con una constancia y una energía terribles, exasperadamente vivas, tanto más vivas cuanto más convencidos estamos de que sólo la muerte nos espera.
Octavio Paz
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