Así define Realpolitik el texto correspondiente de la Enciclopedia Británica: «…postula que los estados buscan el engrandecimiento de su propio poder como un fin en sí mismo y que la búsqueda de ese poder se basa en la amenaza y el empleo de la fuerza militar y la coerción económica». El término se ha extendido, más allá de la política internacional, para referirse al modelo de acción política general seguido en todos los países del planeta por la más variada colección de políticos profesionales. Algunos ejemplos han sido verdaderamente notables. En uno de los sistemas políticos más desarrollados del mundo, los nombres de Johnson, Nixon, Reagan, Bush, han descollado como fervientes practicantes de la Realpolitik.
Ayer nomás culminó la investigación de la Agencia Central de Inteligencia que George Bush había, en junio pasado, recomendado esperar: «Wait until Charlie gets back with the final report», había dicho. Pues bien, «Charlie» Duelfer, el inspector jefe de la CIA en Irak, acaba de presentar al Congreso norteamericano un informe de mil páginas en el que se establece definitivamente que Sadam Hussein no disponía de armas de destrucción masiva, cuya presunta amenaza fue la excusa para la invasión estadounidense. Aunado al reciente debate Bush-Kerry, en el que el candidato demócrata logró colocar en posición incómoda al presidente en campaña, el informe Duelfer ha significado que el protocolo de poder de la administración Bush ha quedado bastante al descubierto.
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En Venezuela no hemos dejado de tener ejemplos destacados de esta difundida corriente de «política realista». Cuando en nuestro país comenzaba a discutirse sobre la elección directa de gobernadores de estado (1988), entre sus oponentes se contaba a Manuel Peñalver, a la sazón Secretario General del partido Acción Democrática. En una ocasión fue fugazmente entrevistado por una reportera de televisión, quien le preguntó por qué no estaba a favor de esa elección directa. Peñalver miró directamente a la expectante periodista y, antes de darse vuelta y alejarse, le contestó así: «¡Porque no!»
Carlos Andrés Pérez, no hay duda, ha sido uno de los más notorios exponentes de la Realpolitik venezolana. Su caída, junto con la secuela de pérdida súbita del poder de personajes otrora poderosos y prepotentes, constituyó un proceso en principio sano para la sociedad venezolana. Sus excesos han encontrado una sanción social con efectos tan benéficos para Venezuela como los que tuviera el proceso de Watergate para los Estados Unidos.
En Kalki: El futuro de la Civilización, Sri Radhakrishnan postulaba una convergencia, si es que los Caldera me permiten el uso del término, entre la civilización oriental—de la que él era, por supuesto, un representante—y la civilización occidental, predicción que por cierto no habría satisfecho a Mohatmas Gandhi en sus momentos de mayor ironía, pues a éste le preguntó una vez un periodista: «¿Qué opina Ud. de la civilización occidental?» Gandhi replicó mordazmente: «Me parece una buena idea».
Radhakrishnan, en un pasaje del libro mencionado, discutía el fundamento ético del protocolo de Ginebra que proscribe el empleo de gases y armas bacteriológicas (1925) en los conflictos bélicos. No le parecía consistente que fuera permitido achicharrar a centenares de personas con bombas incendiarias o que fuese comme il faut atravesar el cerebro de alguien con una bayoneta, mientras se consideraba un atentado contra la urbanidad de la guerra el uso de un gas venenoso. Para Radhakrishnan esto equivalía a criticar a un lobo «no porque se comiese al cordero, sino porque no lo hacía con cubiertos». Es decir, opinaba que el protocolo de Ginebra no era otra cosa que un ejercicio de hipocresía.
Entre los críticos de las más aberrantes conductas políticas de la Realpolitik, es frecuente encontrar personas que incurren en prácticas cualitativamente muy parecidas, si no idénticas, a las de otras personas a quienes censuran con gran energía. Por referirnos a un caso venezolano, un prestigioso líder empresarial de medios de comunicación decía al autor de este artículo en agosto de 1990: «Lo que hay que hacer siempre es seleccionar y colocar a los hombres del Presidente, como lo hemos hecho con los del presidente Pérez». (Estaba refiriéndose a la «tarea» que habría que cumplir a futuro en relación con el presidente del siguiente período constitucional—que lo sería Caldera—pues ya «el mandado estaba hecho» con Carlos Andrés Pérez). O sea, admitía la utilidad de la influencia intervencionista del sector empresarial sobre la política, sólo que tal influencia «debía» ejercerse indirectamente, por interpuesta persona.
En el penoso caso del fenecido Banco Latino, por ejemplo, no hay duda de que una buena parte de su depuesto liderazgo llegó a constituir un ejemplo patológico de Realpolitik. El más deplorable rasgo de esa patología tal vez venga expresado en la instalación de una capacidad de intervención—al decir del entonces diputado Pablo Medina—de mil teléfonos de red y cien teléfonos celulares en uno de los pisos del Centro Financiero Latino.
El principal accionista y presidente de una de las empresas que servía al Latino, en diciembre de 1992, había reunido a todos sus empleados en un hotel capitalino, confrontándoles con una persona a quien presentó como su abogado y con una caja de tamaño considerable llena de cintas de audio y de video. A continuación explicó que las cintas contenían grabaciones de sus empleados y que las mismas eran evidencia de faltas de clases diversas: consumo de drogas, negocios personales conducidos en tiempo debido a la compañía, hurtos y otras conductas reprobables. Luego declaró un receso de varios minutos, no sin antes expresar su esperanza de que las personas incursas en las conductas aludidas no regresasen al salón en el que se efectuaba la grotesca sesión intimidatoria.
El país debe saludar con satisfacción la terrible derrota que puedan sufrir los más conspicuos exponentes de esa política «realista». Debe poner su esperanza en que tan dañino código ético, predominante en la política venezolana, sea suplantado por un código ético saludable. Pero debe estar atento para que esa suplantación no sea efectuada por un código ético fundamentalista, por un código de ayatollahs. No debe permitirse a un grupo de personas erigirse en santones determinantes de quiénes irán al infierno y quiénes al purgatorio, sobre todo cuando entre ellas se encuentran algunas que comen cordero con cubiertos.
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Quien no come con cubiertos es, evidentemente, Hugo Rafael Chávez Frías, la exacerbación cancerosa de la Realpolitik en Venezuela. Si alguien procura el poder por cualquier medio disponible—abuso, ventajismo, extorsión, violencia directa de las leyes y la Constitución—es el actual Presidente de la República, el más fundamental de nuestros fundamentalistas.
El fundamentalismo es una postura realmente simplista y muy peligrosa socialmente. Es la postura de Khomeini, es la que lleva a decretar la muerte de Salman Rushdie, es la que MacCarthy asumía en los Estados Unidos de los años cincuenta, es la que personificó Robespierre durante la época del Terror durante la Revolución Francesa.
Los resultados de la política fundamentalista en esa fase de la Revolución Francesa configuran una lección histórica que no conviene olvidar. Aun cuando, en teoría, la Revolución era un movimiento a favor de las clases más bajas de la sociedad francesa de fines del siglo XVIII, la distribución por clases sociales de las víctimas del Terror arroja un resultado paradójico y terrible: el 7 y el 8% de los guillotinados provenían, respectivamente, del clero y de la nobleza, en tanto que 31% pertenecía a la clase trabajadora, 28% era de la clase de los campesinos y un 11% adicional correspondía a la clase media baja.
Los procesos sociales guiados por un código fundamentalista tienden a salirse de control con rapidez, y de hecho son iniciados, muchas veces, bajo el manto de imagen de sus moralistas postulados por actores sociales que en realidad emplean técnicas de Realpolitik de modo disimulado. El puño de hierro dentro del guante de seda de Metternich. No es éste, por cierto, el caso de Chávez, que ni come con cubiertos ni usa guantes. Su protocolo, por lo contrario, pareciera regodearse en el descaro.
La sociedad venezolana debe sustituir el malsano código ético de la política «realista» por un código mucho más maduro que el de los santones fundamentalistas. Un código clínico, que libre por todos, que reconcilie a todos, que castigue y expurgue lo que es debido, sin incurrir en los excesos destructivos e hipócritas de una inquisición que sería incapaz de dar de comer a los venezolanos.
Después de agotar gestos dramáticos, un gobierno que se conformase con un despliegue de actos justicieros, pronto se vería en graves problemas. Los Electores necesitamos justicia, no hay duda. Pero la justicia que necesitamos, más que la justicia en contra de algunos muy culpables delincuentes, es la justicia a favor de las necesidades del pueblo. Además de la guillotina, ¿tiene otra cosa que ofrecer al pueblo el más notorio demagogo de la política venezolana?
LEA
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