Fichero

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La revista Facetas, del Servicio Informativo y Cultural de los Estados Unidos, fue una extraordinaria publicación trimestral que dejó de existir a mediados de los años 90. De temática política y cultural, constituyó un estupendo muestrario de ideas y tendencias artísticas e intelectuales, en el que las grandes plumas contemporáneas norteamericanas encontraron cabida. Seymour Martin Lipset, Daniel Bell, Francis Fukuyama, Joseph Nye, Daniel Yergin, Arthur Schlesinger Jr., Samuel Huntington, Peter Drucker, entre muchos otros, poblaron las páginas de una revista—cuyo deceso es de lamentar—con agudas y actuales percepciones.

El contenido de esta Ficha Semanal #19 de doctorpolítico está tomado de un artículo publicado en el número 90 de Facetas, correspondiente al cuarto trimestre de 1990. Su autor es Michael Novak, filósofo de la religión y escritor, que a la sazón era Director de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad de Notre Dame. El artículo había sido publicado anteriormente en Commentary, muy importante revista de opinión editada por el American Jewish Committee.

Novak fue galardonado con el Premio Templeton para el Progreso de la Religión en 1994, y el 10 de febrero de 2003 disertó en la Ciudad del Vaticano—por invitación del embajador norteamericano ante la Santa Sede—sobre el tema «Guerra Asimétrica y Guerra Justa», referido específicamente a la «justicia» de una guerra contra Irak. En esa ocasión Novak argumentó a favor de la noción de que la guerra contra ese país debía considerarse justa, dado que, según su apreciación para el momento, Saddam Hussein tenía «los medios para desatar una devastadora destrucción sobre París, Londres, Chicago o cualquier ciudad de su elección en cuanto sea capaz de encontrar soldados de a pie clandestinos e indetectables para que lleven pequeñas cantidades de gas Sarín, toxina botulínica, ántrax y otros elementos letales hasta blancos predeterminados». Como sabemos todos a estas alturas, la premisa mayor de Novak resultó ser falsa, según se desprende del reciente informe de Charles Duelfer, el Inspector Jefe en Irak de la Agencia Central de Inteligencia norteamericana, en el que se establece que Hussein no disponía de las armas de destrucción masiva sobre cuya existencia se predicó la cruzada de Bush Jr.

En todo caso, la opinión de Novak en el artículo de Facetas—Tedio, Virtud y Capitalismo Democrático—suscitado en gran medida por el certificado de defunción de la historia que Francis Fukuyama expidiera, resulta ser tanto interesante como pertinente. Novak no se muestra demasiado de acuerdo con Fukuyama: «De este modo, incluso con el supuesto hegeliano tan dudoso de que la historia puede llegar a término, es de fijo un tanto prematuro anunciar que eso ha ocurrido ya. Las instituciones que realicen la triple liberación de la política, la economía y la cultura están aún por ser construidas en la mayor parte de la faz de la Tierra». Los cubanos, los venezolanos, y ahora los uruguayos, ya sabemos de cierto que las ideologías izquierdistas no han muerto todavía.

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Capitalismo y democracia

Es cierto que la comunidad en el sentido del sociólogo, la Gemeinschaft—aquella larga y estrecha vinculación con la vida pueblerina a lo largo de muchas generaciones entre personas de la misma fe e intereses familiares—es menos posible en las sociedades dinámicas y móviles. A pesar de ello, la antigua sentencia de que los seres humanos son animales sociales es válida claramente en las sociedades capitalistas. Se afirma que existe mucha soledad en tales sociedades, pero si se acepta que cierta soledad es inherente a la libertad personal, la mayor parte de las actividades económicas bajo el capitalismo contemporáneo—con sus comités, sus reuniones y sus consultas—no tienen otro carácter sino el asociativo.

Por último está la competitividad, reconocida universalmente como la cualidad suscitada por las sociedades capitalistas, pero casi siempre considerada un vicio. Empero es a la vez un centinela de la imparcialidad en la economía y una defensa contra la colusión monopolística no sólo en la esfera económica, sino también en los ámbitos de la ética y la religión, por no mencionar la política. Un famoso pasaje de El Federalista—las cartas de los Fundadores a los periódicos explicando la Constitución y apremiando a su ratificación—lo plantea así:

«La gran seguridad contra una concentración gradual de los distintos poderes en un mismo departamento consiste en otorgar a quienes administran éste los medios constitucionales y los motivos personales necesarios a fin de resistir las intervenciones de los demás. La defensa prevista en este caso, al igual que en todos, debe ser conmensurada con el peligro de ataque. Debe hacerse que la ambición contrarreste la ambición. El interés del hombre debe conectarse con los derechos constitucionales del lugar. Acaso refleje la naturaleza humana el hecho de que deban ser necesarias semejantes disposiciones para controlar los abusos del gobierno. Pero ¿qué es el gobierno sino el mayor de los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fuesen ángeles, no sería preciso ningún gobierno. Si los ángeles fueran a gobernar a los hombres, no harían falta controles externos ni internos al gobierno». (Las cursivas son nuestras).

Desde el principio se pretendía que las sociedades democrático-capitalistas estuviesen construidas según la pauta del «sistema de la libertad natural». Quería implicarse que tal sistema pertenecería a todos los humanos, quienquiera que fuesen. Sería adaptable a las costumbres locales, las historias, las tradiciones y las culturas con sólo que éstas abriesen los caminos institucionales a las capacidades humanas universales de reflexión y elección: en la política, la economía y en el ámbito de la conciencia y la cultura. El sistema no estaba proyectado para judíos o cristianos nada más, ni para anglosajones o franceses; estaba proyectado para todos los seres humanos.

Esta pretensión no la descarta el hecho histórico de que las visiones y prácticas que en principio condujeron al desenvolvimiento de las instituciones necesarias surgieran por primera vez en tierras hondamente conformadas por las enseñanzas del judaísmo y el cristianismo. Por supuesto, no fue un accidente que el capitalismo democrático se realizara inicialmente en forma embrionaria en dichas tierras. Judaísmo y cristianismo son, en un importante sentido, religiones de la historia y, en consecuencia, de la libertad.

De acuerdo con esta visión filosófico-teológica, cada ser humano tiene dignidad, es sagrado en un sentido en virtud de su capacidad de reflexión y elección; una alianza en la cual se ingrese libremente es el modelo supremo al cual pueden aspirar las comunidades humanas. Se concibe la civilización como una ciudad ideal donde los hombres se tratan no mediante la fuerza o la coerción, sino con la conversación de la razón.

De estas creencias proceden, en última instancia, las palabras de Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia:

«Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que su Creador los dotó de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que tan pronto como cualquier forma de gobierno se vuelve destructora de estos fines el pueblo tiene el derecho de alterarlo o abolirlo y de instituir un gobierno nuevo, estableciendo su fundamento en principios tales, y organizando sus poderes en forma tal, que en su concepto considere el más apto para proporcionar seguridad y felicidad».

No obstante, afirmar que de las convicciones de judíos y cristianos acerca de la naturaleza y el destino humano parece derivarse directamente un «sistema de libertad natural», no significa que las sociedades libres se restrinjan a quienes sustentan tales creencias, ni que los detalles de estas sociedades fueran elaborados, o sólo pudieran haberlo sido, por creyentes judíos y cristianos. La verdad es que muchos de los discernimientos y experimentos institucionales prácticos indispensables para el desarrollo posterior de las sociedades democrático-capitalistas los preconizaron primeramente las culturas paganas de Grecia y Roma y, más tarde, algunos que se oponían al judaísmo y al cristianismo. Por lo demás, en las décadas recientes, el éxito de Japón y otras sociedades ajenas a la órbita judeocristiana al emular el modelo democrático-capitalista de desarrollo ha proporcionado una demostración concluyente de lo que los Fundadores norteamericanos sostenían a propósito de la libertad natural; es decir, una libertad no sólo disponible para judíos y cristianos sino para todos.

¿Qué decir entonces del futuro? En 1948 sólo 48 países firmaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en tanto que hoy la lista de países ha crecido hasta 166. Se han realizado muchos experimentos de ideología y construcción de sistemas y se han observado sus deplorables resultados. En particular, la muerte del ideal socialista –cuando menos dentro de las sociedades socialistas, aunque no entre numerosos intelectuales y clérigos del mundo capitalista– parece haber despejado el camino para nuevas valoraciones y para el establecimiento de varias proposiciones.

1. Incluso bajo el poder de estados, policías secretas y torturadores, la conciencia individual ejerce su vigor e infunde al alma un sentimiento de derechos inalienables.

2. Alguna forma de gobierno democrático-republicano representa la protección más adecuada de estos derechos, el mejor recurso institucional para «asegurarlos».

3. Una economía libre es condición necesaria, aunque no suficiente, para la práctica feliz de la democracia.

4. Una vida moral y cultural libre—libertad de conciencia, de información y de ideas—es indispensable tanto para la democracia como para el desenvolvimiento económico.

5. Una economía libre, que conceda un lugar adecuado a la iniciativa económica personal y a las capacidades humanas para la creatividad, es el mejor medio sistémico para conseguir escapar pronto de la pobreza.

6. La causa de la riqueza de las naciones es, más que nada, la mente creadora—la invención, el descubrimiento, la iniciativa personal y en grupo—así como las instituciones libres que la sostienen.

Que todo esto avance hacia el reconocimiento y la aceptación universales es algo que resulta maravillosamente animador, pero tampoco hay que extremar el optimismo todavía. Los seres humanos siempre dicen que quieren libertad, pero—como decía Dostoievski—lo primero que hacen al obtenerla es devolverla. Por añadidura, mucho de lo que parece prometedor nunca llega a fructificar y en ocasiones surgen horribles males del que a primera vista parece ser un pueblo próspero y altamente civilizado.

Michael Novak

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