Consummatum est. Es realmente triste la promulgación de la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, que pone en manos de una discrecionalidad oficialista propensa al totalitarismo, la capacidad de destruir iniciativas libres en medios de comunicación, o al menos de amordazarlas con amedrentamiento. El cepo se ha cerrado.
Ahora bien ¿era esto evitable?
Muchos gobiernos anteriores a éste intentaron regular el comportamiento de la industria de la radio y la televisión. Carlos Andrés Pérez, en su primer gobierno, consideró el llamado Proyecto RATELVE, que fue ferozmente combatido y con éxito por los medios privados. Su líder ostensible fue el profesor Antonio Pasquali, autoridad en temas comunicacionales, en ese entonces considerado un engendro del demonio que pretendía atentar contra la libertad de expresión, y ahora bienvenido por esos mismos medios porque es un decidido opositor a esta ley de los cuatro nombres.
Luis Herrera Campíns introdujo las limitaciones a la publicidad de bebidas alcohólicas y cigarrillos en radio y televisión—lo que no impidió que se vendiera cerveza bajo el eufemismo de malta—y el segundo gobierno de Rafael Caldera presentó y perdió batalla en la que buscó imponer su concepto de «información veraz», ya no sólo en Venezuela, sino en el ámbito de toda la comunidad iberoamericana de países.
De modo más episódico y recóndito, el gobierno de Jaime Lusinchi presionó sin mucho escrúpulo a más de un medio de comunicación, y a la vuelta de Carlos Andrés Pérez éste reintrodujo los censores previos, que se desconocían desde los tiempos de Pérez Jiménez, a raíz del fracasado golpe chavista del 4 de febrero de 1992, en aras de la «seguridad del Estado».
Durante mucho tiempo una proporción importante de la ciudadanía creyó que los medios debían ser moderados—en el número anterior de esta carta se registraba cómo se expresó tal opinión en el II Encuentro de la Sociedad Civil, organizado por la Universidad Católica Andrés Bello en 1995—y en épocas betancurianas o leoninas un boicot de anunciantes buscó doblar la cabeza del diario El Nacional porque a su criterio había en su nómina de periodistas un exceso de plumas—o máquinas de escribir—izquierdistas.
Se trata, por tanto, de un forcejeo de larga data. (No siempre contra el gobierno). Y esta vez lo perdieron los medios de comunicación.
Algo así ocurrió con la idea de una constituyente. El Frente Patriótico abanderado por Juan Liscano procuró vender esa idea. La «Carta de Intención» de Rafael Caldera con Venezuela, de su campaña de 1993, llegó a considerarla. Pero ni el Congreso de ese tiempo acertó a reformar a fondo la constitución ni Caldera quiso convocar una constituyente, ni siquiera el referendo consultivo que Chávez luego convocaría. Por esto se pudo escribir al término del segundo gobierno del docto presidente: «Pero que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Éste es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida»
¿Se habría evitado la «ley mordaza»—»ley de contenidos», «ley resorte», Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión—si in illo tempore los medios no hubieran sido tan suspicaces de Pasquali, o hubieran demostrado fehacientemente su voluntad de moderación? Otra vez, una pregunta retórica, de contestación imposible.
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