Fichero

LEA, por favor

La Ficha Semanal #28 de doctorpolítico, que comienza este año de 2005, se atiene a reproducir un artículo del suscrito en El Diario de Caracas, publicado el 28 de diciembre de 1998, poco después de que Hugo Chávez fuese proclamado Presidente Electo en acto al efecto del Consejo Supremo Electoral.

Su tema es el de la inconveniente y perniciosa glorificación que Hugo Chávez insistía en hacer de la desgraciada fecha del 4 de febrero de 1992, cuando se levantó en armas contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, execrado por la mayoría de la población pero legítimamente constituido. De hecho, Chávez quiso que su toma de posesión coincidiera con el séptimo aniversario de su inconstitucional intento. Al no verse complacido en esta pretensión cuidó de que uno de sus primeros actos de gobierno fuese una celebración de su asonada el 4 de febrero de 1999 con desfile militar en el paseo Los Próceres.

El presidente Chávez y el suscrito hemos tenido un solo intercambio personal. Durante el año de la campaña electoral de 1998 el Presidente de J. Walter Thompson de Venezuela, Roberto Coimbra, convocó a varios desayunos con los candidatos de la época, y a mí me tocó invitación para un desayuno con Hugo Chávez, quien se hizo acompañar de William Izarra. Así relaté el encuentro en el #100 (19 de agosto de 2004) de la Carta Semanal de doctorpolítico: «En desayuno al que fuéramos invitados en plena campaña electoral de 1998 (en las oficinas de la agencia de publicidad J. Walter Thompson) dijimos al mismísimo Hugo Chávez, expositor de circunstancia, que el titular del derecho de rebelión es una mayoría de la comunidad, y no una logia de una decena de comandantes que sin ningún derecho juraran alzarse ante los restos de un decrépito y patriótico samán. En la misma ocasión le quisimos hacer entender que si insistía en glorificar su criminal aventura de 1992 no tendría ningún sentido establecer un diálogo al que me invitaba, tras mi declaración primera, en compañía de William Izarra».

La lógica del revolucionario puede vivir muy cómodamente con la inconsistencia. Puede condenar y acusar a sus adversarios por «golpistas» mientras sostiene con el mayor desenfado que sus propias ejecutorias a este respecto son heroicas y dignas. Pero no podemos rendirnos ante esa «lógica»; por esto es preciso recordar siempre el abuso de poder que constituyó el primer acto político de la carrera de Hugo Chávez.

LEA

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El abuso del 4 de febrero

En vano he buscado identificar al autor de una estupenda frase. Perdí su nombre hace ya varios años, y aunque he trasegado el Diccionario Oxford de Citas—sé, al menos, que el autor es inglés—y otras colecciones similares, no logro dar con su identidad. Por eso no puedo darle crédito. La frase es la siguiente: «La propaganda del vencedor es la historia del vencido». Es una terrible frase y es un pensamiento muy certero. Quien cuenta la historia es quien ha ganado.

La frase ha venido de nuevo a mi memoria a raíz de la insistencia del Presidente Electo, incluso en su improvisado discurso el día de su proclamación por el Consejo Nacional Electoral, en justificar su rebelión del 4 de febrero de 1992. En tal ocasión, de modo por lo demás inoportuno e inelegante, pretendió una vez más justificar lo injustificable y, de paso, en un acto que contó con la presencia del Presidente en ejercicio, expuso la tesis de que de alguna manera la asonada de aquel día había legitimado a Rafael Caldera.

El autor de estas líneas había pronosticado, en trabajo concluido en septiembre de 1987—Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela—algún intento de golpe de Estado en fechas cercanas a 1992. Decía en ese trabajo: «Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aún antes, sería considerable».

Hacia mediados de 1991 era evidente la conformación de una matriz de la opinión pública venezolana sobre un agudo e inconveniente dilema: o Pérez o golpe. El desasosiego que tal situación causaba me llevó a escribir un artículo que fue publicado en este diario el domingo 21 de julio de ese año, unos seis meses antes del intento de Chávez Frías. Remataba el artículo del modo siguiente: «El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal».

¿Había verdaderamente la posibilidad de esa salida?

El método médico

Hipócrates produjo, en tiempos de la Grecia clásica, el primer código de ética profesional que registra la historia. En una de sus estipulaciones, Hipócrates produce una clara distinción entre el arte de los médicos y el de los cirujanos. De hecho, jura no «cortar a sus pacientes que sufren bajo la piedra» y declara que dejará tal práctica a quienes desempeñen el arte de la intervención quirúrgica. (Todavía en épocas relativamente recientes, los cirujanos, los dentistas o sacamuelas y los barberos formaban un gremio distinto al de los médicos).

El equivalente político de la cirugía es el procedimiento violento del golpe de Estado y de la guerra. El político, como el médico, llegará a recomendar la intervención quirúrgica sólo como último y desesperado recurso. Es decir, el recurso del golpe de Estado o la intervención armada no tiene sentido mientras subsistan medios pacíficos para resolver los problemas que cause un mal gobierno, así como no es dado en derecho a nadie tomar justicia por su propia mano.

A partir de comienzos de 1991 había comenzado a gestarse una creciente presión cívica contra Carlos Andrés Pérez. Varias personalidades distinguidas del país hablaban claramente de la crisis de gobernabilidad del momento. Arturo Úslar Pietri, por ejemplo, entrevistado por Marcel Granier en su programa Primer Plano. en diciembre de 1991, exponía su angustia y recomendaba su clásica receta de un comando de crisis ante la delicada situación. Por lo que respecta a mi caso, escribí cuatro artículos más sobre la conveniencia de que Pérez renunciara, en una serie que iba escalando la virulencia del planteamiento y culminaba el día 3 de febrero de 1992, un día escaso antes de la rebelión. Es decir, el estado de opinión contra la permanencia de Pérez en el poder se ampliaba con el correr de los días, y no es inconcebible que hubiera terminado en su salida de la Presidencia de la República como consecuencia de la presión cívico-legal, como de hecho ocurrió después en 1993.

Claro que no todo el mundo pensaba de ese modo. Pocos días después de la aparición del primero de mis artículos sobre el tema, Alberto Müller Rojas—el jefe de campaña del polo «patriótico» que parece el más fuerte candidato al cargo de Canciller—argumentaba, en este mismo diario, que era iluso pensar que Pérez se aviniera a renunciar.

Igualmente, no puede discutirse que las intentonas del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992 agudizaron el proceso y aceleraron los procedimientos legales contra Pérez. ¿Es que no fue, entonces, legítimo el intento de golpe de Estado de Chávez Frías, como ahora insiste en declarar convertido ya en Presidente Electo?

Una vez más trataré de explicar a quien sucederá a Rafael Caldera el próximo 2 de febrero por qué su acto rebelde del 4 de febrero de 1992 constituyó un verdadero abuso de poder, dado que estaba armado en su condición de militar activo y comandante de tropas.

El derecho de rebelión

La figura del derecho de rebelión es reconocida en la literatura jurídica. Algún atrabiliario columnista ha intentado tomar este camino para celebrar la reciente justificación del discurso de Chávez Frías el día de su proclamación. En la extensa obra de Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, se encuentra una escolástica discusión del empleo de métodos violentos en la acción política.

Uno de los documentos en el que se encuentra más claramente expresado el derecho de rebelión es la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776). En este texto se estipula que, cuando un gobierno sea inadecuado o contrario a los propósitos para los que ha sido establecido «una mayoría de la comunidad tiene un derecho indudable, inalienable e inanulable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, en tal forma que se juzgue más conducente al bienestar público».

En esa redacción se encuentra la clave para entender el abuso de Chávez Frías y los restantes conjurados de 1992. El sujeto del derecho de rebelión es una mayoría de la comunidad. Los conjurados del 4 de febrero, que por propia admisión de Chávez Frías estaban juramentados como conspiradores desde hace dieciséis años, no son, claramente, una mayoría de la comunidad. Después de la triste fecha escribí: «… ni necesitamos ni queremos otro intento militar para resolver esta crisis. La soberanía no reside en los generales, no reside en Fedecámaras, en la CTV, en las universidades, en la Causa R, en la iglesia católica, en las otras iglesias todas reunidas, en las asociaciones de vecinos. La soberanía reside en el pueblo. En el pueblo todo. Ningún segmento, por más lúcido, capacitado o bien intencionado que pueda ser, tiene derecho a suplantar al cuerpo social en su conjunto».

Ningún cirujano tiene derecho a intervenir a un paciente sin su consentimiento. En la única circunstancia de un herido grave que se halle inconsciente, y que requiere una operación para salvarle, podrá un cirujano abrir su cuerpo justificadamente. Venezuela no se hallaba inconsciente del problema de Pérez a comienzos de 1992. Por lo contrario, como he explicado, cada vez había más consciencia en torno al tema, a pesar de lo cual los venezolanos expresábamos reiterada y tercamente, en cada sondeo de opinión levantado por esas fechas, que no queríamos intervenciones armadas.

No fue pues que solamente Chávez Frías y sus socios conspiradores abusaron de un pueblo desprevenido: por encima de eso actuaron en flagrante contravención de expresos deseos de la mayoría de la comunidad.

La única legitimación

Hugo Chávez Frías es ahora el legítimo Presidente Electo. Lo es no porque se hubiese alzado en 1992, sino porque obtuvo una mayoría de votos en las recientes elecciones presidenciales. El pueblo que lo eligió no salió a defender su acción durante el 4 de febrero –como tampoco, es cierto, salió a defender a Pérez, que fue lo que Caldera destacó en su famoso discurso de la tarde de ese día. No salió a defender al segundo tomo de la conjura el 27 de noviembre, ni siquiera cuando fue convocado explícitamente para eso por el inolvidable y corpulento señor de la camisa rosada.

El pueblo no le concedió a Chávez Frías mayor apoyo hasta comenzado este año de 1998, pues durante cinco años nunca estuvo en las encuestas por encima de un diez por ciento de la preferencia nacional. Su opción comienza a ascender sólo después del desplome del primer cauce electoral del descontento venezolano: Irene Sáez, que abrió la boca en demasía y a quien se le cayó la estatua ecuestre de Bolívar en Chacao.

La legitimidad indudable de Chávez Frías, entonces, le viene de los votos y del enorme esfuerzo político de su campaña, justo es reconocérselo. De las varias vueltas que dio por el país, argumentando, discutiendo, convenciendo. Si Sáez no hubiera sido Sáez, si Salas no hubiera sido Salas o Alfaro no hubiera sido Alfaro; si hubiese sido posible la emergencia de un competidor verdaderamente sustancial y pertinente, Chávez Frías no habría sido nunca elegido Presidente. Ahora lo es, y del mismo modo que ahora escribo esto, condenaría cualquier intento parecido al suyo en su contra.

Mi recomendación sincera y firme al Presidente Electo es, por tanto, la siguiente: deje Ud. de intentar la justificación de su abusivo acto del 4 de febrero; base Ud. su ejecutoria en lo que ha tenido de actuación democrática; gobierne admitiendo con humildad el error de la conjura. O, simplemente, calle al respecto.

LEA

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