Cartas

En 1969 Paul Shepard, el gran filósofo ecológico norteamericano, editaba en colaboración con Daniel McKinley el libro La Ciencia Subversiva: Ensayos Hacia una Ecología del Hombre. Se trataba de una colección de textos escritos por biólogos, filósofos, historiadores, arqueólogos, demógrafos, arquitectos paisajistas, antropólogos, que tomados en conjunto eran un mapa de la nueva ciencia. Allí decía Shepard en la introducción: «El pensamiento ecológico… requiere una clase de visión a través de límites. La epidermis de la piel es como la superficie de un estanque o el suelo de un bosque, no tanto una concha como una delicada interpenetración. Nos revela ennoblecidos y extendidos como parte del paisaje y el ecosistema antes que amenazados, porque la belleza y la complejidad de la naturaleza son continuas con nosotros mismos». A pesar de tan elevado punto de vista, el libro parecía ofrecer el siguiente mensaje, al decir de Wallace Stegner: «Esta civilización ha seguido durante siglos un curso suicida». Hemos estado haciendo locuras con el ambiente.

El más poderoso de todos los textos en esa colección, sin embargo, no es una memoria científica, sino una parábola, una hermosísima y melancólica fábula de Jacquetta Hawkes a la que llamó «Una mujer tan grande como el mundo». La tierra es una mujer de disposición plácida que de vez en cuando es visitada por el viento. Al cabo de cada visita surgían sobre su piel animálculos que se paseaban incesante sobre ella, y ella sentía su ser agradecido con el cosquilleo de la vida. Ocurrió entonces que el viento dejó de visitarla un largo tiempo. Ella casi le olvidaba cuando una noche regresó con fuerza grandísima y la cubrió y poseyó por completo, de modo que le causó un éxtasis y un temor muy grandes. Al despertar de un largo sopor notó nuevos habitantes de su piel, que se comportaron de modo muy distinto a los anteriores. Poco a poco fueron plantando pedazos de piel y erigiendo sobre ella edificaciones de todas clases. Y la perforaban. Taladraban su piel, pellizcándola y mordiéndola y horadándola en busca de su dermis para quitársela en trozos, incesantemente. Encendían fuego sobre ella y destruían su pelambre. Ensuciaban el aire que la envolvía. Entonces la mujer se enardeció súbitamente y comenzó a agitarse y a golpearse y a rascarse la piel, hasta que ya no hubo más actividad que la molestase. Entonces pudo dormir de nuevo.

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Venezuela sufrió la Tragedia de Vargas hace cinco años. Unas quince mil personas, al menos, perdieron sus vidas en la pavorosa calamidad. Pero lo que acaba de ocurrir al sur de Asia equivale a diez tragedias como la nuestra. Nunca un solo evento había afectado de modo tan despiadado a un número tan grande de distintos países. Se trata de una hipercalamidad, como corresponde a una nueva era de hipereventos, a un milenio que se inauguró con el acto hiperterrorista del 11 de septiembre de 2001, a un año en el que no uno, sino tres hiperhuracanes golpearon uno tras otro las tierras de Florida. Estamos entrando a una hiperedad, en la que no pasará mucho tiempo sin que su hiperescala llegue a manifestarse en lo social y debamos lamentar «hipercaracazos» de extensión transnacional.

No menos de cinco millones de personas desplazadas, medio millón de heridos y 150 mil muertos ha dejado a su paso el tsunami del Océano Índico. Colin Powell, reporta el Times de India, ha podido sobrevolar áreas alcanzadas por el desastre y percatarse de cómo es que la tierra puede acabar con la vida humana si se lo propusiera. James Lovelock ha adelantado hace treinta años (1974) la «Hipótesis Gaia», la noción de que la tierra debe ser entendida como una sola entidad orgánica, como un ser vivo ella misma que entra en intercambios que procuran resguardar algunos de sus equilibrios básicos. Dice Guy Sorman del concepto de Lovelock: «El conjunto biosfera y atmósfera, viviente y no viviente, forma un todo indisociable, armonioso; es autocontrolado como un organismo animal por una circulación interna… A este Todo, James Lovelock lo llama Gaia, por el nombre de la diosa griega que designa nuestro planeta. En la mitología griega, Gaia prestaba atención a las necesidades de los hombres que respetaban las leyes de la naturaleza, y se mostraba intratable con los que las transgredían». La tierra, Gaia, está molesta, como la mujer tan grande como el mundo que Jacquetta Hawkes retratara en su fábula.

No es únicamente que hay mayor frecuencia de reporte de percances a gran escala; es que la frecuencia y la magnitud de las calamidades van en aumento, sea que se trate del comportamiento de los fenómenos cuasicíclicos de El Niño y La Niña, de la fuerza de los huracanes y tornados, de la tozudez de lluvias torrenciales que causan inundación, o de los incendios forestales suburbanos. El mundo, diría Eduardo Fernández, está bravo.

Lo mínimo que debiera revelarnos la hipercalamidad índica es la necesidad de gobierno mundial. La respuesta de los países de la comunidad internacional ha sido solidaria e importante—con la curiosa excepción de Venezuela, otrora sociedad conmiserada con las desgracias ajenas y que ahora parece haberse desentendido de este asunto tsunámico, sumergida en una postración nihilista (al menos en Caracas) a raíz de sus recientes cataclismos políticos—pero la coordinación del apoyo ante una desgracia de tan ingente magnitud se ha hecho difícil. Y no es lo que el planeta necesita la vistosa pero poco profunda reforma de la Organización de las Naciones Unidas que Kofi Annan ahora preconiza, en medio de incómodas revelaciones de corrupción transnacional en la que familiares suyos aparecen implicados. El mundo necesita un ministerio del ambiente a escala planetaria, una policía antiterrorista a escala planetaria, una organización de defensa civil a escala planetaria. El mundo exige que las armas nucleares dejen de estar en manos de países individuales para confiarlas a una sola autoridad planetaria, que quizás algún día pudiera verse forzada a usarlas en batallas extraterrestres contra seres animados o peligrosos aerolitos.

La escala de la ayuda concitada en torno a la tragedia de la cuenca índica es, como digo, de proporciones nunca vistas. L’Osservatore Romano reportaba ayer un ranking de ofertas que exhibía un cuidadoso orden protocolar: el puesto de honor para una nación asiática, Japón, con 500 millones de dólares ofrecidos. Le seguían en orden los Estados Unidos, con 350 millones, el Banco Mundial con 250, Noruega con 182 millones, Gran Bretaña con 96, Italia con 95, España con 68, Francia y Canadá cada una con 66 millones, China con 60 y Dinamarca con 58. Pero estas ofertas van a ser excedidas. Ayer mismo ya Noruega anunciaba que incrementaría su significativa ayuda, Alemania ha prometido 674 millones de dólares y el Reino Unido indicado que su compromiso inicial de casi 100 millones crecerá a varios centenares de millones en las próximas semanas. Australia ha pasado al primer lugar de los donantes con un aporte de 765 millones a Indonesia, el país más golpeado. En las últimas veinticuatro horas la ayuda financiera total comprometida ha pasado de 2.000 millones a 3.000 millones de dólares. Canadá ha declarado una moratoria unilateral en el cobro de sus acreencias financieras de los países afectados y Japón ha señalado estar dispuesto a lo mismo. En la conferencia que hoy se inaugura en Yakarta probablemente se generalice la idea de condonar la deuda externa de las naciones heridas por el monstruo oceánico.

Pero nunca falta quien haga cálculos de rédito político. Colin Powell expresó anteayer su esperanza de que el apoyo norteamericano haga más simpáticos a los Estados Unidos entre los musulmanes. (Indonesia es no sólo uno de los países más densamente poblados del mundo, sino el que alberga la mayor población de convicción islámica). Y ya se especula sobre las ventajas políticas que el régimen indonesio pudiera obtener como secuelas de la hipercatástrofe. Así lo estima, por ejemplo, la muy encallecida publicación de Stratfor:

«Aunque Indonesia cargó con el mayor peso del tsunami del 26 de diciembre, el país debe ganar con el desastre. Durante los esfuerzos de alivio y recuperación, que tomarán meses—tal vez años—Yakarta se beneficiará con la reconstrucción de una de sus más pobres provincias y podrá reparar vínculos militares con Occidente hoy fracturados. En una cumbre de emergencia en Yakarta prevista para el 6 de enero, el Presidente de Indonesia, Susilo Bambang Yudhoyono tendrá una oportunidad de presentarse a sí mismo como un líder regional mientras coordina los esfuerzos internacionales de recuperación».

Para los desalmados analistas de Stratfor la «pantalla» de un señor que lleva el terrible nombre de Bambang pasa a primer plano, especialmente si se toma en cuenta que la provincia indonesia de Aceh molestaba algo con actividades de insurgencia. Por esto Strafor continúa su evaluación en el siguiente tono: «Desde mayo de 2003 la provincia de Aceh ha estado bastante aislada del resto de Indonesia. Varios estados de emergencia y períodos de ley marcial se han sucedido allí para operar la contrainsurgencia gubernamental en marcha sobre el Movimiento Aceh Libre (GAM). Apartando sus campos de gas natural, Aceh es una provincia pobre de importancia económica desdeñable. Los sitios de producción y exportación de gas natural de Aceh están localizados en el puerto de Arún, en la costa oriental de Sumatra, y no fueron dañados por el tsunami… Camberra y Washington tienen intereses especiales en una Indonesia estable, y la prevención del caos en Aceh es parte de su estrategia. En un país con una gran población musulmana, una presencia militar australiana es un asunto sensitivo, y una presencia militar de Estados Unidos más todavía. Sin embargo, mientras personal militar de Estados Unidos continúe entregando suministros de emergencia con helicópteros, su presencia será tolerada… Débil incluso antes del tsunami, el GAM no disfruta de una gran base de apoyo popular en Aceh, y el influjo de ayuda extranjera, una infraestructura mejorada y el desarrollo económico erosionarán aun más ese apoyo. Entretanto, y a pesar de un cese al fuego bilateral, los militares indonesios no han dado la menor indicación de que suspenderán operaciones contra el GAM mientras conduce operaciones de alivio». No hay mal que por bien no venga, parecieran razonar los inmisericordes think-tanks de Stratfor. Y Bambang no es Chávez, que se dio el lujo de rechazar la ayuda norteamericana a Vargas en 1999.

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Jacquetta Hawkes entendía, con su poético verbo, que el aprovechamiento de la tierra debía ser como «…un paciente y cada vez más hábil enamoramiento que persuada al suelo a que florezca». Es claro que no lo hemos venido entendiendo de ese modo, y que la tierra está revirando.

Pero, como dije al principio, no es sólo la biosfera la que puede recalentarse y revolverse con violencia. La sociosfera se encuentra igualmente en hervor. Cuando el mundo no está ante emergencias como las del 26 de diciembre, cuando se encuentra en estado «normal»—»excesivamente normal», diría el Vicepresidente venezolano—mueren en él cada día casi 30 mil niños por desnutrición y enfermedades evitables. Cada cinco días hay un tsunami índico social. El constante maremoto del hambre y la insalubridad acaba con 150 mil vidas infantiles en menos de una semana. (En una semana laboral, pues). ¿Cuánto tiempo más continuará el mundo en su indiferencia, en la trivialización de su enorme pobreza? ¿Y cuánto tiempo más habrá gobernantes tan soberbios que se creen con derecho a acciones que arriesgan los tsunamis políticos, las revoluciones?

LEA

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