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El tratado Sobre la República, de Marco Tulio Cicerón, puede ser tenido por el compendio de la sabiduría política del mundo clásico, aunque sin el alcance filosófico de las obras de Platón y Aristóteles en la materia. Cicerón mismo lo tenía por el trabajo del que estaba más orgulloso, y más de un crítico lo considera su obra maestra. No todo su texto se ha preservado, sin embargo. Hasta principios del siglo XIX sólo se conocía de su contenido lo que otros escritores citaban, incluyendo el propio Cicerón, pues todas las copias de la obra habían desaparecido. Se debe al hallazgo del cardenal jesuita Angelo Mai (1782-1854), en la Biblioteca Vaticana, de un códice con escritura superpuesta que reveló el texto de la obra de Cicerón con tratamiento químico especial, que prácticamente podamos leerla, aunque se presume que sólo se alcanzó a salvar la mitad del tratado. Con algunos fragmentos de su Libro Primero, dedicado a la consideración de las formas de gobierno, se compone esta Ficha Semanal #34 de doctorpolítico. (Los puntos suspensivos señalan trozos perdidos).
La técnica de la redacción es análoga a la empleada por Platón en sus diálogos. En el caso de Cicerón, éste construyó un amplio coloquio de Escipión Emiliano con distinguidos personajes romanos—Tuberón, Filón, Rutilio, Lelio, Mummio, Fannio, Escévola y Manilio—en la casa de campo del primero durante tres días de las ferias latinas del año 129 antes de Cristo.
Marco Tulio Cicerón nació en el año 106 antes de Cristo en Arpinium, y murió asesinado por motivos políticos en diciembre del año 43. Con seguridad el mejor orador de su época (Catilinarias, Filípicas), Cicerón fue además abogado eficacísimo y político de gran capacidad, que llegó a ejercer el consulado después de su experiencia como edil. Fue, igualmente, un prolífico escritor, principalmente didáctico. Su obra filosófica no es tan importante. Es su elocuencia como tribuno lo que le distingue de sus contemporáneos, involucrada en los muchos acontecimientos de una época política particularmente agitada para Roma. De incesante prédica contra la tiranía, creyó que a la muerte de Julio César en el año 44 podría retomar su influencia sobre la vida pública de Roma. Sus Filípicas—catorce en total—estaban dirigidas a impedir la entronización de Marco Antonio, por entonces aspirante a dictador. Pero éste logró una alianza suficiente con Octavio, y pronto elaboró una lista de sus enemigos, en la que Cicerón no podía faltar. Un año y nueve meses después del apuñalamiento de Julio César, y luego de un infructuoso intento de fuga, es finalmente apresado por los soldados de Marco Antonio cerca de su villa de Formia y asesinado a los sesenta y cuatro años de edad.
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Uno, pocos o todos
XXXI.—ESCIPIÓN.—Cada forma de gobierno recibe su verdadero valor de la naturaleza o de la voluntad del poder que la dirige. La libertad, por ejemplo, no puede verdaderamente existir sino allí donde el pueblo ejerce la soberanía; no puede existir esa libertad, bien entre todos el más dulce, que deja de serlo cuando no es igual para todos. ¿Cómo revestirá este carácter augusto no ya en una monarquía en que la esclavitud no es equívoca ni dudosa, sino en los mismos estados que los ciudadanos llaman libres, porque tienen el derecho de sufragio, delegan el mandato y se ven solicitados para la obtención de las magistraturas? Lo que se les da habría de dárseles siempre. ¿Cómo obtener para sí mismos estas disposiciones de que disponen? Porque están excluidos del mando, del consejo público, de las preeminencias de los jueces y tribunales que acaparan las familias antiguas o poderosas. Pero en los pueblos verdaderamente libres, como en Rodas o Atenas, no hay ningún ciudadano que no pueda aspirar………………………………
XXXII.—….Dicen algunos filósofos que, cuando en una ciudad uno o varios ambiciosos pueden elevarse mediante la riqueza o el poderío, los privilegios nacen de su orgullo despótico y su arrogante yugo se impone a la multitud cobarde y débil. Pero cuando, por el contrario, el pueblo sabe mantener sus prerrogativas no es posible encontrar más gloria, prosperidad y libertad, porque entonces permanece árbitro de las leyes, de los juicios, de la paz, de la guerra, de los tratados, de la vida y de las fortunas de todos y de cada uno; entonces, sólo entonces, la cosa pública es cosa del pueblo. Dicen asimismo que con frecuencia se ha visto suceder a la monarquía, a la aristocracia, el gobierno popular, mientras que jamás una nación libre ha pedido reyes ni patronatos de aristócratas. Y niegan que convenga repudiar totalmente la libertad del pueblo ante el espectáculo de aquellos mismos que llevan al exceso sus indisciplinas. Cuando reina la concordia nada hay más fuerte ni duradero que el régimen democrático en que cada uno se sacrifica por el bien general y la libertad común. Ahora bien: la concordia es fácil y posible cuando todos los ciudadanos persiguen un fin único: las disensiones nacen de la diferencia y de la rivalidad de intereses; así, el gobierno aristocrático jamás tendrá nada estable, y menos aún la monarquía, que ha hecho exclamar a Ennio:
«No hay sociedad sancionada ni fe para un reinado»
Siendo la ley el lazo de toda sociedad civil, y proclamando su principio la igualdad común, ¿sobre qué base descansa una sociedad de ciudadanos cuyos derechos no son los mismos para todos? Sin no se admite la igualdad de la fortuna, si la igualdad de la inteligencia es un mito, la igualdad de los derechos parece al menos obligatorio entre los miembros de una misma República. Pues ¿qué es el Estado, sino una sociedad de derecho?……………………………
XXXIII.—En cuanto a las demás formas de gobierno, estos filósofos no conservan las denominaciones que ellas mismas pretenden atribuirse. ¿Por qué saludar, dicen, con el título de rey reservado a Júpiter Óptimo, a un hombre ávido de poder, dominador, egoísta, de poder tanto más grande cuanto mayor es la humillación y envilecimiento de su pueblo? Más que rey, este hombre es tirano; porque la clemencia no es tan fácil a un tirano como la crueldad a un rey. Toda la cuestión se resume para el pueblo en servir a un señor humano o implacable, pero, para él, lo seguro es la esclavitud. ¿Cómo Lacedemonia, aun en la época en que su reconstitución política pasa por más esplendorosa, podía esperar príncipes clementes y justos, cuando aceptaba por rey a cualquiera de regia estirpe? La aristocracia, por otra parte, no es más tolerable, añaden, porque esta clasificación de aristócratas, que ciertas familias ricas se arrogan, se hace sin el consentimiento del pueblo. ¿Quién les ha dado sus prerrogativas? No será la superioridad de sus talentos, de su saber, ni de sus virtudes. Escucho cuando……………
XXXIV.—…El Estado que escoge al azar sus guías es como el barco cuyo timón se entrega a aquel de los pasajeros que designa la suerte, cuya pérdida no se hace esperar. Todo pueblo libre escoge sus magistrados, y si se preocupa de su suerte futura, los elige entre sus mejores conciudadanos; porque de la sabiduría de los jefes depende la salvación de los pueblos, hasta tal punto, que no parece sino que la naturaleza misma ha dado a la virtud y al genio imperio absoluto sobre la debilidad y la ignorancia de la plebe que sólo desea obedecer sumisa. Se asegura, sin embargo, que esta feliz organización ha sido vencida por los errores del vulgo, inconsciente de esta sabiduría, cuyos modelos son tan raros como los acertados juicios; vulgo que imagina que los mejores de entre los hombres son los más poderosos, los más ricos, los de nacimiento más ilustre y no los que sobresalen por su virtud sin tacha. Cuando a merced de este error del vulgo el poderío ha usurpado en el Estado las preeminencias de la virtud, esta falsa aristocracia procura sostenerse en el poder, tanto más cuanto que es menos digna de él; porque las riquezas, la autoridad, el nombre ilustre, sin la sabiduría y conducta prudente para mandar a los demás, ofrecen sólo la imagen de un insolente y vergonzoso despotismo; nada hay más repugnante que el aspecto de una ciudad gobernada por aquellos que, por ser opulentos, se juzgan los mejores. Por el contrario, ¿qué puede haber más hermoso y preclaro que la virtud gobernando la República? ¿Qué hay más admirable que este gobierno cuando el que manda no es esclavo de ninguna pasión, cuando da ejemplo de todo lo que enseña y preconiza, no imponiendo al vulgo leyes que es él mismo el primero en no respetar, sino ofreciendo como una ley viva la propia existencia a sus conciudadanos? Si fuese un hombre solo bastante para todo, sería innecesario el concurso de los demás; así como si todo un pueblo pudiese verle y escucharle, dispuesto a la obediencia, no pensaría en escoger gobernantes. Las dificultades de un! a sabia determinación hacen pasar el poder de manos del rey a las de la aristocracia, así como la ignorancia y la ceguera de los pueblos transmiten la preponderancia de la muchedumbre a la de un corto número. De este modo, entre la impotencia de uno solo y el desenfreno de la plebe, la aristocracia ha ocupado una situación intermedia que, conciliando todos los intereses, asegura el bienestar del pueblo; mientras ella vigila el Estado, los pueblos gozan necesariamente de la tranquilidad, arrojándose en brazos de hombres que no se expondrán a escuchar la acusación de descuidar un mandato de tal naturaleza. En cuanto a la igualdad de derecho o de la democracia, es una quimera imposible, y los pueblos más enemigos de toda dominación y todo yugo han conferido los poderes más amplios a algunos de sus elegidos, fijándose con cuidado en la importancia de los rangos y en el mérito de los hombres. Llegar en nombre de la igualdad a la desigualdad más injusta, colocar a igual altura al genio y a la multitud que componen un pueblo, es suma iniquidad a que no llegará nunca ninguno donde gobiernen los mejores, esto es, una aristocracia. Esta es, poco más o menos, Lelio, la argumentación de los partidarios de tal forma política.
XXXV.—LELIO.—Pero tú, Escipión, de estas tres formas de gobierno, ¿cuál juzgas preferible?
ESCIPIÓN.—Con razón me preguntas cuál de las tres es preferible, porque aisladamente no apruebo ninguna de ellas y prefiero un gobierno que participe de todas. Si tuviese que elegir pura y simplemente, mis primeros elogios serían para la monarquía, con tal de que el título de padre fuese inseparable del de rey, para expresar que el príncipe vela por sus conciudadanos como por sus hijos, más preocupado de su felicidad que de la propia dominación, dispensando una protección a los pequeños y los débiles, gracias al celo de ese hombre esclarecido, bueno y poderoso. Vienen luego los partidarios de la oligarquía, pretendiendo hacer lo mismo y hacerlo mejor; dicen que hay más clarividencia en muchos que en uno solo, y prometen además la misma buena fe y la misma equidad; he aquí el pueblo, por último, que en voz alta declara que no quiere obedecer ni a uno ni a muchos, que hasta los mismos animales aman la libertad como el más dulce de los bienes y que se carece de ella, tanto sirviendo a un rey como a los nobles. En resumen: la monarquía nos llama por la afección, la aristocracia por la sabiduría, el gobierno popular por la libertad; elegir entre estos tres sistemas de gobierno es muy difícil.
Marco Tulio Cicerón
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