Fichero

LEA, por favor

Es del año 1986 que data la obra Dominación y Acuerdo. de Dolf Sternberger, que para algunos es uno de los fundadores de la «politicología» alemana y para otros un «crítico cultural» de grandes agudeza y penetración. Nacido en Wiesbaden el 28 de julio de 1907 y fallecido un día antes de su cumpleaños en Francfort del Meno en 1989, Sternberger alcanzó un merecido prestigio con su ya clásico libro Fundamento y Abismo del Poder.

Dominación y Acuerdo, del que ha sido extraída la Ficha Semanal #40 de doctorpolítico, es en verdad una colección de ensayos independientes en torno a la oposición entre el acuerdo puro de hombres libres, «sin participación o intervención de dominación alguna», y la dominación extrema ejemplificada en el Leviatán de Hobbes. En el prólogo escribe acerca de esta última: «En esta figura del Estado, toda personalidad es eliminada, la pluralidad y variedad de los sujetos que—como lo quiere la teoría, como una especie de leyenda racional—se han unido en el Estado, se presentan sólo como una sinuosidad o como una única excrecencia monstruosa y ella es la que ejerce el poder total, sin competencia».

La ficha como tal, bastante más extensa que lo que lo han sido las precedentes de esta serie, contiene íntegramente el ensayo-capítulo Las elecciones como acto de gobierno ciudadano. La decisión de citarla en su totalidad obedece a la convicción de que el razonamiento de Sternberger es plenamente pertinente al caso venezolano, por lo que hubiera sido una mengua mutilarlo. El texto se centra sobre el momento crucial del ascenso al poder de Adolfo Hitler en 1933, a raíz de resultados electorales limpios que significarían el fin de la República de Weimar, el ensayo constitucional emprendido por Alemania al desmoronarse la dominación de la dinastía Hohenzollern con el desenlace de la Primera Guerra Mundial.

Hay cosas, sostiene el autor, que no pueden ser enajenadas. Algún obrero desprevenido pudiera firmar para una empresa voraz una constancia de que renuncia a sus derechos laborales especificados por ley. Un documento tal no tendría validez, porque tales derechos son irrenunciables. Así tampoco es transferible al Estado la condición originaria e individual de ciudadano, por lo que cualquier república fundada en esta alienación cívica carecerá de legitimidad.

Es un ensayo magnífico y claro, uno de los mejores en un libro que escogió como epígrafe un verso de la Escena Tercera de la Antígona de Sófocles, el que dice simplemente así: «Un Estado no es algo que sea propiedad de un solo hombre».

Algo larga, pues, esta ficha de hoy, pero sin desperdicio alguno. LEA

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Democracia sin demócratas

«Todo poder político emana del pueblo», se dice en la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania en su artículo 20. ¿Quién es el pueblo?

Difícilmente haya un concepto más ambiguo en el mundo conceptual político que el de pueblo; difícilmente exista una palabra que despierte asociaciones o recuerdos más diferentes, más opuestos, que haya encendido al mismo tiempo más entusiasmo y más desprecio, que haya provocado tanta polémica.¿Qué es lo que nos resuena cuando se pronuncia esta palabra?: el populus en la orgullosa fórmula Senatus Populusque Romanus, al mismo tiempo la plebs, como la clase más baja de este populus, hasta la masa común, el vulgus, que despertaba el desprecio y hasta el odio estético-aristocrático en el famoso verso de Horacio odi profanum vulgus et arceo y de tantos sucesores de iguales o similares convicciones, también entre los poetas, hasta nuestro tiempo. De populus, de la palabra, deriva no sólo etimológicamente el people inglés con su característico, inimitable, incomparable doble significado plural-singular: «el pueblo», pero también «la gente»; es uno, pero no sólo uno sino también una pluralidad, un conjunto de personas, una multitudo, como se decía en el lenguaje medieval. Y deriva también el peuple francés, le peuple. Y cuando suena esta transformación en un idioma nacional, nos invade el recuerdo del pueblo de la Revolución Francesa, el pueblo de París asaltando La Bastilla, liberando presos y acompañando después los carros del verdugo, le peuple, la plebe. Y se nos vienen a la mente significados tan cambiantes como los que están encerrados en la palabra «comunidad popular». Idílico a primera vista, la imagen de un ente que siente que por naturaleza es una unidad, cantando canciones «populares», bailando danzas «populares», usando trajes «populares», pero que luego muestra otro rostro, una caricatura fea, organizando, formándose en columnas y pisoteando con botas aquello que es excluido de esta desvanecida y autoidolotrada comunidad natural, minorías creadas por la arbitrariedad de la ira y destrozadas por encontrarse fuera de la «comunidad popular».

Tantos rostros y todavía muchos más tiene el pueblo; tan sólo he sugerido significados y relaciones específicamente políticos; tantos tonos y disonancias, imágenes, procedimientos, juicios, resuenan cuando se pronuncia la palabra «pueblo»; todo un coro confuso de voces, talantes, corrientes, opiniones, actos, dignos e indignos, confiados y escépticos, nobles y vulgares.

¿Quién es el pueblo? ¿Quién es este pueblo, del que, según la frase de la Constitución, debe emanar todo poder político? Ciertamente no es el pueblo natural, pre-estatal, de la comunidad popular; ciertamente no es la plebe y el conjunto más bajo de la población, no es el pueblo biológico, pero tampoco, o sólo marginalmente, el pueblo histórico, el pueblo alemán, no es la muchedumbre y tampoco la nación, sino el pueblo constitucional que, por así decirlo, sólo y justamente entra en existencia cuando es llamado por su nombre por la Constitución o por la en ella articulada fundación del Estado. Es el pueblo de los ciudadanos, de los ciudadanos presentes y futuros, reales y posibles de este Estado. Los comentarios de la Ley Fundamental coinciden con esta interpretación de la frase y las palabras del artículo 20. Mangoldt habla de la «totalidad de los ciudadanos», algo que, naturalmente, es o se ha convertido en una expresión desagradable que preferimos evitar. Lo más correcto sería, si todavía hablásemos en latín, dar nueva vida a la fórmula medieval de la universitas civium, de la universalidad de los ciudadanos. Este es el pueblo de la Ley Fundamental. Y, al expresar y formular tal definición, se vuelve al mismo tiempo claro que la llamada declaración de la soberanía popular posee, en verdad, no sólo un poder declarativo sino, al mismo tiempo, postulativo y un contenido postulativo, que aquí no sólo se refuerza una doctrina, sino que se plantea una exigencia, se formula una invitación: ¡Conviértete en ciudadano! La invitación de ser o convertirse en ciudadano, civis, polites, y, en tanto tal, participar en la conformación del Estado, es decir, cogobernar.

¿Quién es el pueblo? La respuesta reza pues: la totalidad de los ciudadanos del Estado. Y cuando se dice que todo poder político emana del pueblo se infiere de aquí que el Estado se derrumbaría y sucumbiría si el pueblo dejara de ser la totalidad de los ciudadanos, si el pueblo ya no estuviera formado por ciudadanos o si estos ciudadanos renunciaran a su sentido ciudadano, a su cualidad ciudadana, más aun: a su cargo ciudadano, a su cargo político ciudadano. Quien no quiere que el Estado se conserve, se dice en un bello pasaje del Defensor Pacis de Marsilio de Padua, «se cuenta entre los esclavos, no entre los ciudadanos». Y en este sentido, Marsilio cita también la Política de Aristóteles: «La parte de la ciudadanía que desea que se conserve el Estado tiene que ser más fuerte que la que no lo desea». Esto suena muy simple y elemental, y lo es también, pero no por ello es y ha sido evidente en todo momento y tampoco, sobre todo, fácil de realizar. De la República de Weimar se ha dicho que fue una república sin republicanos, una democracia sin demócratas. Al final—para usar las palabras de Marsilio o Aristóteles—la parte de la ciudadanía que quería conservar el Estado—y esto significa: que lo quería realmente—no era justamente la parte más fuerte sino la más débil y, por ello, verdaderamente sucumbió este Estado. Y al final, si no una mayoría numérica, sí una muy considerable minoría numérica del pueblo, es decir, del pueblo constitucional de la República de Weimar, se desprendió de su propia calidad ciudadana, de su cargo ciudadano y, con ello, de su poder político.

Este ejemplo admonitorio y terrible debe ser considerado con algún detalle, a fin de reforzar indirectamente el exacto sentido político del pueblo. En las elecciones para el Reichstag de marzo de 1933, el partido de Hitler logró el 43,1% de los votos, en aquellas elecciones que fueron las últimas relativamente libres—libres en un sentido limitado—que registra la historia. Y, por eso, una serie de autores, entre ellos también extranjeros como, por ejemplo, Allan Bullock, han señalado como un hecho notable, a remarkable fact, y esto significa a la vez un hecho que descarga al pueblo alemán que—no obstante todo el despliegue de seducciones y amenazas, de propaganda y terror—no le dio a Hitler la mayoría a la que había aspirado. Es más bien un asunto de ponderación el que uno quiera entregarse más a la satisfacción que estas cifras pueden procurarnos, en la medida en que se mantuvieron por debajo de la marca del 50%, o el que uno ceda a la amarga pesadumbre que estas mismas cifras provocan en nosotros, en la medida en que valen para más de los dos quintos y no mucho menos de la mitad de los electores alemanes vivientes. Al final, es una cuestión de decisión personal—también del tipo y grado de la participación personal—el que uno quiera considerar aquella raya designada en la escala con la cifra 50% como un criterio decisivo o como un dato casual y una asignación arbitraria.

Desde luego, para Hitler era una necesidad y una ambición calentar el agua del movimiento de votos de forma tal que hirviera y rebasara esa marca. Pero, esto no debe confundirnos. Su fantasía de un voto de confianza del pueblo mayoritariamente plebiscitario no se realizó; en todo caso, mientras existió la competencia electoral y mientras el secreto del voto estuvo, de alguna manera, garantizado. Pero, ¿qué hubiera sido diferente si en las elecciones del Reichstag del 5 de marzo de 1933 los nacionalsocialistas hubieran obtenido no el 43% sino, digamos, el 53% o el 63% de los votos? ¿Qué es lo que hubiera sido diferente por lo que respecta a la legitimidad de la dominación de Hitler? Posiblemente él mismo hubiera reinterpretado—en el sentido de la carta abierta que le escribiera a Brüning en 1931—un tal resultado electoral como fundamento directo de su poder gubernamental y como la fuente finalmente abierta de su nueva legitimidad plebiscitaria; un tal resultado le hubiera, por ello, colocado en la situación de poder prescindir cómodamente del Reichstag y del presidente del Reichstag. Presumiblemente, a partir de la mayoría de los votos, hubiera justificado, con un giro de mano, la totalidad del ejercicio del poder. La carta a Brüning de diciembre de 1931 permite ver claramente el contexto:

Ud. se niega, como «hombre de Estado’» a admitir que si llegamos al poder por vías legales, podemos entonces quebrar la legalidad. Señor Canciller del Reich: la tesis fundamental de la democracia reza: todo poder emana del pueblo. La Constitución determina de qué manera una concepción, una idea y, por lo tanto, una organización, tiene que obtener del pueblo la autorización para la realización de sus objetivos. Pero, en última instancia, es el pueblo el que decide sobre la Constitución. Señor Canciller del Reich: una vez que el pueblo alemán haya autorizado al movimiento nacionalsocialista a introducir una Constitución totalmente distinta a la que hoy tenemos, Ud. no podrá impedirlo.

Aquí se aclara pues, por así decirlo, en un giro de parodia y revestimiento democráticos, la concepción del poder constituyente originario del pueblo, es decir, de la soberanía del pueblo en sí por encima de la Constitución. Así pues, en este sentido habría interpretado Hitler un mandato tal si en las elecciones del 5 de marzo de 1933 hubiese obtenido una mayoría absoluta. Y pregunto una vez más: ¿cuál hubiera sido la diferencia si este caso se hubiese producido? En verdad, tampoco una mayoría absoluta de votos hubiera podido modificar en nada la ilegitimidad objetiva del régimen de Hitler. Y aquí no queremos en absoluto insistir en la diferencia de que una elección de candidatos para el Reichstag no puede ni debe por su naturaleza ser un plebiscito o que, con otras palabras, el 5 de marzo de 1933 no había que decidir la cuestión de una reforma de la Constitución, sino de la asignación de bancas en el parlamento. En principio, naturalmente, lo que se discutía era un cambio de Constitución, la eliminación del orden constitucional vigente, y esta cuestión se presentaba al electorado de ese día sólo bajo el disfraz de una elección para el Reichstag. Y, por ello, puede decirse en descargo de los electores que no todos lograron reconocer la verdadera cuestión bajo este disfraz. Pero para poner en duda el efecto legitimante de un voto mayoritario no parto de razones tan finas sino de una razón mucho más drástica y burda. Ni con el 40% ni con el 50% o el 60% de los votos, ni sobre la base de una mayoría o de una minoría, desde luego apreciable, Hitler no podía nunca legitimar su combinado golpe de Estado (para usar una expresión de Hermann Rauschning) o su usurpación disfrazada con el número de los votos; y ello no podía hacerlo porque ni siquiera la mayoría absoluta de quienes lo apoyaban hubiera estado en condiciones de ocultar o acallar la falla fundamental que afectaba este tipo de aprobación. Podía, por cierto, expresar una confianza, pero nunca podía ser interpretada como una delegación y ésta es una distinción decisiva. Una elección libre, si es que en ella ha de haber una fuerza justificante, que fundamente un órgano, no puede representar sólo aprobación, tampoco sólo confianza, sino también delegación o entrega, trust, tiene que esperar delegación y ser garantizada como tal.

Delegación es algo diferente a autorización. Delegación no es autorización para todo y para cada cosa que se le pueda ocurrir al candidato o al gobernante. El acto de delegación presupone la identidad del cargo que ha de ser ocupado y que es delegado justamente al elegido. Pero, lo que es más importante aun, el acto de la delegación, si es que ha de legitimar al gobernante, presupone que, después de un cierto plazo, el mandato puede ser revocado. Delegar no es enajenar. El principio de legitimidad de las elecciones libres no puede ser tampoco confundido o mezclado con el principio religioso de la fe incondicionada en el sentido de la frase: «¡Arrojad vuestras preocupaciones sobre Él, Él las aliviará!» En la medida en que no exista una garantía de que el poder habrá de volver a quienes, a través de su acto electoral, después de una decisión libre lo han delegado en un candidato para el gobierno, la elección no puede conferir legitimidad al ejercicio de su función. La identidad del cargo y el carácter de la delegación o de la plenipotencia: ambos rasgos esenciales son propios del libre acto electoral en la medida en que este acto electoral libre no es tan sólo una técnica de designación, sino que ha de ser un fundamento efectivo de la legitimidad. Esto es evidente y manifiesto y es también tenido en cuenta cada vez que se exigen elecciones libres como fundamento de legitimidad y se lo pretende honestamente. Y en estos dos elementos del acto electoral tenemos en mira, por así decirlo, el mínimo de contenido constitucional que le es inherente. Cuando faltan estos dos elementos, la identidad del cargo y el carácter de encomienda temporalmente limitada, falta la legitimidad, por más cuidadosamente que puedan respetarse legalmente las prescripciones procedimentales del respectivo sistema constitucional. Hitler no dio ni una garantía de conservar el cargo de canciller en sus límites y competencias, ni tampoco dejó abierta la perspectiva de que habría de devolver su mandato una vez cumplido el plazo debido. Por el contrario, no dejó ninguna duda de que habría de ampliar su cargo en un sentido autoritario y que, en caso de conseguirlo, conservaría también su poder. Su lucha contra el «sistema» estaba totalmente guiada por este tono y, en esta medida, no engañó por cierto al pueblo alemán o a la considerable muchedumbre de sus partidarios y electores. Quienes lo seguían y aprobaban estaban o bien poseídos del deseo de conferirle una dominación temporalmente ilimitada y de participar en ella ellos mismos o no les importaba si esta autorización, si esta plenipotencia, alguna vez habría de volver a quienes la habían otorgado.

Así pues, con ojos videntes o ciegos, todos los que le dieron su voto a él y a su partido sacrificaron, en realidad, su derecho electoral en el mismo momento en que lo ejercieron. Los electores de Hitler eliminaron, al elegirlo, no sólo el texto y el sentido de la Constitución de Weimar—esto no sería lo peor—sino que renunciaron a su calidad de ciudadanos, y esto es lo que importa, de acuerdo con nuestra definición del concepto de pueblo constitucional. Renunciaron a su calidad de ciudadanos, se autoeliminaron como sujetos políticos. Su voto no estaba destinado a encomendarle a Hitler el cargo dirigente sino a dejar el Estado en sus manos. Tan sólo actuaron como electores, se disfrazaron de electores, pero no lo fueron.

Dolf Sternberger

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