Fichero

LEA, por favor

En tiempos cuando es de estilo—político que no lo practique es tenido por bobo—el autobombo y la procura del elogio desmedido hasta los límites del culto a la personalidad, sorprende recordar que uno de los más importantes documentos de la historia política de la humanidad, un cierto Discurso de Despedida, fuera publicado el 26 de septiembre de 1796 en el Independent Chronicle de Boston bajo el acápite de Miscelánea. El título mismo del texto a seis columnas era: Declinación del Presidente: al Pueblo de los Estados Unidos. Se trataba nada menos que de la manifestación política testamentaria del «Padre» de los Estados Unidos, de su primer Presidente, de George Washington, de su Farewell Address, a siete días de su primera publicación en Filadelfia.

Washington se hallaba próximo al término de su segundo período presidencial, y en vez de intentar la perpetuación de su poder hasta el 2021, optaba por alejarse de él y dar paso a nuevos gobernantes. Ya había creído poder hacerlo al cabo de su primer lapso constitucional; de hecho, notas que le preparara James Madison al efecto cuatro años antes, fueron desempolvadas para la redacción de éste su discurso del adiós. (Con las notas de Madison a la mano, Washington preparó una nueva versión del discurso, que recibió sugerencias de Alexander Hamilton y también de John Jay. Nunca fue dicho oralmente). Al exponer sus razones para no pretender el tercer período como Presidente que no pocos le exigían, Washington explicó: «Al tiempo que la escogencia y la prudencia me invitan a abandonar la escena política, el patriotismo no me lo prohíbe».

El gran general y patriota declinaba, pues, la oportunidad cierta de perpetuarse, y aprovechó la ocasión para desgranar sus postreros consejos, dirigidos a sus «Amigos y Conciudadanos». (Friends and Fellow-Citizens). La Ficha Semanal #49 de doctorpolítico contiene buena parte de la sección que Washington dedica al tema de la política exterior de la nación naciente. La médula de ella es la insistente advertencia de Washington en contra de tanto una desmedida animosidad hacia otra nación, como de un excesivo apego a algún país extranjero. Parecieran haber sido escritas sus palabras para alertar respecto de la actual política exterior oficial de Venezuela—agresiva contra los Estados Unidos, obsecuente e infatuada con Cuba—pero también respecto de quienes son igualmente extremistas y de signo contrario. Algunos venezolanos en el exterior, por ejemplo, convocaron para el 5 de junio una manifestación en Fort Lauderdale, «de respaldo a la Secretaria de Estado Ms Condoleeza Rice, y de protesta contra las violaciones a la Carta Democrática de América por el gobierno autoritario de Hugo Chávez Frías». Si el gobierno de este ciudadano ha establecido una enfermiza relación con el régimen dictatorial de Fidel Castro, también hay, tristemente, quienes buscan la solución a nuestros problemas mediante pleitesía al lamentable gobierno de George W. Bush y añoranza de su intervención. El Padre de los Norteamericanos desaconsejaría estas actitudes simétricas.

Nadie menos que Simón Bolívar portaba, colgado del cuello, un medallón con la efigie de Washington que los herederos de éste le obsequiaron. Así manifestaba su admiración por el héroe norteño. Del Farewell Address, de esta «mirada del adiós» que no es la policial de Ross MacDonald, dijo Henry Cabot Lodge: «…ningún hombre legó jamás un testamento político más noble». Es ciertamente, un agudo contraste de sentimiento y disposición con las pretensiones de personalidades menores, que se han abandonado a la megalomanía y el incienso de los adulantes.

LEA

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La mirada del adiós

Observen buena fe y justicia con todas las naciones; cultiven la paz y la armonía con todas. La religión y la moralidad prescriben esta conducta y ¿pudiera ser que no la ordenase igualmente la buena política? Será digno de una nación libre, ilustrada, que será grande en tiempo no muy distante, ofrecer a la humanidad el ejemplo magnánimo y novísimo de un pueblo guiado siempre por una justicia y una benevolencia exaltadas. ¿Quién puede dudar de que en el curso del tiempo y de las cosas los frutos de un plan así compensen ricamente cualesquiera ventajas temporales que pudieran perderse por una adhesión estable al mismo? ¿Sería posible que la Providencia no hubiera enlazado la felicidad permanente de una nación con su virtud? El experimento, al menos, está recomendado por todo sentimiento que ennoblece a la naturaleza humana. ¿Se hará, ay, imposible por sus vicios?

Para la ejecución de tal plan, nada tan esencial como excluir las antipatías permanentes e inveteradas contra naciones particulares, y adhesiones apasionadas con otras, y cultivar en lugar de eso sentimientos justos y amistosos para con todas. La nación que se entrega al odio o a la predilección habitual de otra es en cierta medida una esclava. Es una esclava de su animosidad o de su afecto, siendo suficiente una u otra cosa para desviarla de su obligación y su interés. La antipatía de una nación hacia otra la dispone con mayor facilidad a ofrecer insulto y agravio, a valerse de ligeras causas de resentimiento, y a ser altanera e intratable cuando sobrevienen motivos accidentales o triviales de disputa. De aquí surgen frecuentes colisiones, confrontaciones tercas, envenenadas y sangrientas. La nación, movida por la mala voluntad y el resentimiento, impulsa a veces al gobierno a la guerra, en contra de los mejores cálculos de la política. El gobierno a veces participa en esta propensión nacional, y adopta a través de la pasión lo que la razón rechazaría; en otras instancias somete la animosidad de la nación a proyectos de hostilidad instigados por el orgullo, la ambición y otros motivos siniestros y perniciosos. A menudo la paz de las naciones, algunas veces quizás la libertad misma, han sido la víctima.

Asimismo, una vinculación apasionada de una nación a otra produce una variedad de males. La simpatía por la nación favorita, que facilita la ilusión de un interés común imaginario donde verdaderamente no existe ningún interés común real, e infundiendo en la una las enemistades de la otra, traiciona a la primera haciéndola participar en las querellas y guerras de la segunda sin motivo ni justificación adecuadas. Esto conduce igualmente a conceder a la nación favorita privilegios que se niega a otras, lo que puede perjudicar doblemente a la nación que hace las concesiones, al desprenderse innecesariamente de lo que debiera haber conservado, y al excitar los celos, la mala voluntad y la disposición a tomar represalias en aquellos a quienes se rehúsa iguales privilegios. Y también ofrece a ciudadanos ambiciosos, corruptos o engañados (que se consagran a la nación favorita), facilidades para que traicionen o sacrifiquen los intereses de su propio país sin ser odiados, a veces incluso con popularidad, revistiendo, con las apariencias de un sentido virtuoso del deber, una elogiable deferencia hacia la opinión pública, o un laudable celo del bien público, las viles o necias exigencias de la ambición, la corrupción o la infatuación.

Como avenidas de la influencia extranjera en formas innumerables, tales adhesiones son particularmente alarmantes para el patriota verdaderamente ilustrado e independiente. ¡Cuántas oportunidades ofrecen para sobornar las facciones domésticas, para practicar las artes de la seducción, para extraviar a la opinión pública, para influir o intimidar a los Consejos Públicos! Una adhesión tal de una nación pequeña o débil, a una grande y poderosa, condena a la primera a ser un satélite de la otra.

Contra las insidiosas estratagemas de la influencia extraña (les conjuro a creerme, conciudadanos) debe estar constantemente alerta el celo de un pueblo libre, puesto que la historia y la experiencia demuestran que la influencia extraña es uno de los enemigos más funestos del gobierno republicano. Pero, para que sea útil, este celo debe ser imparcial, so pena de que se convierta en el instrumento de la influencia misma que ha de evitarse, en vez de una defensa contra ella. La excesiva parcialidad por una nación, así como la excesiva aversión a otra, hacen que aquellos a quienes afectan sólo vean el peligro por un lado, y sirven como velo, y aun de ayuda a las artes e influencias del otro lado. Los verdaderos patriotas, que resisten las intrigas de la nación favorita, se exponen a hacerse sospechosos y odiosos, mientras los instrumentos de ésta, y aquellos que la siguen ciegamente, usurpan el aplauso y la confianza del pueblo cuando abdican sus intereses.

Nuestra gran regla de conducta en lo que atañe a las naciones extranjeras es que, al extender nuestras relaciones comerciales, tengamos con aquellas tan poca conexión política como sea posible. Ya que para estos momentos hemos contraído compromisos, permitamos que se cumplan con perfecta buena fe. Detengámonos aquí.

George Washington

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