Fichero

LEA, por favor

A mi gusto, el autor de Venezuela: identidad y ruptura, Don Ángel Bernardo Viso, es uno de los más finos y profundos intelectuales venezolanos del siglo XX. Abogado de profesión, docente universitario, hombre público, escritor de poesía, novela y ensayo, es autor de prosa penetrante y sincera, culta y universal.

Tomé contacto mediato con él gracias a una ocurrencia de Andrés Sosa Pietri: a fines de 1984 me pidió que le «sacara» una revista de sus empresas para imprimir y repartir en Navidad. La premura de las fechas impuso una estrategia: trabajar con textos existentes, pues exigirlos frescos haría imposible el cumplimiento de la meta decembrina. Fue así como Andrés solicitó a su ilustre primo, Don Arturo Úslar Pietri, alguna cosa que tuviese escrita sobre el tema de la unidad de los pueblos hispánicos. Don Arturo tenía por fortuna a la mano el texto inédito de una conferencia suya en la Casa de Venezuela de Santa Cruz de Tenerife. Por mi lado aporté la costura de una extensa carta al Dr. Arturo Sosa, hijo, y una conferencia presentada en Filadelfia ante el Instituto Internacional de la Predicción.

Las posturas expresadas en ambos documentos eran grandemente coincidentes, pero decidimos someter tres preguntas sobre la posibilidad y deseabilidad de una unión política de los pueblos ibéricos, a un panel de cuatro personas: los ingenieros Hermann Roo Gómez y Ángel Padilla Villate, y los abogados Diego Bautista Urbaneja y Ángel Bernardo Viso. Todos, menos Viso, se atuvieron al cuestionario para remitir sus contribuciones. El Dr. Viso, en cambio, produjo un texto de gran concisión y admirablemente escrito. Él no creía en la factibilidad de la unión que el Dr. Úslar y el suscrito defendíamos.

Pero la honestidad y la hermosura de las palabras de Ángel Bernardo Viso, aun siendo contrarias a mi prescripción, no hicieron otra cosa que aumentar mi admiración por su espíritu y su pluma. En unas «memorias prematuras» que finalicé el lunes de carnaval de 1986, registré así la experiencia: «Para mí resultó sorpresivo pero explicable el texto de Ángel Bernardo Viso. Viso considera la unión política hispánica algo imposible. «La realidad económica, geográfica y política nos condena a vivir separados». Imprimimos su hermoso texto separado del resto de textos críticos que solicitamos. Yo había leído unos años antes su importante libro, «Venezuela, identidad y ruptura», y había supuesto que por las intuiciones que dicho libro dejaba traslucir reaccionaría entusiastamente a las proposiciones de Úslar y a las mías. Me pareció que lo que escribió para ‘Válvula’, en su terrible eficacia argumental, era indicador del dolor que padecía un sensitivo hombre que desearía la unión y la considera infactible».

La primera parte, pues, de esta Ficha Semanal #54 de doctorpolítico es ese admirable texto del Dr. Viso. En mi fuero interno intenté salvarme de su eficaz y poderosa retórica diciéndome que yo no proponía la resurrección de un imperio muerto, sino un negocio a futuro. De hecho, la revista mencionada incluyó también una refutación mía—al estilo de las réplicas en Scientific American que se ofrece a los articulistas que han sido objeto de crítica—al aporte del Dr. Urbaneja, el otro abogado del panel, que había escogido específicamente meterse conmigo. (Hace ya bastantes años que escuché del Presidente de Reichold Chemical International la siguiente queja: «Preferiría contar para cada problema con veinte soluciones, pero en mi empresa tengo muchos abogados que para cada solución son capaces de encontrar veinte problemas». Por supuesto, también el Dr. Úslar era abogado). En esa refutación a Urbaneja escribí: «No se trata de ‘reconstituir’ un imperio ni de justificarnos como museo en una eterna reiteración adoratriz de los panteones. El futuro no es historia todavía, por lo que una justificación por el futuro difícilmente puede justificar históricamente nada».

Pero la belleza y el peso del texto de Viso siguen estando allí, como también sus claras razones. A la larga, puede que tenga, simplemente, la razón. Después de esa aventura editorial tuve la oportunidad de conocerle personalmente, gracias al enlace provisto por nuestro difunto amigo, el Dr. Adolfo Aristeguieta Gramcko. Antes, otro gran amigo prematuramente fallecido, el impar Ignacio Andrade Arcaya, me había obsequiado un pequeño libro del Dr. Viso: sus Memorias Marginales. (1991). Las «Memorias marginales de Pedro Mirabal» están construidas como una serie epistolar de veintitrés cartas escritas en Madrid, destinadas «a un amigo perdido de vista desde la juventud, y cuya respuesta no me alcanzará».

Como los veinticuatro preludios de Chopin, o los de El Clave Bien Temperado de Bach, cada una de las veintitrés cartas es una joya ensayística con peso propio. La elegancia de la escritura de Ángel Bernardo Viso se pone de manifiesto una vez más en todas ellas. Se seleccionó para la segunda parte de esta ficha dual los párrafos finales de la segunda de las epístolas de la colección, fechada en Madrid el 2 de abril de 1990, por una doble razón: primera, porque sigo peleando con él y creí encontrar en ella una contradicción a su escepticismo anterior, pues esta vez escribe: «Los americanos de origen español debemos recordar quiénes fuimos para estar en capacidad de decidir quiénes queremos ser». Esto es, ahora abría la puerta a la decisión intencional de nuestro futuro. La segunda de las razones es más simple: las últimas siete palabras de este segundo texto de Viso son un epigrama de altísima factura y profundidad asombrosa. Ellas solas revelan, del modo más escueto y potente, la triple cualidad de filósofo, historiador y poeta que es patente en el honrado discurrir de Ángel Bernardo Viso.

Se trata, como él mismo dice, de una «apología del coraje», rasgo que estima, apoyado en observadores externos, consustancial al carácter español. Yo le añadiría, como he discutido con Alfredo Fernández Porras, el rasgo de una innata elegancia, evidente en las letras y en la música y en la danza españolas, y hasta en el noble comportamiento de un caballero español jugador de bridge, como testimonia Víctor Mollo de Rafael Muñoz en The Bridge Inmortals. Como mana, sin que él pueda evitarlo, del verbo de Ángel Bernardo Viso. LEA

……

Un elegante coraje

SOBRE LA UNIDAD HISPÁNICA

Los países hispanoamericanos, y aún la propia España, son los restos de un naufragio ocurrido hace casi ya dos siglos: la desaparición violenta del imperio español, debido a la incapacidad de la monarquía borbónica de dar una respuesta positiva ante el embate de Napoleón, de las ideas revolucionarias francesas, y de las tendencias centrífugas nacidas en nuestros países. Preguntarse si es posible resucitar nuestra unidad política tiene tanto sentido como inquirir si se puede reanimar un sistema solar extinto desde un planeta que ya dejó de recibir la luz y el calor de una estrella ya muerta.

Desde luego, el mundo de la historia es más complicado que el de la astronomía: algo del calor común subsiste y es por eso que tenemos la inevitable tendencia a tratar de dar vida al viejo modelo, a resucitar el imperio perdido. Es el mismo impulso que llevó a Carlomagno a hacer el esfuerzo de reconstruir el imperio romano, y a muchos hombres del Renacimiento a creerse en los tiempos de la antigüedad clásica. Son inagotables los ejemplos de «renacimientos», pero todos están condenados de antemano al fracaso, porque ni a los hombres ni a los pueblos está dado reencontrar el tiempo perdido: como Adán y Eva, tenemos prohibido regresar al Paraíso.

Eso no significa que condene la idea de cultivar los rasgos comunes de nuestra herencia: el lenguaje, la religión, las costumbres. Pero debemos hacerlo a la manera de los nietos dispersos que se encuentran en el cumpleaños de la anciana abuela, o como los griegos se reunían en las fiestas de Olimpia, poniendo de relieve cuanto tenían de semejante y de diverso.

Para reunir de nuevo nuestras casas, construidas sobre las mismas bases, pero con estilos disímiles, tendríamos que tener una fuerza centrípeta capaz de superar a la otra, a la dispersadora, obra irreversible de la vida. Y esa fuerza tendría que nacer como nacen las cosas en la historia, de las invasiones, conquistas o anexiones. En cambio, pretendemos que la unidad nazca de unos cuantos espíritus románticos…

No. Nunca los ideales basados en nobles sentimientos han servido para construir países, federaciones o imperios. La realidad económica, geográfica y política nos condena a vivir separados. Al menos, enviémonos cartas o postales de tiempo en tiempo.

………

Madrid, 2 de abril de 1990.

Los americanos de origen español debemos recordar quiénes fuimos para estar en capacidad de decidir quiénes queremos ser. En vísperas de la Independencia, los habitantes de Buenos Aires, argentinos avant la lettre, dos veces derrotaron de manera decisiva a los ingleses, una de ellas conducidos por un francés hispanófilo: Liniers. Hace pocos años los generales argentinos tuvieron la osadía de intentar una aventura guerrera contra Inglaterra, sin darse cuenta de la mengua de sus fuerzas, y recibieron la peor de las humillaciones en las Malvinas. Vale la pena comparar esas dos guerras, separadas por alrededor de ciento setenta años, no sólo para medir el abismo tecnológico que nos separa de los pueblos civilizados, sino la patente declinación del coraje.

Los caudillos del siglo pasado, no obstante su personalismo desmedido y su frecuente logomaquia, tenían todavía una grandeza de alma y una virilidad dignas de mejores causas, mientras sus sucesores del siglo XX, los llamados caudillos civiles, no menos inmersos en combates puramente retóricos, ni menos movidos por razones personales, tienen la desventaja de haber perdido todo tipo de ilusiones desde el punto de vista ético, y de aceptar un pragmatismo que, cuando no lleva consigo una actitud corruptora activa, al menos implica la más completa resignación a un estado de cosas deplorable. En el clima creado por ellos no florece el coraje civil, como tampoco en el terror propio de las dictaduras; éstas han sido alabadas por haber puesto término a las guerras civiles, al sistema de los caudillos, sin darse cuenta de su carácter empobrecedor del intelecto y del orgullo viril; el servilismo de nuestros hombres públicos se origina en esas dictaduras, y el desarrollo de su exagerada capacidad de adulación.

Después de la Independencia, el escenario político hispanoamericano ha sido parecido al de un teatro de títeres; unos personajes minúsculos y pintorescos, casi siempre declamadores y grandilocuentes, dando saltitos a derecha e izquierda, como movidos por una fuerza que les es ajena, suelen representar una serie interminable de pantomimas, cuya trama es en esencia la misma, a pesar de la diversidad de títulos; pero mientras los títeres decimonónicos practicaban una retórica belicosa y reforzaban públicamente sus proclamas con frecuentes tiros de fusil, sus herederos de este siglo juegan más bien a la parodia de las democracias; y, cuando necesitan matar a alguien, prefieren contratar mercenarios o en todo caso ponerle silenciador a las pistolas.

Te preguntarás, a esta altura de mi escrito, el significado de mi apología del coraje, pero en verdad apenas pretendo indagar las razones de su mengua y sacar las conclusiones necesarias; en el momento de nuestra formación como pueblo, y en la historia de nuestros antecedentes antiguos, el denuedo era un hecho natural y su excepción era rara, igual que en todos los grupos señoriales. Cada una de las naciones surgidas del caos creado por el hundimiento del Imperio Romano quiso restablecerlo en su provecho y también construir dominios más allá de los mares; para ellas, el valor cívico y militar era solidario de su afán de dominación y de la raigambre de sus convicciones de toda índole, especialmente religiosas. Europa tiene miles de mártires de las más diversas causas y millones de héroes de las más injustas guerras.

Cuando Maquiavelo trató de forjar la unidad italiana, exaltó por igual la astucia y el denuedo guerrero, encarnados en sus dos grandes modelos, ambos ejemplares del tipo ibérico: César Borgia, el despiadado hijo de Alejandro VI—quien llegó a concebir el proyecto de repoblar Roma con colonos españoles—y el habilísimo Fernando de Aragón; el defensor del realismo político sostenía que era necesario un gran temple de carácter para la construcción y la defensa de la patria; pero esa antigua virtud («Virtù contro a furore//prenderà l’arme…»), defendida por el escritor florentino, no se extingue únicamente por obra de la volteriana ironía, sino a veces por la disgregación de las grandes unidades nacionales o imperiales, convertidas en jirones de castas o de grupos regionales sin entidad histórica propia, como ocurrió en América. «En la casa de mi padre todos los pasos tenían un sentido», dice el jefe árabe de Citadelle; si ese sentido se pierde, antes se ha podrido el imperio en el alma de los súbditos, no más dispuestos al sacrificio de la vida ni de los bienes propios para mantener la unidad que se desmorona; el coraje, en último término, es amor.

Ángel Bernardo Viso

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