Hace ya veinte años que Arturo Úslar Pietri marcara, ante una reunión del Grupo Santa Lucía, una importante diferencia cultural entre anglosajones del norte e hispánicos en América, mediante una observación sociológica muy ilustrativa. Úslar describía primero lo siguiente: los colonos de Norteamérica ocupaban tierras, las cercaban y comenzaban a producir. Luego colonos vecinos podían acordarse, tal vez, para la construcción de un granero común, y así lo erigían. También tendrían hijos, naturalmente, que tendrían necesidad de ser educados, por lo que se planteaban la construcción de una escuela y la contratación entre todos de una maestra. Probablemente las mujeres exigirían un poco de religión, y también en conjunto se agenciarían un predicador, a quien tendrían que proveerle una iglesia, que de inmediato edificaban. Poco a poco, pues algún comerciante general y un enterrador y un tabernero vendrían a instalarse no lejos de tales edificios, llegaban a tener un pueblo. García Márquez habría dicho que su «mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Así, había que nombrar al pueblo que ya existía: el hecho antes que la palabra.
En cambio—cambiaba Úslar de paisaje—venía por el valle de los caracas Diego de Losada a la cabeza de unos cuantos caballeros, más infantes, algún fraile y varios albañiles y otros artesanos, y se apeaba de su corcel, pendón en mano, para declarar solemnemente en medio de un terreno despoblado: «Esto es Santiago de León de Caracas». El verbo antes que la obra.
Destacaba de este modo uno de los más grandes maestros de los venezolanos la tendencia nominalista de nuestra cultura. Pudiera añadirse que es una conducta típica de los revolucionarios. Pocos políticos—hasta ahora Chávez y sus más aduladores acólitos ganan el derby—han superado a la Convención Nacional jacobina de la Francia de 1793, que consideró imprescindible al curso del país sustituir el calendario que usa todo el mundo por uno revolucionario. Los meses ya no se llamaban como los conocemos—enero (por Jano), febrero (por Febo), marzo (por Marte), etc.—sino Pluvioso (de lluvia), Vendimiario (de vendimia), Germinal (de germen o semilla), Termidor (de thermos o calor).
Juan Barreto, por tanto, no hace sino evidenciarse contagiado por el mismo virus nominalista revolucionario con su refundación de Caracas, en medio de los clichés más espantosos. (En su remitido periodístico no podía faltar la más manida frase de Simón Rodríguez: «O inventamos o erramos», sólo que Barreto escribe erróneamente con hache «herramos», lo que debe ser un uso igualmente revolucionario. Siempre he creído que los exégetas de Rodríguez incurren en contradicción flagrante, pues citar al pasado—a Rodríguez mismo—difícilmente puede tenerse por invención).
En esto, sin embargo, Barreto no hace otra cosa que remedar a su jefe, que es el gran nomenclador de la comarca. En medio de la desesperación que le produce la manifiesta ineficacia de su propio gobierno, la espantosa incompetencia de él mismo, Chávez vuelve a usar uno de sus muy poderosos pero escasos talentos y, como Losada, fabrica el nombre «Misión Vuelta al Campo» para un reflujo urbano-rural que no existe sino en su revolucionaria cabeza—después de que la semana pasada inventara la «Misión Negra Hipólita» para los niños callejeros abandonados y pedigüeños, que hace más de seis años prometió borrar de la faz de las ciudades (so pena de renunciar o, solución también nominalista, cambiarse el nombre)—y repite la etiqueta nominal de «socialismo del siglo XXI» para referirse a algo que es igualmente inexistente. (Y saluda la disposición de José Luis Betancourt a discutir el tema, no sin aclarar de inmediato que lo de socialismo va. Esto es, que al Presidente de Fedecámaras le queda la «discusión» acerca del modo y cronograma de su acatamiento al ucase socialista, que el autócrata ha decidido, sin el menor derecho, imponer a los venezolanos).
Tan marcado patrón de comportamiento es reproducido inevitablemente por lo que pudiéramos llamar, en terminología de páginas sociales, las «personalidades del régimen», sobre todo aquellas que parecieran estar buscando algún acomodo burocrático. Por ejemplo, Rigoberto Lanz en artículo publicado por El Nacional bajo el rico título «¿Cuál ciencia?» (Edición del 29 de julio, página A-11).
El artículo tiene por objeto justificar una ciencia revolucionaria, a partir de unas cuantas muy tajantes aseveraciones. Por ejemplo, comienza su ejercicio asentando (en descubrimiento del agua tibia): «…la gente hace lo que hace según el paquete de ideas que tiene en su cabeza». Tal vez Lanz no haya tenido noticia de que eso mismo ha sido pensado por siglos. Sin ir demasiado lejos, John Stuart Mill escribió sucintamente: «Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan». Claro, para la tendencia ideológica que Lanz defiende resulta algo incómodo eso de reconocer la precedencia intelectual de un gran liberal inglés.
Más adelante, prepara el terreno a su principal tesis mediante el correspondiente halago a la ministra Yadira Córdova (y su equipo), y media columna acerca de su propio (y destacado) papel en una reunión internacional organizada por el Ministerio de Ciencia y Tecnología «para debatir sobre los temas de las políticas públicas en este campo en el contexto de América Latina». (Se vende o posiciona Lanz: «Me tocó en esta reunión internacional hacer una presentación de los principales problemas con los que se topa el pensamiento crítico en Latinoamérica y su incidencia en el terreno de una política de ciencia y tecnología»).
Luego del autobombo dispara: «La cuestión esencial es que la ciencia no es un producto ‘universal’ ni ‘neutro’. La ciencia es un resultado cultural cargado de contenidos (unos y no otros)».
Lo que Lanz quiere explicarnos—»según el paquete de ideas que tiene en su cabeza»—a los comunes mortales, otra vez, no es nada nuevo. Tanto en el nivel conceptual como en el práctico-histórico, lo que Lanz anuncia ahora como gran novedad es asunto conocido: que puede establecerse relación entre la práctica científica y la ideología. Lanz estará pensando, sin duda, en las agendas de investigación prescritas en Occidente por lo que se ha denominado el «complejo industrial-militar». (Dwight Eisenhower). En cambio, quizás olvide la genética socialista de Lisenko en la Rusia stalinista, responsable de mucho fracaso agrícola revolucionario.
Creo poco probable que conozca observaciones como las de Paul Ricoeur en «Ciencia e Ideología»: «… la pretensión simultánea de trazar lo que Lenín llamaba la línea del partido entre esta ciencia y la ciencia burguesa, y concebir de esta manera una ciencia partidista en el sentido pleno de la palabra. Es ahí donde se encuentra el peligro de que la ciencia marxista se transforme en ideología según sus propios criterios. Con respecto a esto, el destino próximo del marxismo verifica los más sombríos temores; así el análisis en clases sociales, para no citar sino un ejemplo, y especialmente la tesis según la cual no hay fundamentalmente sino dos clases, después de haber sido una hipótesis de trabajo inmensamente fecunda, se convierte en un dogma que impide ver con nuevos ojos las estratificaciones sociales nuevas de las sociedades industriales avanzadas o las formaciones de clases, en un sentido nuevo del término, en las sociedades socialistas, para no hablar de los fenómenos nacionalistas que muy difícilmente se prestan a un análisis en términos de clases sociales… Más grave que esta ceguera ante lo real, la oficialización de la doctrina por el partido, provoca otro fenómeno grave de ideologización: del mismo modo que la religión ha sido acusada de justificar el poder de la clase dominante, el marxismo funciona como sistema de justificación con respecto al poder del partido en cuanto vanguardia de la clase obrera y con respecto al poder del grupo dirigente dentro del partido». (También pudiera recomendarse la lectura de Criticism and the Growth of Knowledge, obra editada por Imre Lakatos—seguramente de su gusto—y Alan Musgrave).
Obviamente, en la práctica de la ciencia hay aspectos y componentes «no universales». Como actividad humana, puede encontrarse en ella casi de todo, incluyendo una competencia no pocas veces sucia y desleal por alcanzar los máximos galardones. (Cf. La doble hélice, de James Watson). Pero no sé si el profesor Lanz encuentra poca universalidad en la determinación del genoma del Tripanosoma cruzi (que acaba de ocurrir) y propugna que no debe planearse la política sanitaria nacional con atención a este hecho, porque tal descubrimiento no sería «neutral» y tampoco «universal». Quizás quiera sostener que los teoremas de Gödel son ciencia burguesa, cuartorrepublicana, pues, y la climatología de Lorenz una creación superestructural con ánimo de sojuzgar a los yanomami.
Pero es que Lanz no deja, como digo, de ofrecer dictámenes finales, definitivos. Por caso: «En un país empeñado en generar un cambio esencial de toda su estructura…» ¿Es esa afirmación de Lanz en sí misma científica? ¿De dónde extrapola para aseverar que lo que pretenden Chávez y sus correligionarios es un empeño del país entero? ¿Basta su declaración dogmática y nominalista para que esto sea una verdad de su nueva ciencia?
Tal vez la clave pueda estar en que Rigoberto Lanz haya dado por fin con una técnica de investigación que sustituya con ventaja lo que él denuncia como «un fulano método científico». Lo cierto es, sin embargo, que a diferencia de este método, él no explica las prescripciones lógicas por las que arriba a tan pretenciosas nociones. Si algo precisa, como él dice que necesita la ciencia, una «crítica epistemológica» es justamente su somero modo de discurrir.
Porque entre otras cosas, es ese carácter de acumulación, de heredad que parece molestarle en la poca ciencia que hayamos hecho los venezolanos, lo que permite el growth of knowledge y hace innecesario que algún centro «científico» que Lanz pretenda dirigir tenga que inventar la rueda. Ni en la China milenaria y maoísta dejaron los científicos de calcular parábolas misilísticas según Newton—ya que Isaac habría sido cerebro pequeño-burgués y poco neutro—ni los cardiólogos cubanos andan en la necedad de encontrar una falta de universalidad en la Ley de Starling.
Estaré de acuerdo con una afirmación particular de Lanz: «No es posible construir una sociedad realmente emancipada con un modelo de ciencia que corresponde a la racionalidad de la dominación». Muy bien dicho. Es justamente un proyecto de dominación el chavista; es precisamente una «racionalidad» de la dominación la que caracteriza el injustificable sojuzgamiento fidelista, que tanto es celebrado en estos lares dominados por el régimen al que Lanz se ha adscrito con entusiasmo.
Mientras el profesor Lanz pierde el tiempo en ridiculeces epistemológicas, mientras sigue nadando—con mejor estilo que el presidencial, hay que reconocer—en el mar del nominalismo, las sociedades más avanzadas continuarán invirtiendo en el «fulano» modelo científico que critica pomposamente y continuarán sacándonos ventaja.
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