LEA, por favor
Es opinión del suscrito que uno de los más graves impedimentos a la solución de muchos entre nuestros problemas públicos es un insidioso desprecio por el pueblo venezolano. Se manifiesta, por ejemplo, en la típica comparación de nuestra sociedad con alguna otra—la de los Estados Unidos es un estándar favorito—para denigrar de lo venezolano. («En Miami no hay ni un papelito en la calle; en cambio aquí todo el mundo bota la basura que le da la gana»). El venezolano sería flojo, mal educado, económicamente desarreglado, abusador, etcétera. Según esta perspectiva, nuestros problemas sociales se deben a un defectuoso «material humano» de Venezuela.
Quienes aducen semejante explicación, usualmente en tono pontificante, no se incluyen, claro, en ese «material humano» degradado, marcado por una «huella perenne» que nos impediría genéticamente para acceder a niveles superiores de desarrollo. Son tan venezolanos como otros, pero no se describen a sí mismos, sino a una mayoría de sus compatriotas, que conforman una sociedad inferior en los que una cósmica mala suerte les puso a nacer.
En más de una ocasión he procurado salir al paso de tan infeliz caracterización. En diciembre de 1997 incluí el contenido de esta Ficha Semanal # 74 de doctorpolítico en un trabajo de 1997, bajo el pretencioso título «Si yo fuera Presidente», que seguramente nos remite a la película de Cantinflas, «Si yo fuera diputado». Intenta, pues, rebatir esa caricatura de país que abate la más firme de las autoestimas.
De un modo u otro la despreciativa imagen de lo venezolano penetra los discursos y los ademanes de muchos líderes, que debieran preguntarse si no es una postura tal la raíz de su ineficacia. Es un desprecio largamente sentido entre las gentes, y por eso cualquier demagogo que ofrezca la «dignificación» de «los excluidos» cosecha apoyos que parecen inexplicables.
En otra parte escribí: «Depende, por tanto, de la opinión que el líder tenga del grupo que aspira a conducir, el desempeño final de éste. Si el liderazgo venezolano continúa desconfiando del pueblo venezolano, si le desprecia, si le cree holgazán y elemental, no obtendrá otra cosa que respuestas pobres congruentes con esa despreciativa imagen. Si, por lo contrario, confía en él, si procura que tenga cada vez más oportunidades de ejercitar su inteligencia, si le reta con grandes cosas, grandes cosas serán posibles».
LEA
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Enfermedad autoinmune
A mediados de 1983, hace ya catorce años, se celebró una reunión privada de cinco muy importantes banqueros venezolanos, convocada para discutir un posible flujo negativo de caja de PDVSA que se proyectaba para fines de ese año, año electoral.
En medio de la discusión se pidió a los asistentes participar en un simple ejercicio, un sencillo juego, una adivinanza. El ejercicio consistió en leer las palabras textuales de un fragmento de discurso, y pedirles que intentaran identificar a quien las había dicho. Las palabras en cuestión se referían a un país y a sus hábitos económicos. El orador fustigaba a los oyentes y decía que en su país la gente se había endeudado más allá de sus posibilidades, que quería vivir cada vez mejor trabajando cada vez menos. Al cabo de la lectura los banqueros comenzaron a asomar candidatos: ¡Úslar Pietri! ¡Pérez Alfonzo! ¡Jorge Olavarría! ¡Gonzalo Barrios! No fue poca la sorpresa cuando se les informó que las palabras leídas habían sido tomadas del discurso de toma de posesión de Helmut Kohl como Primer Ministro de la República Federal Alemana.
El ejemplo sirvió para demostrar cuán propensos somos a la subestimación de nosotros mismos. Si se estaba hablando mal de algún país la cosa tenía que ser con nosotros. Al oír el trozo escogido los destacados banqueros habían optado por generar sólo nombres de venezolanos ilustres, suponiendo automáticamente que el discurso había sido dirigido a los venezolanos para reconvenirles. A partir de ese punto la reunión tomó un camino diferente.
Fue el maestro Augusto Mijares, en cuya reciente efemérides se le ha rendido toda clase de merecidísimos aunque póstumos honores, quien diagnosticó certeramente el daño que nos hacemos a nosotros mismos a través de la más despiadada autocrítica. En «Lo afirmativo venezolano», uno de sus más importantes ensayos, nos invitaba a fijarnos más bien en logros positivos de nuestros nacionales.
Y en este punto tienen especial capacidad de actuar positivamente los medios de comunicación social. Muy notorios ejemplos tenemos, lamentablemente, de medios de comunicación venezolanos que parecieran complacerse en la publicación de las lecturas más negativas, de las peores evaluaciones de nuestro país.
Este es un viejo problema y por cierto no es exclusivo de Venezuela. No fue precisamente en Venezuela donde el término amarillismo, referido a la prensa, fue acuñado, sino en los mismísimos Estados Unidos.
Hace nada que se ha producido un debate, perdido por el gobierno de Venezuela, en torno al inasible concepto de la llamada «información veraz». En efecto, el presidente Caldera quiso que la declaración de la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado que se celebró en la isla de Margarita a comienzos de noviembre de este año, contuviese una rotunda afirmación sobre el «derecho de los pueblos a la información veraz». Como es natural, la posición de los dueños de medios del continente se convirtió en una campaña en contra de tal concepto
Un enfoque distinto habría, posiblemente, redundado en resultados diferentes. En lugar de intentar la formulación de lo que es información veraz, noción harto difícil de establecer, ha podido hablarse de la información falaz, el concepto contrario, para establecer que una sistemática falsificación por parte de algún medio de comunicación debiera ser reprimida socialmente con mucha fuerza, tal como, por ejemplo, en otras latitudes se castiga drásticamente el delito de perjurio.
En todo caso, es necesario reinterpretarnos como nación y reexaminar nuestras vergüenzas, por cuanto encontraríamos que las evaluaciones negativas de nuesta conducta nacional han sido grandemente exageradas.
Y a veces llegamos tan lejos en este malsano deporte de la autodenigración que importamos «expertos» extranjeros para que nos regañen en nuestra propia casa. Así, por ejemplo, trajimos varias veces a un profesor norteamericano de economía que venía a restregarnos nuestra mala conducta económica y a denostar del país en general—«este país ha sido destruido en los últimos veinte años»—complaciéndose en presentar indicadores según los cuales Venezuela es poco menos que la escoria del planeta. Todo esto con el ánimo de vendernos su receta económica favorita. (Más tarde se descubrió que no era el desinteresado profesor universitario que venía del norte a salvarnos de nosotros mismos. El profesor en cuestión resultó ser un directivo de un fondo mutual norteamericano que poseía extensas inversiones en América Latina, incluyendo un 5% del total de sus activos en bonos Brady de la deuda pública venezolana).
No debemos permitir que se nos presente como lo peor del planeta porque se trataría de una terrible injusticia. Nadie niega, naturalmente, que Venezuela empezó a mostrar una conducta económica poco sana a raíz del boom petrolero de los setenta y comienzos de los ochenta. Pero es importante percatarnos de que en buena medida eso fue el resultado casi inevitable de un evento internacional fortuito que no fue provocado por nosotros: el embargo petrolero árabe de fines de 1973, que desencadenó la escalada en los precios internacionales del petróleo. Ese evento y ese proceso pueden ser analizados desde otra perspectiva menos abrumadora que la que habitualmente se nos endilga.
No hay duda de que estamos, con Venezuela, ante un caso agudo de sociedad que se siente culpable. Reiteradamente, la mayoría de los diagnosticadores sociales nos restriega la culpa de nuestra desbocada conducta económica en nuestro pasado inmediato. Esto viene haciéndose desde hace ya varios años de modo sistemático.
Pero esto no pasa de ser una exageración desmedida. No se trata de negar que se ha incurrido en conductas inadecuadas y hasta patológicas. Pero, en primer término, el proceso ha sido en gran medida eso: una patología. Como tal patología, la conducta social inadecuada puede ser juzgada con atenuantes. ¿Qué sociedad bien equilibrada no hubiera exhibido patrones de conducta similares a la de los venezolanos luego de la tremenda indigestión de moneda extraña que tuvo lugar durante la década de 1973 a 1983? ¿Qué conducta podía esperarse en una sociedad que, como la nuestra, ha retenido largamente la satisfacción de necesidades y se ve súbitamente anegada de recursos y posibilidades? Recuerdo una similitud de este comportamiento con la experiencia de aquellos campesinos que de repente eran llevados a los cursos de un mes de duración que patrocinaba el Instituto Venezolano de Acción Comunitaria, a comienzos de la década de los años sesenta, y que se enfermaban con la ingestión de tres comidas diarias, porque esta dieta era para ellos un salto enorme en la alimentación a la que estaban acostumbrados. O pienso en aquellos suicidios «anómicos» registrados por Émile Durkheim en Europa de fines de siglo, cuando una persona se quitaba la vida al experimentar un súbito desnivel entre sus metas y sus recursos, así fuera cuando el desequilibrio se produjese por la repentina y fortuita adquisición de una fortuna adquirida por herencia.
La dimensión del atragantamiento de divisas provenientes del negocio petrolero ha sido enorme. Bajo otra luz distinta a la que habitualmente se dispone para el análisis de este proceso, bien pudiera resultar que halláramos mérito en nuestra sociedad, pues tal vez nos hubiera ido peor con una menor capacidad de absorción del impacto.
En términos relativos, además, nuestra conducta se compara con similitud ante la de otros países. El Grupo Roraima, en importante trabajo de 1983 sobre la inadecuación de ciertos axiomas clásicos de nuestra política económica, no hizo más que constatar la semejanza de comportamientos de Venezuela con los de países que, con arreglo a otros indicadores, son normalmente considerados como más desarrollados que nosotros y que también experimentaron desajuste por las mismas razones. (Reino Unido, por ejemplo).
Esto es importante constatarlo, no para refugiarnos en el consuelo de los tontos, el mal de muchos, sino para salir al paso de muchas implicaciones, explícitas e implícitas, que suelen poblar la constante regañifa que, desde hace años, soporta el pueblo venezolano. Es decir, implicaciones que establecen comparación desfavorable de nuestra inadecuada conducta con la supuestamente regular conducta de países «realmente civilizados.»
Si el ingreso del gobierno Federal de los Estados Unidos se hubiese visto súbitamente multiplicado varias veces, como ocurrió con Venezuela a partir de 1974, la economía de ese país hubiera enfrentado importantes problemas. De hecho, es de destacar que los niveles del déficit fiscal norteamericano son objeto de fuertes críticas allá mismo, así como sus volúmenes de deuda pública y privada. (La revista TIME exhibió crudamente la conducta económica desarreglada de muy grandes contingentes de norteamericanos—empresas, personas naturales, gobierno—en un famoso artículo de 1982).
El desequilibrio del repentino recrecimiento de los ingresos del Estado venezolano como consecuencia de los aumentos de precio del petróleo entre fines de 1973 y comienzos de 1982, es sin duda una causa de grave desajuste, el que todavía estamos pagando. En el análisis de muchos críticos de nuestro país, sin embargo, tan importante factor brilla usualmente por su ausencia.
Más aún. Ya basta de hacer residir la explicación de estos hechos en una supuesta tara congénita del venezolano, en «huellas perennes», en la pretendida inferioridad del español ante el sajón, en la costumbre de la «flojera» indígena o la tendencia «festiva» del negro. Es necesario acabar con esa prédica, porque ella realimenta el síndrome de la sociedad culpable, que nos anula.
No resisto la tentación de repetir acá una anécdota hermosa que he mencionado en otras partes. Francisco Nadales nació en Cumanacoa, Estado Sucre, Venezuela. Pudo completar solamente una educación primaria, lo que no le permitió mejor empleo que el de obrero no calificado de la industria de la construcción. Una vez fue puesto, sin otra preparación previa, delante de un moderno computador personal. La pantalla mostraba una hoja de cálculo electrónica, en la que en breves segundos postuló, bajo instrucciones, una operación algebraica. Cuando la pantalla titiló mostrando el resultado, una sonrisa tan amplia como su cara demostró su alegría profunda, y la extensión de su súbita comprensión fue expresada en su inmediato comentario: «¡Hay que ver que el hombre es bien inteligente!»
Francisco Nadales hablaba, claro, del hombre que había sido capaz de concebir, producir y ensamblar la intrincada maraña de circuitos y componentes del computador que tuvo ante sí; del que había sido capaz de generar y enhebrar las numerosas líneas del código de programa que le permitió usar el álgebra por primera vez. Pero esa referencia no habría bastado para ampliarle la sonrisa de aquel modo. Francisco Nadales estaba también hablando de sí mismo. Francisco Nadales era ese hombre bien inteligente y Venezuela puede alcanzar ya, mañana mismo, un mejor y más significativo futuro.
Luis Enrique Alcalá
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