Fichero

LEA, por favor

La revista Scientific American ha hecho y hace una extraordinaria función civilizatoria. Establecida en 1845, reúne mensualmente un conjunto de artículos científicos de actualidad expuestos con el mayor rigor y seriedad, pero con intención divulgativa e idoneidad didáctica, junto con entrevistas, noticias, reseñas de libros y hasta una miscelánea recreativa. (Por caso, durante décadas Martin Gardner publicó una muy leída columna, Mathematical Games, en la que las ganas de pasar el tiempo «científicamente» no impidieron que más de una primicia lógica o matemática emergiera entre sus líneas).

Tal vez porque Scientific American se caracteriza por un sesgo preferencial hacia las «ciencias duras» (no trae muchos artículos en ciencias de la conducta individual o social), los editores de la revista decidieron producir una nueva publicación, Scientific American-MIND, dedicada a temas de psicología y algo de neurofisiología. Es del número 3 del Volumen 16 (noviembre 2005) de esta publicación que se construye la Ficha Semanal #75 de doctorpolítico y la de la semana que viene. Esto es, en dos entregas sucesivas, se transcribe acá una traducción del artículo The Psychology of Tiranny, por S. Alexander Haslam y Stephen D. Reicher. (El primero es profesor de Psicología Social de la Universidad de Exeter, Inglaterra; el segundo profesor de la misma disciplina en la escocesa Universidad de St. Andrews).

La longitud del trabajo exige esta división en dos entregas. La primera parte, publicada hoy, da cuenta de antecedentes en el estudio de la maldad grupal, a partir de observaciones que se remontan a la década de los cincuenta en el siglo pasado. No está exenta de revelaciones sorprendentes, las que en todo caso no son tan sorpresivas como las contenidas en la segunda parte, que será referida la semana que viene. (Como sugerente anticipo, esta perla, conclusión de un estudio de laboratorio—una prisión simulada—que los autores condujeron para la BBC de Londres: «Esperábamos que aquellos que habían apoyado a la comuna defendieran el arreglo democrático que habían establecido. Pero no ocurrió nada de esto. En vez de tal cosa carecían de la voluntad individual y colectiva para desafiar al nuevo régimen. Los datos psicométricos también indicaron que se habían hecho de persuasión más autoritaria y estaban más dispuestos a aceptar líderes estrictos».)

Se trata de un estudio miliar, que nadie interesado en lo político puede darse el lujo de desconocer. Debo a Luis Alejandro Aguilar el conocimiento del importante material.

LEA

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Psicología de la tiranía (I)

Hay imágenes de inhumanidad y atrocidad impresas en nuestro recuerdo. Hombres, mujeres y niños judíos pastoreados hacia cámaras de gas. Villorrios enteros destruidos por pandillas rampantes en Rwanda. El empleo sistemático de la violación y de la destrucción de comunidades como parte de una «limpieza étnica» en los Balcanes. La masacre de My Lai en Vietnam, el abuso de prisioneros iraquíes en Abu Ghraib y, más recientemente, la carnicería causada por los terroristas suicidas en Bagdad, Jerusalén, Londres y Madrid. Al reflexionar sobre estos eventos surgen preguntas inevitables: ¿qué hace a la gente tan brutal? ¿Está mentalmente enferma? ¿Es el producto de familias o culturas disfuncionales? O una pregunta más perturbadora aún, ¿es que cualquiera es capaz de ser colectivamente despiadado dadas las circunstancias adecuadas (o más bien inadecuadas)? La investigación más reciente, que incluye el experimento de psicología social más grande de las últimas tres décadas, provee una nueva ventana hacia estos acertijos.

Preguntas acerca de por qué los grupos pueden comportarse mal han impulsado algunos de los más significativos desarrollos en la psicología social en los 60 años posteriores al término de la Segunda Guerra Mundial. A partir de la necesidad de entender los procesos psicológicos que hicieron posibles los horrores del Holocausto, los científicos han querido saber cómo grandes contingentes de personas aparentemente civilizadas y decentes pueden perpetrar actos espantosos.

Inicialmente, los teóricos buscaron respuestas a la patología social en la psicología individual. En 1961, sin embargo, la historiadora y filósofa política norteamericana de origen alemán Hannah Arendt fue testigo del juicio en Jerusalén contra Adolf Eichman, uno de los principales arquitectos del Holocausto. Ella concluyó que el reo, lejos de exhibir una «personalidad pervertida y sádica» (como aducían los psiquiatras de la acusación), era más bien enteramente común y ordinario. Arendt se pronunció caracterizando a Eichman como encarnación de «la banalidad del mal».

El análisis de Arendt, publicado por primera vez en la revista New Yorker, fue considerado chocante y herético. Pero una serie de estudios conducidos por esa época apoyaban sus observaciones. En experimentos llevados a cabo en campamentos de verano en los Estados Unidos a fines de los cincuenta, Muzafer Sherif, un psicólogo social norteamericano de origen turco, encontró que escolares normales se hacían crueles y agresivos hacia antiguas amistades cuando se les ubicaba en grupos diferentes que tenían que competir por recursos escasos. Aun más sorprendentes eran los estudios de la obediencia realizados en la Universidad de Yale a comienzos de los sesenta por Stanley Milgram. Varones ordinarios y bien ajustados que participaron en un experimento ficticio sobre la memoria fueron instruidos para que administrasen choques eléctricos de magnitud creciente a otra persona que posaba como aprendiz. (En realidad el aprendiz, un cómplice del experimento, no recibía los choques). Sorprendentemente, todos los «instructores» se mostraron dispuestos a administrar «choques intensos» de 300 voltios, y dos terceras partes obedecieron todas las exigencias de los experimentadores, dispensando lo que creían eran descargas de 450 voltios. Los participantes continuaron repartiendo castigo incluso después de escuchar al aprendiz quejándose de problemas cardiacos y gritando en aparente agonía. Milgram concluyó: «El concepto de la banalidad del mal de Arendt se acerca más a la verdad que lo que uno se atrevería a imaginar»

La vívida culminación de esta línea de investigación fue el experimento de la prisión de Stanford, llevado a cabo en 1971 por el psicólogo de la Universidad de Stanford Philip G. Zimbardo y sus colegas. Los investigadores asignaron al azar estudiantes universitarios al papel de prisioneros o de guardias en una prisión simulada en el sótano del edificio de psicología del campus. El objetivo era el de explorar la dinámica que se desarrolló entre los grupos y dentro de ellos durante un período de dos semanas. El estudio mostró estas dinámicas en abundancia. En verdad, los guardias (con Zimbardo como su superintendente) ejercieron fuerza con tanta dureza que el estudio fue detenido después de sólo seis días.

Los experimentadores concluyeron que los miembros del grupo no podían resistir la presión de la posición social asumida y que la brutalidad es la expresión «natural» de roles asociados con grupos de poder desigual. En consecuencia, dos máximas que han tenido una inmensa influencia tanto al nivel científico como el cultural—y que son enseñadas como conocimiento recibido a millones de estudiantes en el mundo entero cada año—se derivan rutinariamente del experimento de Stanford. La primera es que los individuos pierden su capacidad de juicio intelectual y moral en los grupos; por consiguiente, los grupos son inherentemente peligrosos. La segunda es que hay un ímpetu inevitable en la gente de actuar tiránicamente una vez que son colocados en grupos y se les da poder.

El peso del experimento de Stanford reside tanto en sus dramáticos hallazgos como en las simples y rígidas conclusiones que de él se ha derivado. A lo largo de los años, sin embargo, los psicólogos sociales han desarrollado dudas acerca de la sabiduría recibida resultante.

En primer lugar, la idea de que los grupos con poder se vuelven tiránicos automáticamente ignora el activo liderazgo provisto por los experimentadores. Zimbardo decía a sus guardias: «Ustedes pueden crear en los prisioneros… hasta cierto punto un sentido de miedo, pueden crear una noción de arbitrariedad, de que su vida está totalmente controlada por nosotros… No tendrán libertad de acción, no pueden hacer o decir nada que no permitamos… Vamos a despojarles de su individualidad de varias maneras».

En segundo lugar, sabemos que los grupos no sólo perpetran actos antisociales. En estudios—así como en la sociedad en general—el grupo a menudo emerge como un medio de resistir a la opresión y la presión para que actúe destructivamente. En variantes de las pruebas de obediencia de Milgram, era más probable que los participantes desafiaran al experimentador cuando eran apoyados por confederados que también eran desobedientes.

Además, la investigación post Stanford ha confirmado los aspectos pro sociales y enriquecedores de los grupos. Una aproximación actual a la comprensión de los grupos particularmente influyente en psicología es la teoría de la identidad social desarrollada en 1979 por el psicólogo social John Turner, ahora en la Universidad Nacional Australiana, y Henry Tajfel, en ese entonces en la Universidad de Bristol en Inglaterra. Esta teoría sostiene que es mayormente en los grupos que la gente—particularmente los individualmente impotentes—puede convertirse en agentes efectivos en la conformación de su destino.

Cuando los individuos comparten un sentido de identidad (por ejemplo, somos todos americanos», somos todos católicos»), buscan alcanzar acuerdos, aprueban y confían más en el otro, están más dispuestos a seguir líderes del grupo y forman organizaciones más eficaces. Este hecho se revela, por ejemplo, en extensos estudios de la cooperación en grupo conducidos por Steven L. Blader y Tom R. Tyler de la Universidad de Nueva York. Como resultado, la gente puede reunirse para crear un mundo social basado en sus valores compartidos—inculcando un estado de «autorrealización colectiva», lo que es bueno para la salud psicológica. Poder contar con el apoyo social para controlar el propio destino resulta en mayor autoestima, menor estrés, y menores niveles de ansiedad y depresión.

La gente que comparte un sentido de identidad en un grupo demuestra dos rasgos sociales. Primero, no han perdido la capacidad de juicio; en lugar de eso la base de sus decisiones se traslada de sus nociones individuales a sus comprensiones sostenidas en conjunto. Como han mostrado estudios (un sumario aparece en Blackwell Handbook of Social Psychology: Group Proceses) de uno de nosotros (Reicher), aun las acciones colectivas más extremas, tales como un motín, revelan un patrón de conducta que refleja las creencias, normas y valores del grupo involucrado. Segundo, las respuestas de la gente varían dependiendo del grupo en el que ser miembros sea más importante en una situación dada. Por ejemplo, las normas y valores que usamos como empleados en el sitio de trabajo pueden diferir de aquellas que nos gobiernan como creyentes en nuestro sitio de culto, como activistas en un mitin político o como patriotas cuando se iza la bandera.

En contraste con las conclusiones de Stanford, no obstante, los teóricos de la identidad social han argüido desde hace tiempo que la gente no acepta automáticamente las pertenencias a grupos que otros le asignan. Con mucha frecuencia la gente se distancia de los grupos, especialmente de aquellos que están devaluados en la sociedad. Por ejemplo, en los setenta Howard Giles y Jennifer Williams, ambos entonces en la Universidad de Bristol, señalaron que muchas mujeres responden a la desigualdad dando menos importancia a su género, enfatizando sus cualidades personales y buscando el éxito como individuos. Sólo cuando creían que no podían escapar—esto es, cuando las fronteras entre grupos se ven como impermeables, como argumentaban las feministas cuando identificaban el «techo de cristal»—se identificarían con el grupo devaluado y actuarían colectivamente. Adicionalmente, estaban preparadas para usar su poder colectivo en el desafío del status quo y tratar de mejorar la posición de su grupo solamente cuando percibían el sistema social como inestable.

Un amplio corpus de investigación, incluyendo estudios controlados de laboratorio, extensas encuestas y detalladas observaciones de campo, apoya la perspectiva de la identidad social (para un recuento véase Social Identity, editado por Naomi Ellemers de la Universidad de Leiden en Holanda y sus colegas). Sin embargo, hasta hace poco no había un solo estudio en el molde de Sherif, Milgram o Zimbardo que pudiera ilustrar y combinar las distintas proposiciones de la teoría de manera comprehensiva y convincente. Lo que es más, parecía imposible conducir un estudio de esa clase. A pesar de las dudas suscitadas por el estudio de Stanford, su misma severidad parecía sacar ulteriores estudios de su tipo fuera de los límites.

Esta situación cambió recientemente con el experimento de la prisión de la BBC. Ambos de nosotros colaboramos con la British Broadcasting Corporation, que financió la investigación y difundió los resultados en cuatro documentales de una hora. Nuestro primer reto fue desarrollar procedimientos éticos que asegurarían que, aunque arduo, el estudio no dañaría a los participantes. Pudimos colocar un conjunto de salvaguardas, incluyendo psicólogos clínicos in situ y un comité de ética independiente y constante. Tal como concluye el informe de este comité, mostramos que es posible conducir estudios dinámicos de campo que son asimismo éticos.

S. Alexander Haslam y Stephen D. Reicher

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