Cartas

En vano el suscrito ha buscado identificar al autor de una frase poderosa. Perdí su nombre hace ya varios años, y aunque he trasegado el Diccionario Oxford de Citas—sé, al menos, que el autor es inglés—y otras colecciones similares, no logro dar con su identidad. Por eso no puedo darle crédito por haber acuñado lo siguiente: «La propaganda del vencedor es la historia del vencido». Es una terrible frase y es un pensamiento muy certero. Quien cuenta la historia es quien ha ganado.

La frase es pertinente cuando todavía un núcleo irreductible de radicales recomienda, abierta o veladamente, «medidas drásticas» para este año de 2006—las elecciones no conducirían a nada—y después de siete años de propaganda gubernamental desmedida y abusiva. Por lo que respecta a la dirigida a justificar su rebelión del 4 de febrero de 1992, Hugo Chávez inauguró esa propaganda en su improvisado discurso el día de su proclamación como Presidente Electo por el Consejo Nacional Electoral. En tal ocasión, de modo por lo demás inoportuno e inelegante, pretendió una vez más justificar lo injustificable y, de paso, en un acto que contó con la presencia del Presidente en ejercicio para esos momentos, expuso la tesis de que de alguna manera la asonada de aquel día había legitimado a Rafael Caldera. Luego, más adentrado en su período, y después de recibir en su contra el golpe de Estado presidido por Pedro Carmona, adelantaría la conveniente tesis de que el alzamiento que le lanzó a la fama no fue protagonizado por golpistas sino por revolucionarios.

El autor de estas líneas había pronosticado, en trabajo concluido en septiembre de 1987—Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela—algún intento de golpe de Estado en fechas cercanas a 1992. Decía en ese trabajo: «Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aún antes, sería considerable».

Hacia mediados de 1991 era evidente la conformación de una matriz de la opinión pública venezolana sobre un agudo e inconveniente dilema: «o Pérez o golpe». El desasosiego que tal situación causaba me llevó a escribir un artículo que fue publicado por El Diario de Caracas el domingo 21 de julio de ese año, unos seis meses antes del intento de Chávez Frías. Remataba el artículo del modo siguiente: «El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal».

¿Había verdaderamente la posibilidad de esa salida?

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Hipócrates produjo, en tiempos de la Grecia clásica, el primer código de ética profesional que registra la historia. En una de sus estipulaciones, Hipócrates produce una clara distinción entre el arte de los médicos y el de los cirujanos. De hecho, jura no «cortar» a sus pacientes y declara que dejará tal práctica a quienes desempeñen el arte de la intervención quirúrgica. (Todavía en épocas relativamente recientes, los cirujanos, los dentistas o sacamuelas y los barberos formaban un gremio distinto al de los médicos).

El equivalente político de la cirugía es el procedimiento violento del golpe de Estado y de la guerra, así como lo es el asesinato político. El político, como el médico, llegará a recomendar la intervención quirúrgica sólo como último y desesperado recurso. Es decir, el recurso del golpe de Estado o la intervención armada no tiene sentido mientras subsistan medios pacíficos para resolver los problemas que cause un mal gobierno, así como no es dado en derecho a nadie tomar justicia por su propia mano.

A partir de comienzos de 1991 había comenzado a gestarse una creciente presión cívica contra Carlos Andrés Pérez. Varias personalidades distinguidas del país hablaban claramente de la crisis de gobernabilidad del momento. Arturo Úslar Pietri, por ejemplo, entrevistado por Marcel Granier en su programa Primer Plano en diciembre de 1991, exponía su angustia y recomendaba su clásica receta de un «comando de crisis» ante la delicada situación. Por lo que respecta a mi caso, escribí cuatro artículos más sobre la conveniencia de que Pérez renunciara, en una serie que iba escalando la virulencia del planteamiento y culminaba el día 3 de febrero de 1992, un día escaso antes de la rebelión. Es decir, el estado de opinión contra la permanencia de Pérez en el poder se ampliaba con el correr de los días, y no es inconcebible que hubiera terminado en su salida de la Presidencia de la República como consecuencia de la presión cívico-legal, como de hecho ocurrió después en 1993.

Claro que no todo el mundo pensaba de ese modo. Pocos días después de la aparición del primero de mis artículos sobre el tema, Alberto Müller Rojas—el jefe de campaña del «Polo Patriótico», que parecía entonces el más fuerte candidato al cargo de Canciller—argumentaba, en el mismo Diario de Caracas, que era iluso pensar que Pérez se aviniera a renunciar. Diego Bautista Urbaneja opinaba, por su parte, que Carlos Andrés Pérez nos daría una «lección moral» renunciando, pero que los venezolanos no estaríamos en condiciones de asimilarla.

Igualmente, no puede discutirse que las intentonas del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992 agudizaron el proceso y aceleraron los procedimientos legales contra Pérez. ¿Es que no fue, entonces, legítimo el intento de golpe de Estado de Chávez Frías, como él ha repetido hasta la náusea desde que fuera electo en 1998? Parece mentira que todavía haya necesidad de explicar que su acto rebelde del 4 de febrero de 1992 constituyó un verdadero abuso de poder, dado que estaba armado en su condición de militar activo y comandante de tropas.

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La figura del derecho de rebelión es reconocida en la literatura jurídica, mientras que en la extensa obra de Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, puede encontrarse una escolástica discusión del empleo de métodos violentos en la acción política. (Doctrina de la guerra justa). Uno de los documentos en el que se encuentra más claramente expresado el derecho de rebelión es la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776, tres semanas antes de la Declaración de Independencia norteamericana). En este texto se estipula que, cuando un gobierno sea inadecuado o contrario a los propósitos para los que ha sido establecido «una mayoría de la comunidad tiene un derecho indudable, inalienable e inanulable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, en tal forma que se juzgue más conducente al bienestar público».

En esa redacción se encuentra la clave para entender el abuso de Chávez Frías y los restantes conjurados de 1992. El sujeto del derecho de rebelión es una mayoría de la comunidad. Los conjurados del 4 de febrero, que por propia admisión de Chávez Frías estaban juramentados como conspiradores nueve años antes, no eran, claramente, una mayoría de la comunidad. Después de la triste fecha escribí: «… ni necesitamos ni queremos otro intento militar para resolver esta crisis. La soberanía no reside en los generales, no reside en Fedecámaras, en la CTV, en las universidades, en la Causa R, en la iglesia católica, en las otras iglesias todas reunidas, en las asociaciones de vecinos. La soberanía reside en el pueblo. En el pueblo todo. Ningún segmento, por más lúcido, capacitado o bien intencionado que pueda ser, tiene derecho a suplantar al cuerpo social en su conjunto».

Ningún cirujano tiene derecho a intervenir a un paciente sin su consentimiento. En la única circunstancia de un herido grave que se halle inconsciente, y que requiere una operación para salvarle, podrá un cirujano abrir su cuerpo justificadamente. Venezuela no se hallaba inconsciente del problema de Pérez a comienzos de 1992. Por lo contrario, como he explicado, cada vez había más conciencia en torno al tema, a pesar de lo cual los venezolanos expresábamos reiterada y tercamente, en cada sondeo de opinión levantado por esas fechas, que no queríamos intervenciones armadas.

No fue pues que solamente Chávez Frías y sus socios conspiradores abusaron de un pueblo desprevenido: por encima de eso actuaron en flagrante y frontal contravención de expresos deseos de la mayoría de la comunidad.

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Hugo Chávez Frías es desde 1998 el legítimo Presidente de la República. Lo es no porque se hubiese alzado en 1992, sino porque obtuvo una mayoría de votos en las elecciones presidenciales de 1998 y de julio de 2000. El pueblo que lo eligió no salió a defender su acción durante el 4 de febrero—como tampoco, es cierto, salió a defender a Pérez, que fue lo que Caldera destacó en su famoso discurso de la tarde de ese día. Asimismo, no salió a defender al segundo tomo de la conjura el 27 de noviembre, ni siquiera cuando fue convocado explícitamente para eso por el inolvidable y corpulento señor de la camisa rosada.

El pueblo no le concedió a Chávez Frías mayor apoyo hasta comenzado el año de 1998, pues durante cinco años nunca estuvo en las encuestas por encima de un diez por ciento de la preferencia nacional. Su opción comenzó a ascender sólo después del desplome del primer cauce electoral del descontento venezolano: Irene Sáez, que abrió la boca en demasía y a quien se le cayó, como pudiera pasar a este gobierno con el Viaducto Uno, la estatua ecuestre de Bolívar en Chacao.

La legitimidad indudable de Chávez Frías, entonces, le vino de los votos y del enorme esfuerzo político de su campaña, justo es reconocérselo. De las varias vueltas que dio por el país, argumentando, discutiendo, convenciendo, aun a partir de su resentida violencia. Si Sáez no hubiera sido Sáez, si Salas no hubiera sido Salas o Alfaro no hubiera sido Alfaro; si hubiese sido posible la emergencia de un competidor verdaderamente sustancial y pertinente, Chávez Frías no habría sido nunca elegido Presidente. Ahora lo es, y del mismo modo que ahora escribo esto, condenaría cualquier intento parecido al suyo en su contra.

Porque es que la crítica esbozada arriba también tendría que aplicarse, por ejemplo, a un tal «Comando Nacional de Resistencia», que se ha autoungido para «coordinar acciones» distintas de la electoral. El puñado de personas que lo integra no tiene el más mínimo derecho de conspirar, de pretender que representa a los venezolanos, pues no cumplen con la regla de Virginia: no son la mayoría, ni tampoco han recibido delegación de poderes de una mayoría.

En estos tiempos de emergencia de candidaturas presidenciales, debiéramos destacar la incongruencia de candidatos que pretendan participar electoralmente luego de haber predicado constantemente que Venezuela no tiene salida electoral.

LEA

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