LEA, por favor
Hace unos pocos días, Evo Morales se molestó con un periodista que le preguntó si no creía que Fidel Castro era un dictador y terminó abruptamente la entrevista. En oportunidad posterior opinó firmemente que a su juicio el hombre fuerte de Cuba era un «demócrata». Es claro que Morales emplea un sentido sui generis del término democracia, pues en ninguna parte es más evidente que en Cuba el imperio de la autocracia. Si Fidel Castro no muere antes, dentro de tres eneros la revolución castro-comunista cumplirá cincuenta años en el poder, y en ese medio siglo ninguna otra persona que Castro ha tomado las decisiones políticas principales en la isla.
Justamente al inicio de este terrible período, John J. Putnam, un periodista norteamericano, visitó a Cuba para, como lo pone él mismo, «ver una revolución». Cuarenta años más tarde regresó, enviado por la revista National Geographic y acompañado del fotógrafo David Alan Harvey, para elaborar un gran reportaje acerca de la vida cubana tal como se manifestaba en 1999. La Ficha Semanal #83 de doctorpolítico consiste de las primeras secciones de ese trabajo de Putnam, extraídas de la versión española de la revista de junio de ese año.
La lectura completa del largo artículo revela que Putnam no pretende condenar a priori. Por lo contrario, cada vez que puede, su obvio afecto por los cubanos le lleva a presentar los hechos bajo una luz favorable. No hace, pues, otra cosa que registrar los hechos como los encuentra, y los hechos hablan por sí mismos.
No hay justificación alguna para que una voluntad omnímoda se imponga sobre toda una población durante ya cuarenta y siete años para, a cambio de la libertad, establecer una sociedad tan depauperada y privada de dignidad, esquizoide en sus angustiadas y contradictorias respuestas. Reporta Putnam: «Fidel fue el único tema al que los cubanos se mostraron reacios. Le pregunté a un hombre si quizás ya era hora de que el comandante se retirara. Se molestó. ‘Retirarse sería cobarde’. Luego me dijo un antiguo refrán español: ‘No hay mal que dure 100 años ni cuerpo que lo resista’».
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Mare felicitas
El sendero de montaña estaba resbaloso, difícil, lleno de piedras, con lluvia y lodo, y me llevó a un mundo fresco, neblinoso y muy diferente a las calurosas planicies ubicadas en sus faldas. El camino llevaba a La Plata, el campamento en la montaña donde en 1958 Fidel Castro planeó los últimos ataques guerrilleros contra el ejército del presidente Fulgencio Batista.
Mi acompañante era Rubén Araujo Torres, de 60 años de edad, un hombre bajo y robusto con un sombrero de yarey (paja) de campesino, que se había unido a la causa de Castro desde entonces, ayudando a recoger medicina y jabón de escondites secretos que luego intercambiaba por comida con los campesinos para llevarla a las guerrillas refugiadas en las cimas. «Era peligroso. El ejército estaba en todas partes». ¿Por qué se unió a Castro? «Los amigos decían ‘Ven, vente con nosotros’. Yo sabía que los otros (el ejército) estaban quemando y matando, así que me les uní». Rubén terminó del lado de los vencedores. Desde estas montañas, en la Sierra Maestra, Castro y sus combatientes vencieron al ejército de Batista.
Pasamos puestos de vigilancia y algunos edificios anexos para llegar a la casa de madera y techo de guano (pencas u hojas de palma) de Castro, ubicada en una pendiente empinada sobre un arroyo alimentado por un manantial entre un mar de vegetación.
La casa tiene dos habitaciones: la cocina, donde hay un refrigerador de queroseno con un agujero de bala, y un pequeño cuarto con ventanas de madera en tres de sus muros, que se mantienen abiertas con palos.
«Fidel hizo el librero y aquellas sillas—dijo Rubén—. Hizo esta silla para él y la otra para Celia». Celia Sánchez era su ayudante de campo. Salí de la casa y me senté en una banca. «Fidel a veces se sentaba ahí a escribir—dijo Rubén—. Es la madera original, fuerte; duradera».
Celia estaba constantemente al lado de Castro tomando nota, atenta a todo y haciendo tareas de apoyo; permaneció a su lado hasta su muerte en1980.
«Celia plantó estas flores—dijo Rubén—, marpacífico». Yo había notado los pétalos de color rojo encendido en el sendero cuando llegamos y ahora me parecían recuerdos de una época cuando todos aquí eran jóvenes y todo el mundo era verde.
40 años después de la Sierra Maestra, Fidel Castro, el comandante en jefe, aún domina Cuba. Sin embargo, Cuba está cambiando y su futuro es incierto. El fin de la ayuda económica de la antigua Unión Soviética ha llevado a la búsqueda de dinero nuevo, nuevos amigos y nuevas formas de hacer las cosas. Y el comandante está envejeciendo. La gente se pregunta quién lo sustituirá y cuando. Yo quería adentrarme en esas preguntas y también en las interrogantes acerca de cómo es la vida en Cuba ahora y qué piensa la gente sobre su presente, sus problemas, su futuro.
Sabía que tendría que recorrer toda la isla, hablar con la gente de todos los niveles, permitirles que les dieran forma a sus historias. Para mi sorpresa, descubrí que casi todo el mundo quería hablar; al fin, era como si con el control más relajado hubiera miles de conversaciones reprimidas y experiencias que compartir. Sólo hacía falta alguien que quisiera escucharlas.
Decidí empezar en La Habana, esa magnífica y desmoronada ciudad de 2,2 millones de almas, que ahora se dice es dos ciudades: una que representa la antigua forma socialista y otra la nueva.
Dibujé un círculo alrededor d una manzana en un mapa de la Habana Vieja, el corazón histórico de la ciudad, donde empezaría a buscar cómo era la vida actual. De un lado de la manzana estaba Obispo, la calle turística que se extiende desde el antiguo lugar donde Hemingway pasaba su tiempo, El Floridita, hasta la Plaza de Armas, construida en el siglo XVI. Las otras calles de la manzana no eran turísticas, pero sí estrechas, llenas de gente, baches, carretas, voces, música, perros, ropa tendida en los balcones y un colchón que era bajado por medio de una cuerda de un piso superior. Fui a Obrapía no. 508 para encontrarme con el médico de la familia del barrio, un burócrata de un sistema que ofrece servicio médico gratuito a todos los cubanos.
El médico Luis Brito, de 29 años de edad, trabaja en una pequeña habitación caliente y húmeda. Conforme pasan los pacientes de un pasillo oscuro de afuera, él los escucha con atención y les toma la presión arterial. Una mujer sufre de depresión, otra de un dolor en las rodillas y un niño de asma. Un joven padecía blenorragia. Para las 11:30 de la mañana, el doctor Luis Brito había visto 20 pacientes y tomó un descanso.
«En teoría, soy responsable de 120 familias—dijo—, pero más bien son 130. Más de 500 personas en tres manzanas». El consultorio del doctor era austero y poco iluminado a falta de bombillas eléctricas, y contaba con pocas medicinas. Inquirí sobre los informes de que los médicos cubanos están bien instruidos pero que carecen de equipo y medicinas, y que debido a la escasez los hospitales algunos días pueden realizar solamente operaciones de emergencia y que muchos cubanos reciben las medicinas que necesitan de parientes en Estados Unidos.
«Debe entender—dijo Brito—que soy un hijo de la revolución, crecí con la revolución, y que creo que siempre hay una solución aquí». Si le faltaba un medicamento recetaba otro. «Y también está la posibilidad de la medicina alternativa, como la acupuntura y la homeopatía»
Por sus esfuerzos, el doctor obtiene un apartamento amueblado y 400 pesos (20 dólares) al mes, que no son suficientes para el sustento, de forma que ayuda a su esposa, Yumila, haciendo aretes y collares de cerámica para venderlos en el mercado a los turistas.
En la manzana las bodegas—tiendas de productos alimenticios racionados—se localizan en la esquina de Obrapía y Villegas; una para carne (salchichas de contenido incierto) y otra para verduras («Hoy no hay papas—dijo una joven y sonriente mujer—. Tal vez mañana, tal vez pasado mañana»). Todo el mundo tiene una pequeña libreta de racionamiento, que enlista los gramos de lo que cada persona puede comprar, a precios bajos, en las tiendas del gobierno. Vi una: indicaba un pan por persona diario. Al que tenga algunos centavos extra, un hombre le lleva su ración a domicilio en un carrito de mano. «Tienes pollo a lo mejor cuatro veces al año—dijo un hombre—, pero con seguridad dos». Uno puede comprar más comida en los mercados privados, pero a precios mucho más altos.
En Villegas no. 212 se encuentra la casa de Lourdes González, presidente del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) de la cuadra y encargada de ver que se lleven a cabo las tareas socialistas: reciclaje, patrullaje nocturno de la calle y campañas de salud, como vacunas contra polio para todos los niños.
Tiene un libro donde se enlista a todos los vecinos de la cuadra. «Nadie puede vivir aquí, ni temporalmente, sin estar bajo control». El cederista (miembro de un CDR) está en busca de antisocialistas, «aquellos que no trabajan ni estudian, que engañan o roban, que no hacen nada por nadie, ni siquiera por sí mismos».
¿Qué pasa si se detecta a un antisocialista? «Debemos avisar a la policía. Ellos se ven con la persona y la ponen bajo advertencia. La vigilan y podría enfrentar penas de hasta cuatro años de prisión».
Las reglas son estrictas en la vida cotidiana. Legalmente, uno no puede comprar ni vender una casa o apartamento; si quieres mudarte, vas y te unes a una multitud en el paseo (camellón o espacio central) del Paseo del Prado para leer los avisos de permuta (intercambio de domicilio) colocados en los árboles.
Una mujer joven, recién casada, que desea que su nuevo esposo vaya a vivir a la casa que ella comparte con su hermano y padrastro, lo primero que debe hacer es conseguir un permiso temporal de cambio de residencia, válido por tres meses, ya que ése es el tiempo que lleva el papeleo para obtener un permiso permanente. Además, debe acudir con las autoridades de vivienda y un notario y solicitar a la oficina de arquitectura la visita de un inspector que verifique que aun con un habitante más, la casa todavía cumple con las normas: diez metros cuadrados por persona.
«Y hay más—me dijo la joven, permiso en mano—, te tienes que registrar en el CDR, ir a la oficina de carnet de identidad, a la oficina de libretas de racionamiento y de licencias de conducir para obtener documentos nuevos. Si lo hacemos todo en más de tres meses, nos podrían multar conm 1.300 pesos—rió—. Es ridículo».
Jorge, de 28 años, conductor de un taxi-triciclo, estaba tratando de pedalear hacia el porvenir. Su trabajo es duro. «Al final del día estoy muy cansado, y algunas mañanas me levanto con dolor en las piernas y la espalda». Pero con los turistas extranjeros, durante un día bueno, puede ganar 15 dólares, lo que le posibilita seguir haciendo los pagos de su triciclo; aunque tiene una preocupación: que el Estado, que permite este pequeño ejemplo de empresa privada, cambie las reglas. Ya lo ha hecho antes. Mientras tanto, Jorge sigue pedaleando.
Los viajes de Jorge lo llevan tanto por la Cuba vieja como por la nueva, presente en toda La Habana: hoteles flamantes, nuevos taxis fabricados en Corea con radioteléfonos y choferes con camisa y corbata, multitudes de turistas y hombres de negocios extranjeros. El dólar estadounidense está por todas partes y es la moneda utilizada por todos los visitantes; la divisa llega a los cubanos por millones gracias a parientes que viven en Estados Unidos. El dólar está ayudando a crear dos sociedades en Cuba: una con dólares, la otra sin ellos.
Un cubano refunfuñó: «Todas las tiendas nuevas venden sólo en dólares, no en pesos». Los mejores hoteles, con CNN en la televisión y mucha comida, aceptan exclusivamente dólares. Los cubanos, en su mayor parte, son detenidos en la puerta a menos que trabajen allí o sean invitados de extranjeros portadores de dólares. «Es una especie de apartheid, dijo un cubano. Con los dólares de los turistas, las prostitutas y los estafadores han regresado a las calles de La Habana como en los días de Batista, y el gobierno está por tomar medidas enérgicas.
Sin embargo, el turismo contribuyó con más ingresos a la economía cubana en 1998 que el azúcar, antiguamente el principal recurso económico. En 1997, Cuba tuvo 1,2 millones de visitantes; en 1998, 1,4 millones, y se esperan dos millones para el año 2000. El 53 por ciento de los turistas llegan de Europa y el resto prácticamente nada más de Canadá y Latinoamérica. Los nuevos hoteles representan inversiones de socios extranjeros, en su mayoría europeos y canadienses.
Un nuevo muelle en La Habana espera cruceros que traerán más turistas. Cuba da la bienvenida a los estadounidenses; no obstante, el embargo contra Cuba, que prohíbe el comercio con la isla, estipula que los ciudadanos de ese país, salvo exoneraciones, no pueden gastar dinero allí, aunque miles la visitan ilegalmente.
Todos esperan que las normas cambien, pero nadie sabe cuándo; de forma que la inminente llegada de los estadounidenses en gran número, su dinero, sus exigencias, yacen en el horizonte como una gran nube tormentosa sobre el mar, que algún día traerá lluvia sobre la vieja ciudad y la cambiará para bien o para mal.
El Ministerio de Turismo ha empezado a utilizar Internet. Mientras tanto, el cubano común tiene negado su uso. La vida en Cuba hoy día es rica en contradicciones, y al parecer en nada más.
John J. Putnam
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