En términos objetivos clásicos la dificultad de derrotar electoralmente a Hugo Chávez en 2006 es verdaderamente muy grande. El candidato «incumbente» las tiene prácticamente todas consigo: no sólo tiene el control de todo el aparato estatal—desde el nivel nacional hasta el municipal en lo ejecutivo, y transversalmente en lo legislativo, judicial, electoral y el «poder ciudadano»—lo que incluye casi todo aparato represor—militar convencional y de reserva junto con lo policial (salvo unos pocos municipios)—sino por supuesto los recursos financieros públicos, que en el año electoral han sido presupuestados en nada menos que 85 billones de bolívares. (Más de cuatro veces, en bolívares corrientes, lo que manejara en su primer año de gobierno). Por si fuera poco, usará este poder desde una plataforma de apoyo electoral que oscila, según las encuestas, entre 45% y 60%—veinte o cuarenta puntos sobre su más cercano competidor—y, para coronar, ha adquirido una estatura mundial que, independientemente de su corrección, es superior a la de cualquier candidato emergido o emergente y a la de cualquier otro presidente venezolano de la historia, en verdad segunda sólo tras la de Bolívar. Si Chávez muriera mañana, habrá dejado un hondo y extenso recuerdo en el mundo entero, y una empatía global con su trayectoria y sus posturas se convertiría en una amplificación y diseminación de ellas. A Chávez hay que mantenerlo vivo.
No hay oponente que se acerque, ni con mucho, a tan ingente cantidad de poder real como la que tiene a su disposición. Y en un trámite electoral considerado desde el punto de vista clásico (desde el paradigma de Realpolitik, de pura política de poder) no hay nada que pueda oponerse a Hugo Chávez en 2006—cuyo único escrúpulo es el revolucionario; es decir, el de producir la disminución de quien se oponga a su poder porque su poder es el del pueblo.
¿Cuál es el paradigma clásico? La política de poder es como una homeopatía política. Debo presumir que mi adversario hará trampa; tal cosa autoriza moralmente mi trampa, por aquello de la guerra santa. Combato enfermedad con enfermedad, y mi negocio es obtener poder e impedir que mis adversarios lo adquieran. Letra chiquita: por todos los medios al alcance.
En la política anterior a Chávez esta última legitimidad se mantenía más o menos dentro de los límites de una cierta urbanidad o buena costumbre—no es malo que el tigre se coma al venado sino que no lo haga con cubiertos—mientras Chávez la rebasa, a conciencia de que con eso arranca trozos al modo convencional de pensar que él considera escuálido (burgués), y por tanto salvajemente capitalista, y por tanto culpable de la pobreza, y por tanto acreedor a la humillación y el despojo. (Y a la muerte). Para estas cosas se cree autorizado el revolucionario.
En suma, cualquier planteamiento cacical de una candidatura distinta de Chávez está destinado al fracaso. No sólo tiene éste la muy mayor cantidad de poder, sino que ninguna vergüenza, ningún escrúpulo, impedirá que lo use implacablemente contra su contrario. Para eso es revolucionario. Si, por consiguiente, algún candidato pretende resultar electo combatiéndole de poder a poder, su éxito será mucho menos probable que el del proverbial camello atravesando por el ojo de una aguja.
Nadie ha podido mostrar, si de combate puro se tratase, dónde está el talón de Aquiles de Chávez. ¿De qué más se le va a acusar que no haya sido todavía expuesto? Ya se le ha dicho corrupto, asesino, dictador, comunista, abusador, zambo, matón, perdonavidas, golpista, fraudulento, totalitario, megalómano, terrorista, mentiroso, cobarde, procaz, machista, anacrónico, sibarita, demagogo, populista, caprichoso, resentido, arbitrario, cruel, vengativo, nepótico, alevoso, militarista, inconstitucional, loco, dispendioso, ineficaz, verboso, sofista, irresponsable, incompetente, mal reunido. ¿Cuánto que pudiera añadirse al numeroso expediente acusatorio de Chávez de aquí a diciembre de 2006 haría una verdadera diferencia? La Realpolitik tiene por táctica favorita el desprestigio del oponente: ¿con qué otra cosa pudiera ensuciarse la reputación de Chávez que ya no haya sido mencionada? No es realista pensar que en la campaña por desplegarse dentro de muy poco se destape una olla cuyo hedor pueda atenuar suficientemente la propensión a votar por Chávez.
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Pero se anotó que el triunfo contingente de Chávez no sólo se alimenta de su poder, sino que se asienta en un alto grado de esa propensión a votarlo. ¿A qué se debe tan alta aceptación, tan elevado apoyo?
Una parte del asunto, sin duda, pero sólo una parte, y tal vez no la más importante, es que efectivamente Chávez ha redistribuido riqueza. Robin Hood tiene un nicho en el panteón chavista. Es verdad que robo a La Marqueseña o a la Shell para dar a los pobres, en nombre de un grito de José Antonio Páez o un seudónimo de Simón Rodríguez. Cuando me hace falta pido al Banco Central un millardito (de dólares), a PDVSA el adelanto de un dividendo, o a la Asamblea Nacional otro financiamiento extraordinario que la Contraloría no mirará siquiera. Y como ya mi barril de petróleo no vale diez dólares de 1999, sino cincuenta y tantos de hoy, tengo para llenar el acueducto de las misiones, que por más agujereado que esté por la corrupción, algo de alivio y asistencia reparte.
Que una porción del pueblo traduzca la dádiva—usualmente condicionada a conductas que los receptores estiman dignificantes—en apoyo político no debiera ni sorprender ni escandalizar a nadie. Entre los críticos de este fenómeno los más prominentes defienden el derecho a la ganancia y el lucro, por considerarlos consustanciales a la verdadera libertad. ¿Quién pudiera entonces, con autoridad personal, censurar que gente pobre ayudada por el gobierno se comporte con la misma racionalidad?
Pero este factor explicativo es insuficiente. No hace mucho que algún encuestador respetable reportaba que sólo un 16% de la población se había beneficiado directamente de alguna de las «misiones», a pesar de haberse gastado en ellas, hasta comienzos de 2005, probablemente 5 mil millones de dólares. (El asunto no es mera transferencia monetaria: la representante de la UNESCO declaró, el día que Chávez proclamaba a Venezuela «territorio libre de analfabetismo», que nuestro país era el único en el mundo que había alcanzado las metas que se había fijado a este respecto). Otro encuestador, sin embargo, igualmente veraz, encontró lo reportado en octubre de 2005 por El Universal: «…los venezolanos catalogan como ‘aceptable’ la situación del país en el presente y aspiran que mejore en los próximos dos años».
Si no todo el apoyo puede anotarse a la ayuda dispendiada (o su expectativa) ¿qué otras causas del mismo están presentes? Hay una obvia: Chávez ha dedicado una muy considerable proporción de su mandato a la propaganda fide, a vender una explicación totalizadora, exhaustiva, acerca del mundo y su política y su historia. Hay una manera «bolivariana» de cepillar los dientes. Y aquí encontramos que su prédica ha llegado a convencer a mucha gente.
En parte sirve para lo mismo que Hitler hizo con el pueblo alemán. El Führer expió la culpa de la convicción de Versalles. (Encontrando un chivo expiatorio, los judíos). Cuando cesó la Gran Guerra, el villano principal—los Hapsburgo—ya no existía, al desmembrarse Austria-Hungría, y la mayor parte de la pena se impuso a su aliado, el Segundo Reich. De allí las mayores imposiciones y reparaciones exigidas a Alemania. Hitler borró esa culpabilidad versallesca con Mein Kampf y sus discursos, violando prohibiciones e interrumpiendo las compensaciones, y trajo a la psiquis germánica el alivio que conllevan las absoluciones.
Del mismo modo Hugo Chávez ha absuelto de culpa a la pobreza, al decirle que ella es una creación de la riqueza. Ha trasmutado, también aquí, una enfermedad en virtud. Ser rico es malo; ergo, los pobres son los buenos.
Y esta fórmula es presentada al pueblo, mayormente pobre, con todos los rasgos de una epifanía, con profetas—Bolívar, Zamora, Maisanta, Jesucristo—y demás yerbas aromáticas. Hay toda una teorización del asunto, osadamente perorada, machacada, a lo mejor ni siquiera entendida en su totalidad por el propio orador o por su audiencia, pero de correspondiente empatía con un sufrimiento ancestral y milenario. Briceño Guerrero describió ese furor en El discurso salvaje, en desconocimiento pero anticipación de Chávez, dos décadas antes de su asunción al poder.
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Ante esto último nada ha hecho la oposición convencional. En 1999 alguien explicaba a un concierto de curiosos de la política que la mera negación de Chávez no bastaría. Que uno no niega un fenómeno telúrico que tiene por delante. Que ante aquél cabía, primero, un esfuerzo de contención. (Lo que se demostró posible, por ejemplo, con la redacción primera del decreto que convocaba a referendo consultivo sobre la elección de una constituyente. Fue tan obviamente absolutista que el helado silencio del país, roto sólo por el reclamo de Blyde y otros pocos, forzó al gobierno a rehacer su primer decreto programático, moderando su pretensión de poder de aquel momento. Aun no controlaba el máximo tribunal de la república).
Pero explicó también que tampoco sería suficiente la contención mera. Había, más que oponerse a Chávez, que superponerse a él. Y de ese año hubo también un ejemplo. De Miraflores venía la noción de que la constituyente debía ser «originaria»; esto es, capaz de alterar, mutilar, impedir o suprimir cualquier otro poder constituido. La oposición conservadora automática, que antes se había opuesto a la constituyente misma, quiso defender la noción de que ésta debía ser «derivada», y por ende equivalente, no superior al Congreso o los restantes poderes constituidos. Era difícil vender esta constituyente disminuida en la parroquia 23 de enero.
Lo que debió decirse, en cambio, debía trascender la trampajaula terminológica construida por Chávez. Debió apuntarse que lo que era en verdad originario era el pueblo, en su carácter de poder constituyente. Debió decirse: «Una asamblea, convención o congreso constituyente no es lo mismo que el Poder Constituyente. Nosotros, los ciudadanos, los Electores, somos el Poder Constituyente. Somos nosotros quienes tenemos poderes absolutos y no los perdemos ni siquiera cuando estén reunidos en asamblea nuestros ‘apoderados constituyentes’. Nosotros, por una parte, conferiremos poderes claramente especificados a un cuerpo que debe traernos un nuevo texto constitucional. Mientras no lo hagan la Constitución de 1961 continuará vigente, en su especificación arquitectónica del Estado venezolano y en su enumeración de deberes y derechos ciudadanos. Y no renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referéndum». Así se habría pasado sobre su discurso.
Pero eso no se dijo, o por lo menos la voz que lo dijo no tenía fuerza y tampoco se le prestó alguna. La oposición con recursos—organizativos, comunicacionales, financieros—siempre ha acusado a Chávez; nunca lo ha refutado. Siempre ha estado a la defensiva, siempre ha jugado en terrenos escogidos por Chávez, discutido en su terminología, atendido sus convocatorias; se ha regido por su agenda y actuado según guión escrito por él, en el que prácticamente todas las actuaciones opositoras hasta ahora mostradas—salvo la táctica inicial del 11 de abril y la participación masiva de empleados petroleros en el paro—han sido anticipadas. El guión es tan bueno que aun las excepciones e imprevistos son absorbidos en él, neutralizados.
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Max Weber nos aportó la descripción clásica de las formas de dominación política y sus fuentes de legitimidad. A la primera la llamó tradicional. Es la que afinca su derecho en una sucesión dinástica lo más antigua posible, cuya fuente y origen se encuentran en el pasado, preferentemente remoto. Es la que esgrimen Isabel II y Benedicto XVI, el fundador de un partido, los herederos de una revolución. Si bien esta forma es la menos usada por Chávez, que Fidel Castro, el senil decano del comunismo en América, le haya ungido como su sucesor le presta una raíz tradicional.
La segunda fuente y forma son de carácter carismático. Hitler, que mesmerizaba incluso a quienes no entendían la lengua alemana y sin embargo se quedaban estampados en el piso, cautivados por la voz y la gesticulación del encendido cabo austriaco aunque no comprendieran su discurso, como certificara Dennis de Rougemont en L’amour et l’Occident. ¿Hay alguna duda de que Chávez es un histrión consumado? ¿De que tiene en grado apreciable las cualidades que los politólogos agrupan bajo la noción de carisma?
La tercera y más «moderna» manera de dominar es la burocrática. Se domina porque se controla el aparato del poder. Los jefes de Estado y de gobierno, los bosses de los partidos; éstos dominan burocráticamente. ¿No habíamos enumerado ya, esquemáticamente, lo que Chávez controla en materia de aparatos?
Un contendor de Chávez que tenga alguna posibilidad de derrotarle electoralmente sólo pudiera reivindicar de estas raíces la de esencia carismática, pues sólo un outsider—en virtud de que nadie vinculado tradicionalmente con nuestro pasado político pudiera prosperar—podría lograrlo, y jamás dispondría de mayor aparato que el chavista. (Aunque no podrá pasarse sin ninguno). No serán despreciables, por tanto, los rasgos histriónicos y las dotes didácticas que faciliten la comunicación con los electores y permitan el arrastre de votos en quien pueda retar a Chávez con probabilidades de triunfo. Se puede ser muy políticamente correcto, pero si se es aburrido, como Adlai Stevenson, no se ganará elecciones. No obstante ¿es suficiente el carisma?
Quien pretenda vencer a Chávez en 2006 deberá abrevar en fuentes «transweberianas», más allá de la tradición, el carisma y el aparato. Su primera fuente de legitimación deberá ser programática, terapéutica, estratégica. Deberá ser capaz de mostrar que se propone aplicar tratamientos viables y eficaces a nuestros principales problemas públicos, una vez enumerados en un claro y convincente diagnóstico. Obviamente, aquí deberá competirse como proyecto contra un programa en operación: el del gobierno. Aquí sólo podrá ofrecerse una promesa.
Pero, más profundamente, nuestro candidato tendría que legitimarse paradigmáticamente: tendría que hablar con una gramática política a la vez consistente y distinta de la de Chávez, más evolucionada y responsable que la de un tal socialismo del siglo XXI, superior a la de los partidos desplazados por aquél, menos simplista, menos primitiva, menos ingenua, menos bárbara.
Un nuevo recuerdo de Briceño Guerrero permite ubicar el asunto. En El laberinto de los tres minotauros (que incluye El discurso salvaje, ya nombrado), el filósofo de la Universidad de los Andes, apureño, de primeras letras en Barinas, la tierra de Chávez, sostiene que en América coexisten y se combaten un discurso salvaje—el de los primeros pobladores y las razas sojuzgadas que Chávez reivindica—uno mantuano, el del privilegio aristocrático u oligárquico, y el discurso racional occidental, limitado por el rigor lógico y por la verdad. En nuestro teatro político actual sólo han actuado suficientemente los dos primeros, con abrumadora ventaja reciente del salvaje sobre el mantuano. La dilucidación del problema sólo podrá ser aportada desde un discurso racional.
Lo que no puede ser emocionalmente aséptico, por más que un origen clínico y responsable sea la única fuente aceptable. Por fortuna, lo veraz puede ser bello, y lo bello emociona. Lo bello, por otra parte, es usualmente signo de lo bueno, y la bondad, por la suya, tiene un valor funcional. «La bondad—dijo Don Pedro Grases al cumplir sus setenta años—nunca se equivoca».
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El récipe expuesto no es suficiente. Amén de la eficacia electoral, únicamente presente en un discurso como el especificado, se debe exigir una alta probabilidad de eficacia posterior, una eficacia de desempeño. No basta ganar una elección; es preciso hacer luego un buen gobierno, un magnífico gobierno. Por tal cosa, en adición a lo anotado, tendremos que exigir del candidato un talento para el liderazgo de organizaciones complejas, comprobado en una historia práctica, en su biografía.
Pero ni siquiera los anteriores rasgos serían bastantes. Una exigencia adicional es que el candidato viable, y por tanto apoyable, no esté aquejado por defectos que de obvio bulto le impedirían. Por ejemplo, no podría ser «cuartorrepublicano», por más que las «viudas del paquete» o los políticos prechavistas pudieran coincidir con él o ella en más de una cosa. Tampoco podría ser, naturalmente, chavista, aunque su bagaje terapéutico pudiera coincidir, en grado siempre menos virulento, con desiderata sostenidos por Chávez, como pudieran ser el caso de la preferencia por un mundo multipolar o la democracia participativa. Como decía Santo Tomás de Aquino, la verdad se encuentra en todas partes.
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