LEA, por favor
A medida que se acercaba el cambio de siglo próximo pasado, la extraordinaria institución que es la National Geographic Society de Washington, y su estupendísima revista, acometieron con fruición una serie de trabajos que llamaron la Serie del Milenio. (The Millennium Series). Así dedicaron números enteros de la publicación al tratamiento en profundidad de temas como las culturas del planeta, la población o la biodiversidad. Este último fue considerado en el #2 del Volumen 195 de National Geographic en febrero de 1999. (Biodiversity: The Fragile Web).
No puede escapar a nadie la importancia del tema. Desde que emergiera la conciencia urgente de lo ecológico entre los años sesenta, y sobre todo en los setenta, la preservación de la biodiversidad ha surgido como uno de los problemas más importantes que la humanidad confronta. No en vano es posible entender a la Terre entière que Pierre Teilhard de Chardin tuviera por altar de una comunión cósmica (La Messe sur le Monde), como una sola entidad viviente desde la «hipótesis Gaia» de James Lovelock.
La Ficha Semanal #92 de doctorpolítico está compuesta por la sección inicial y la sección final de uno de los cinco artículos escritos por Virginia Morell para la edición mencionada de National Geographic: The Sixth Extinction. (La sexta extinción. Todos los trabajos están acompañados por decidoras y hermosas fotografías de Frans Lanting. La tarea requirió que Morell y Lanting visitasen un total de trece países).
Acá nos advierte Morell de una inminente y gravísima extinción masiva de especies vegetales y animales, la sexta en la historia de la Tierra. (Las primeras cinco tuvieron lugar en los períodos Ordovícico, Devónico, Pérmico, Triásico y el Cretáceo. A diferencia de éstas, la próxima gran extinción sería causada por la humanidad).
Quienes determinan las políticas públicas, de importante incidencia sobre nuestro hábitat, no pueden dejar de tomar en cuenta el enorme peligro que una sexta extinción masiva tendría para el planeta y nuestra forma de vida. Quienes alteran el clima, y en general el ambiente, con sus economías extractivas e industriales, deben estar seguros de que lo que hacen no destruya vida. Como dijera el recordado Adlai Stevenson, todos estamos montados sobre una única nave espacial: la Tierra. No tenemos otra.
LEA
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Homo exterminator
Los primeros rayos anaranjados del sol están justo comenzando a tocar la hierba de hojas serradas del Parque Nacional Everglades en Florida, cuando nuestro piloto de helicóptero despega de un pequeño aeropuerto cercano. Da una vuelta a baja altura sobre el parque, deslizándose encima de las hierbas verde gris y la neblina mañanera. Aquí y allá, pequeños tallos del pino cortado nativo, con la delgadez de un lápiz, se muestran en verde oscuro contra los pálidos terrenos herbales. Pero lo que buscamos es la abierta pradera pantanosa que sirve de hogar a la especie en peligro del gorrión de las playas de Cabo Sable. Dirigiéndose al sur, el piloto busca un punto en particular del mapa de crucero, luego se inclina y vuela en dirección oeste franco. Veinte minutos después estamos en tierra. «Aquí está vuestro primer punto», dice por la radio a Stuart Pimm, el biólogo conservacionista que se sienta atrás a mi lado. Enfrente otro biólogo, Sonny Bass, hace una señal de aprobación. Pimm y yo, vestidos en trajes de vuelo verdes y cascos blancos, saltamos al húmedo pantano y nos alejamos corriendo a corta distancia del helicóptero.
Por un momento parece una escena de Apocalypse Now. Las hélices del helicóptero fustigan el aire, doblando las hojas en un amplio círculo alrededor y obliterando todo sonido que no sea el wap-wap-wap de sus rotores. Cuando arranca del sitio para transportar a Bass hasta el próximo lugar a un kilómetro de distancia, Pimm se quita su casco y se voltea hacia mí. «Bienvenido», dice, elevando su voz sobre el rugido evanescente del helicóptero, «al frente de la salvación de la biodiversidad».
Un avuncular investigador de la Universidad de Tennessee, Pimm no pretende ser meramente dramático. Según sus cálculos y los de sus colegas, alrededor del 50 por ciento de la flora y la fauna del mundo pudiera estar en camino de extinción durante los próximos cien años. Y está afectado todo: peces, pájaros, plantas y mamíferos. Por la cuenta de Pimm el 11 por ciento de las aves, o 1.100 especies de las casi 10.000 en el mundo, están al borde de la extinción; es dudoso que la mayoría de estas 1.100 vivan mucho más allá del término del próximo siglo. El cuadro no es tampoco hermoso para las plantas. Un equipo de respetados botánicos reportó recientemente que una de cada ocho plantas está en riesgo de extinguirse. «No se trata solamente de especies en islas o selvas húmedas o sólo de pájaros o grandes mamíferos carismáticos», dice Pimm. «Es todo y en todas partes. Esta aquí en este parque nacional. Es una epidemia planetaria de extinciones».
Una tal rata de extinción ha ocurrido sólo cinco veces desde que emergiese la vida compleja, y en cada caso fue causada por un desastre natural catastrófico. Por ejemplo, los geólogos han encontrado que un meteorito se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años, lo que condujo a la desaparición de los dinosaurios. Esa fue la más reciente de las extinciones mayores. Hoy en día la Tierra está de nuevo en el puño de la extinción—pero la causa ha cambiado. La sexta extinción no está ocurriendo a causa de alguna fuerza externa. Está sucediendo a causa de nosotros, Homo sapiens,una «especie exterminadora», como un científico ha caracterizado a la humanidad. Las acciones colectivas de los humanos—al desarrollar y pavimentar el paisaje, talar bosques por entero, contaminar ríos y corrientes, alterar la capa protectora de ozono de la atmósfera y poblar casi cualquier sitio imaginable—están poniendo fin a las vidas de criaturas a todo lo ancho de la Tierra. «Creo que debemos preguntarnos si esto es lo que queremos hacer con la creación de Dios», apunta Pimm. «¿Llevarla a la extinción? Porque la extinción es realmente irreversible; las especies que se extinguen están perdidas para siempre. Esto no es como Jurassic Park. No podemos traerlas de vuelta».
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A través de las islas del océano Índico y el Pacífico Sur, el cuento es más o menos el mismo: extinciones impulsadas por especies introducidas por los exploradores europeos hace unos pocos cientos de años. Pero hubo una ronda de extinciones aun más tempranas en estos y otros lugares a medida que los humanos salieron de África hacia nuevas tierras. En Australia, la llegada de los primeros humanos hace 50.000 o 60.000 años puede haber conducido a la desaparición de la megafauna de ese continente insular, la que incluía veinte especies de canguros gigantes, el león marsupial y los diprotodontes—marsupiales herbívoros que parecían roedores del tamaño de una vaca.
«No tengo dudas de que los humanos les cazaron hasta su extinción», dice Tim Flannery, un experto en mamíferos del Museo Australiano en Sydney, quien ha investigado las extinciones en su país en el pasado y el presente. «Es la misma historia de Nueva Guinea y Nueva Zelanda. Allí puede todavía encontrarse alguna evidencia, como pilas de huesos de los moas gigantes (grandes aves sin vuelo) que los maoríes mataban hasta que ya no hubo más».
«La misma cosa ocurrió aquí», dice Dolores Piperno, una arqueóloga del Instituto Smithsoniano de Investigación Tropical en Panamá, ofreciendo simultáneamente una rápida sonrisa y un suspiro. «Déjeme mostrarle algo». Camina enérgicamente sobre el piso embaldosado de su oficina y rebusca en una fila de archivadores. De uno de ellos extrae un mapa grande y lo despliega sobre su escritorio. Es un gráfico de plantas fósiles recolectadas en sedimentos tomados de un lago en el centro de Panamá, que abarca un período de 14.000 años hasta el presente.
Hace catorce mil años la diversidad de los árboles y plantas era modesta, lo que reflejaba el término de la última era glacial en los trópicos. Pero hace unos 11.000 años, cuando Panamá empezaba a calentarse, la variedad de la flora aumentó dramáticamente. Piperno traza este estallido de vida vegetal con su dedo índice a medida que el gráfico describe un pico hacia arriba, pero luego la línea se zambulle súbitamente, como si describiera el colapso del mercado de valores en 1929. «Ese punto», dice golpeando el gráfico, «corresponde al momento cuando los humanos comenzaron a practicar una agricultura de tala y quema, hace unos 7.000 años. Eso es lo que la gente puede hacerle a un bosque con un hacha de piedra y el fuego. Muestra que la idea de un noble salvaje—que la gente en las sociedades antiguas y más simples vivían en armonía con el mundo natural—no es cierta. Los humanos tenemos metas a corto plazo. Eso es lo que hace tan difícil salvar las especies y conservar el ambiente a largo plazo. Queremos resultados ahora».
Pero esas miras a corto plazo pueden igualmente funcionar en contra de la gente al eliminar especies potencialmente útiles. «Todavía no hemos identificado a todas las plantas de la Tierra», dice Sir Ghillean Prance, el director de Kew Gardens, «y las estamos perdiendo, me temo, más rápidamente de lo que podemos catalogarlas». Dado que tantas de nuestras más eficaces medicinas, desde la aspirina hasta la morfina, vienen de las plantas, Prance se preocupa de que al perder la flora del mundo estemos asimismo perdiendo la posibilidad de encontrar nuevos fármacos y otras sustancias.
«Cada vez que perdemos una especie perdemos una opción para el futuro», dice. «Perdemos una potencial cura para el SIDA o un cultivo resistente a los virus. Así que de algún modo debemos dejar de perder especies, no sólo en pro de nuestro planeta, sino en razón de nuestras propias necesidades y usos egoístas».
No es probable que el gorrión de Cabo Sable, por supuesto, conduzca a una cura para el cáncer u otro descubrimiento portentoso. Tampoco la mayoría de las especies a nuestro alrededor.¿Qué importaría si este pequeño pájaro, o cualquiera de los otros 1.100 de la lista de Pimm se extinguiera? Ese pensamiento cruza mi cerebro una mañana, mientras nos unimos a su equipo marcador de pájaros en los Everglades.
Para atrapar a los gorriones, el equipo observa a los machos que identifican cada territorio individual de anidamiento. Los marcadores colocan luego cerca una tenue red y hacen sonar una cinta con el canto de otro macho, engañando al macho residente para que crea que un rival ha llegado para cortejar a su pareja. Esa clase de descarado comportamiento suscita una respuesta inmediata del macho en su territorio. Volando bajo sobre la hierba, se detiene por unos segundos sobre una sola hoja para cantar su propio canto territorial, y luego vuela con determinación hacia la red, donde cree que acecha su competidor.
Dos marcadores se abalanzan a atraparlo. Lo pesan y lo miden y fijan suavemente dos brazaletes en su pata izquierda. «¿Le gustaría liberarlo?» me pregunta Dave Okines, el marcador jefe. Me enseña cómo sostener las patas del gorrión entre mis dedos índice y medio, de forma que quede erecto sobre mi mano. Por un breve instante, le mantengo allí, sintiendo su tibieza, admirando el brillo dorado de las plumas de su frente. Luego abro la mano y él escapa en un segundo, y me permito entonces la idea de que la sexta extinción no es inevitable. Si los humanos somos la causa, también podemos ser la solución.
Virginia Morell
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