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En 1971 Oxford University Press publicaba el contenido de diálogos—más bien entrevistas—sostenidos entre Arnold Toynbee y el profesor Kei Wakaizumi, de la Universidad Kyoto Sangyo, obviamente en el Japón. El propósito de las conversaciones: examinar en conjunto una nutrida lista de preocupaciones de la generación emergente japonesa. Ciento setenta y siete años antes Friedrich von Schiller iniciaba sus Cartas para la educación estética del hombre, que tanta influencia ejercieron sobre la juventud alemana de la época, incluido en ella el futuro titán Georg Wilhelm Friedrich Hegel, cuya Fenomenología del espíritu tanto debe a aquéllas. Inscrito en esa tradición, André Maurois escribió en 1966, un año antes de su muerte, Carta abierta a la juventud de hoy, un fluido y poderoso texto sintético de su pensamiento. Dirigida a un joven amigo francés—en todo momento el discurso alude a la segunda persona—fue para Maurois una experiencia placentera. Así dice justo al comienzo: «Tengo ochenta años, usted veinte. Todos cuantos lo conocen me hablan de sus condiciones. Y he aquí que me pide usted algunos consejos sobre cómo conducirse en la vida, un ‘aprendizaje de experiencia’… Debo confesarle que su pedido me hace feliz… El que hubiera usted recorrido a mí, me conmueve y me da ánimo. Trataré de hacer con usted una recorrida en torno del horizonte».
André Maurois nació en Normandía llamándose Émile Salomon Wilhelm Herzog. El nombre por el que se hizo famoso es nom de plume que legalizaría en 1947. En 1938, luego de una prolífica carrera de escritor—historia, novela y hasta literatura infantil—fue admitido en la Academia Francesa, el más grande honor para un intelectual de tierra gala. Sirvió en el ejército de su país en ambas guerras mundiales, y a pesar de eso no perdió nunca su equilibrado y realista optimismo.
La Ficha Semanal #101 de doctorpolítico recoge las páginas iniciales del tercero de los capítulos de su Carta abierta, Los peligros de nuestro tiempo, de traducción (Emecé) proporcionada por Luis Alejandro Aguilar, uno de los entusiastas del libro. Hace cuarenta años de esta escritura, y sus palabras parecen aplicarse con asombrosa precisión a nuestras circunstancias, tanto venezolanas—Sukhoi, Kalashnikov—como mundiales—misiles coreanos, uranio iraní y fundamentalismo así wasp como islámico, liberal o socialista.
Maurois dice a su interlocutor que todo está por hacer para las futuras generaciones: «La función de ustedes tanto en el Este como en el Oeste será la de demostrar que se puede gobernar contra los fanatismos o mejor todavía sin ellos». La tarea es difícil, admite. No en vano Schiller había advertido en La doncella de Orleáns: «Contra la estupidez hasta los propios dioses luchan en vano».
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Legado de palabras
Muchos hombres de mi edad se inclinan a loar el tiempo de su juventud y a criticar el actual. «Traten de imaginar, dicen, la seguridad de los franceses antes de 1914. No tuvieron guerra desde la de 1870, que comparada con nuestras matanzas, fue un juego de niños, sin destrucciones masivas. Se hablaba a veces de una guerra futura sin que se la creyera posible. Las armas, entonces, no amenazaban sino a los combatientes; los civiles podían creerse, lejos de los frentes de combate, en un estado de paz casi total. Las monedas eran estables; un dólar valía cinco francos, una libra esterlina veinticinco. Parecía que eso era un decreto inmutable de la Providencia. Nuestros padres hacían proyectos minuciosos para el porvenir de sus familias. Sus impuestos, sus alquileres, permanecían en niveles razonables. El átomo se mantenía tranquilo; los sólidos permanecían sólidos. La mayor parte de las jóvenes llegaban vírgenes al casamiento. Agricultores, industriales, comerciantes se sucedían de padres a hijos. Los negocios de familia conservaban su tradición. Hoy…»
Yo también amé el comienzo de este siglo; era entonces joven y confiado. Pero reconozco que ese cuadro idílico no era cierto. Una minoría se sentía segura de su porvenir; las masas no tenían ninguna garantía en caso de enfermedad o de vejez. La mayoría de los franceses vivía mal, sin confort, sin vacaciones; las horas de trabajo devoraban los días y los meses, sin despidos pagos. La ilusión de la seguridad militar no suprimía la amenaza de guerra, como los hechos lo han demostrado. Los impuestos directos eran livianos, es verdad, pero el Estado no asumía las cargas que le correspondían; los desdichados, los enfermos, los viejos sufrían más que hoy. No, no veo la edad de oro en nuestro pasado. En realidad no creo en una edad de oro; los hombres serán siempre hombres, es decir, una mezcla de héroes y de animales feroces.
Las leyes de la naturaleza no han cambiado. «Las nieves de antaño tenían la misma blancura que las de hoy. Sus copos remolineaban con la misma liviandad y caían igualmente silenciosos». Las gentes, cuando envejecen creen añorar el pasado. El buen tiempo viejo», dicen. «En el buen tiempo viejo se sabía amar; en el buen tiempo viejo los adolescentes, respetuosos, no llevaban blusones negros ni dorados». No es verdad. No se trata de que todo ande bien hoy. Pero todo ha andado siempre mal. ¿Las mujeres eran más virtuosas? ¿Las muchachas menos libres? No por cierto. Nunca la licencia de costumbres fue peor que en tiempos de Luis XV. ¿El mundo no vivía entonces en la angustia? Por cierto que sí. Las guerras de religión del siglo XVI fueron a su manera tan terribles como las guerras ideológicas del siglo XX. «Hay que aceptar lo que es y admitir lo que venga… Vivo en el tiempo del avión; y no tengo nostalgias de la diligencia… No hay nieve de antaño. Existe la nieve y su blancura».
Cuentas hechas, me siento feliz de haber vivido en nuestra asombrosa época. Que el hombre haya descubierto en medio siglo más secretos de la naturaleza que nuestros antepasados en veinte mil años, que haya conquistado fuentes de energías tan abundantes hasta hacerse casi demasiado fuerte, que haya emprendido la exploración del cosmos y se haya sumergido en el vacío interestelar, que vuele sobre la tierra de ciudad en ciudad a tres veces la velocidad del sonido, que construya máquinas que calculan y organizan mejor que los cerebros, es a la vez interesante y admirable. Su generación continuará esta marcha de descubrimientos con una velocidad acelerada. Todo les queda por hacer: elevar la biología a la precisión de la física, desmontar el mecanismo de la herencia, transformar la economía política en ciencia exacta. El trabajo no les faltará. No les faltará nunca. A medida que descubramos más, más sabremos que no sabemos nada.
Por otra parte no basta descubrir; es necesario, decía Valéry, adaptarse a lo que se descubre. No hemos asimilado todavía nuestros recientes inventos. ¿Conoce el dicho de Jean Rostand? «Es necesario que el hombre aprenda a ser poderoso». Poderoso y no todopoderoso. Porque no debemos exagerar. Saltar de la tierra a la luna, ir hasta Marte mismo y a Venus, hasta los cometas y las Galaxias, da una alta idea del valor y del ingenio del hombre; pero en proporción al Universo no es gran cosa. Si algún habitante de un electrón encontrase el modo de ir de su electrón al electrón vecino, todos los «electronianos» vociferarían el milagro. ¿Y qué? Eso que pasaría en la escala de los infinitamente pequeños, no tendría ninguna importancia cósmica. ¿Hemos hecho cuatro pasos en el vacío? ¿Qué son cuatro pasos en comparación con el infinito? Creemos saber lo que son las cadenas de moléculas portadoras de la herencia, pero cada una de esas moléculas es un mundo, e ignoramos lo que en ese mundo pasa. Los dos infinitos de Pascal permanecen fuera de nuestro alcance y así permanecerán siempre. No somos dioses. Sólo que nos hemos vuelto, de acuerdo con nuestra escala y sobre nuestra gota de barro, endiabladamente fuertes. Nos falta ser dignos de esa fuerza.
Tenemos los medios físicos para destruir la civilización y la especie, pero carecemos de poderes morales para oponernos a esa destrucción. Las naciones continúan blandiendo con aire amenazante sus rayos intercontinentales y nada prueba que de escalada en escalada no vayan a aniquilar al hombre antes que abandonar la delantera. Una de las tareas de su generación será (de ser capaces) poner fin a esos juegos pueriles y tontos. Que los héroes de Homero tuviesen entera libertad para injuriarse, se concibe; sus cuestiones de honor se resolvían en combate singular. Que los soberanos del siglo XVIII se hayan disputado territorios por las armas, es cosa que en rigor se puede admitir (aunque se los censure); esto no comprometería sino soldados de oficio. Pero que los dirigentes de nuestro tiempo estén prontos a provocar una guerra nuclear, es intolerable. Ninguna querella vale la muerte de centenares de millones de seres humanos y menos aun, una querella por palabras.
Y he aquí que son palabras sobre todo—y orgullos al vivo—lo que nos divide. «Los intereses transigen siempre, las pasiones nunca». El Este y el Oeste hacen hoy canjes provechosos para ambas partes. Se entienden con bastante facilidad en sus contratos comerciales. Sus sistemas políticos, económicos, son diferentes, pero tienden a acercarse. De hecho, Occidente, dominio de la libre empresa, admite innumerables intervenciones del Estado; el Este, imperio del socialismo, tolera y hasta alienta en su economía, el empleo de métodos occidentales. «Nadie se achispa ni se sacia con las etiquetas de las botellas». Comprendo que sea difícil para los jefes de ambos campos renunciar a sus querellas verbales. De ellas viven. Evocando al monstruo enemigo, justifican su autoridad, fanatizan las multitudes y calientan a rojo vivo los odios. Pero, de cuando en cuando la llama se vuelve. La función de ustedes tanto en el Este como en el Oeste será la de demostrar que se puede gobernar contra los fanatismos o mejor todavía sin ellos. Ya algunos jefes de Estado, capaces, con amplitud de miras y sentido realista, así lo han comprendido. Han renunciado a las justas de injurias. Pero todavía quedan en el mundo muchos rabiosos y la tarea no será fácil. La victoria sobre las palabras será cuestión de vida o muerte para la especie humana.
André Maurois
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