Introducción a vuelo de pájaro a la historia del siglo XX. La mise en scène: la Guerra Franco-Prusiana y la Belle Époque. La era de Bismarck. Irrupción del existencialismo: de Søren Kierkegaard a Friedrich Nietzsche.
La cosmología más reciente ha requerido postular, en explicación del universo observable, que hubo una época “inflacionaria” de la expansión original: una fase en la que la dispersión de la materia alejándose de sí misma procedió mucho más rápidamente que lo previsto por la ley de Hubble.[1] El siglo XX inició, en el mismo sentido, una época inflacionaria de la humanidad. Todo se hizo mucho más veloz: el crecimiento de la población, el del desarrollo tecnológico, el del traslado por tierra, mar y aire, el de los artículos de consumo y el de sus costos y sus precios, el del conocimiento científico, el del gasto energético, el de la contaminación ambiental y el de la posibilidad de autodestruirnos. Todo fue, a ritmo febril sin precedentes, más grande y numeroso, más rápido y potente: las guerras, las artes médicas, la capacidad terrorista, la internacionalización del comercio, la democratización al tiempo que la autocracia. El siglo XX fue, no cabe duda, un especialísimo punto de inflexión en la curva de la historia.
Los actores en el escenario del planeta, sea que se trate de protagonistas o de extras, somos muchísimos más que los que había en 1900. En los momentos somos unos 6.600 millones de pasajeros de la nave Tierra, cuando a comienzos de siglo éramos unos 1.600 millones. Le tomó a la humanidad un millón y medio de años para llegar a este tamaño, y sólo cien para añadir 5.000 millones y cuadruplicarse. Este explosivo crecimiento, que aún no se ha detenido, se produjo sobre todo en las áreas más pobres.
La explosión demográfica, por otra parte, coincidió con una equivalente del consumo energético. Primero el carbón, y luego muy principalmente el petróleo, alimentaron la expansión poblacional.
El incremento de una población, expresado por la tasa de crecimiento, es producto de la diferencia entre la tasa de natalidad y la de mortalidad. La tasa de natalidad, tomada para el conjunto del planeta, no varió demasiado durante el siglo XX—aunque sí en las últimas décadas de éste, decreciendo—pero lo que determinó la eclosión de los habitantes fue un marcado descenso de la tasa de mortalidad, a consecuencia de los adelantos sanitarios que permitieron grandes éxitos en el combate de las enfermedades de origen infeccioso. Los continuados avances de la tecnología médica, por otro lado, continúan aumentando la esperanza de vida al nacer.
Parece ser, sin embargo, que el crecimiento de la población de las especies, la humana incluida, describe una curva logística (en forma de S): de crecimiento muy lento al principio, es sucedida por una fase de crecimiento exponencial que culmina en un techo que nuevamente la nivela. Es así como se espera que esto ocurra también con la raza humana, y que con el descenso de la tasa de natalidad en dirección de niveles de mero reemplazo poblacional[2] se alcance una nivelación, que algunos estiman en 11.000 millones de personas. En todo caso, si algo puede caracterizar al siglo XX es el muy acelerado crecimiento de la población, la que como un supertanquero de gran masa, es preciso frenar con mucha anticipación para detenerla. Todavía quedan unos cuantos años de crecimiento, aun cuando la natalidad ya ha descendido.
Pero hemos dicho que muchas otras cosas también crecieron a ritmo desenfrenado durante el siglo XX. En la Primera Guerra Mundial, por caso, tripulantes de los aeroplanos militares debían dejar caer de sus manos las escasas bombas que lanzaron, y hasta disparar a su inicio con revólveres, casi a boca de jarro, a los aviadores enemigos. En cambio, se estima hoy que el arsenal nuclear existente es aproximadamente igual al de la década de 1980, y los modelos meteorológicos muestran que la mitad de ese polvorín es capaz de causar un invierno artificial de proporciones cataclísmicas, al incluir la traslación, por inversión de los ciclos eólicos normales, de nubes de hollín y polvo que harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente (con lo que muy pronto la superficie terrestre descendería a temperaturas de subcongelación), y de nubes intensamente radiactivas.[3] El cálculo de bajas en una guerra de este tipo ha llegado a rendir cifras tan altas que sus gráficos requirieron la aséptica y desalmada nomenclatura de “megamuertes” (megadeaths, un millón de muertos) introducida por Hermann Kahn en su libro—con título que hacía eco de la clásica obra de Clausewitz—On Thermonuclear War. Esto ha traído el siglo XX.
Pero también creció en el vigésimo siglo cristiano la propia capacidad de cálculo, con el vertiginoso incremento del poder para computar. No hace mucho que los ingenieros sacaban sus cuentas sin más auxilio que el de una regla de cálculo, pues los primeros computadores electrónicos datan de la década de los 40, y hoy se calcula su capacidad en miles de millones de operaciones aritméticas por segundo.
En 1965 la revista Electronics Magazine publicaba un artículo de Gordon E. Moore,[4] en el que este ingeniero electrónico hacia la observación (y predicción) de que la densidad de transistores en los circuitos integrados—chips—respecto de su costo mínimo unitario se duplicaba cada dieciocho meses.
Por supuesto que los computadores pueden emplearse en menesteres militares, pero su uso civil es cada vez más extenso, y la aparición del computador “personal” (1976) ha significado una nueva explosión, esta vez en la demografía digital. Del crecimiento sosegado de la electrónica a comienzos de siglo,[5] se pasó en breve tiempo a una carrera tecnológica acelerada, y en general lo inventado en el siglo XX empequeñece en magnitud a la inventiva humana de un millón y medio de años de existencia. Cálculos similares al de Moore se predica para las más dinámicas entre las ciencias. Para la década de 1980 se estimaba que el conocimiento total en Biología se duplicaba en el espacio de dos años, y más rápidamente aún en campos novísimos como la ingeniería genética.
A este siglo XX tan denso en sufrimiento y avance, se llegó desde una puesta en escena en el XIX que es preciso refrescar. Comoquiera que la civilización occidental ha sido el asiento del mayor progreso y dominio, este recuento es casi exclusivamente de la historia europea. A ésta se le pronostica ya una declinación, como postula Arnold Toynbee en su Estudio de la historia[6] para toda civilización existente o por existir. (Las fases por las que atraviesa toda civilización serían, para Toynbee, las de génesis, crecimiento, tiempo problemático, estado universal y desintegración). Algunos autores, incluso, sostienen que ya esa erosión ha comenzado, y tienen al siglo XX por el crisol primigenio de un nuevo y más englobante proceso: la emergencia de una civilización planetaria o mundial, a partir de la fusión cultural entre Oriente y Occidente[7].
………
La mecha larga del conflictivo comienzo del siglo XX fue encendida en Alemania en la segunda mitad del siglo XIX. Este país, cuyo Primer Reich se convirtiera en Sacro Imperio Romano el día de Navidad del año 800, con la coronación de Carlomagno a manos del papa León III, era en 1850 un archipiélago de más de trescientos principados, cuya unificación pretendía ser liderada por los Habsburgo, la casa reinante de Austria, en un proyecto de la Gran Alemania. En lo que hoy conocemos como Alemania sólo había un estado con el músculo suficiente como para frustrar los deseos austriacos: el reino de Prusia. Napoleón había acabado formalmente la existencia de mil años del Sacro Imperio Romano, incorporando la ribera izquierda del Rin a Francia y organizando la Confederación del Rin bajo su dominación y empujando a Austria fuera del extenso territorio de la liga, que se extendía del Báltico a los Alpes. En esa reorganización Prusia había permanecido incólume, como estado buffer ante Rusia.
Varios factores impulsaban la aspiración de la unidad alemana. El Romanticismo, para empezar, que tuvo por pioneros a grandes escritores alemanes—Goethe el cimero—fue un acicate para el espíritu nacionalista. Las ideas del liberalismo también hicieron lo suyo: la burguesía alemano-occidental aspiraba a un gobierno constitucional y políticas económicas que le fueran favorables, y como el estado de cosas no las proveía, deseaba un estado nacional unificado que las concediera. Luego, a la caída de Napoleón fue posible establecer, gradualmente, el Zollverein o unión aduanera, primero en Prusia, luego con la adhesión de principados menores y, finalmente, con la de principados mayores de Alemania del sur. Para coronar este proceso de integración económica, a partir de 1830 se instaló en el país una red ferrocarrilera que a su vez impulsó el surgimiento de industrias y, sobre todo, bancos que operaban más allá de las ciudades donde se fundaban.
Así las cosas, hubo tempranos intentos de unificación. Prusia logró un éxito parcial en 1850, cuando en Erfurt se aprobó una constitución para una Kleindeutsch o pequeña Alemania, que excluía a Austria, bajo presidencia prusiana. Pero esta iniciativa contó de inmediato con la oposición de Austria, que procedió a restaurar la Dieta de la vieja Confederación Germánica. La guerra entre Prusia y Austria pudo ser impedida por la constelación de fuerzas favorables a Austria: los estados alemanes del sur preferían la confederación laxa propuesta por los austriacos y Rusia se mostró inclinada a terciar a favor de estos últimos. En noviembre de 1850 los prusianos encajaron la “humillación de Olmütz”, donde debieron aceptar la disolución la Unión de Erfurt y la presidencia de Austria en la reestablecida Confederación Germánica.
En 1861 subió al trono[8] Guillermo I de Prusia, bajo quien se intentó la modernización del ejército, comandado por los generales von Roon y von Moltke. Esta pretensión fue opuesta por los diputados liberales al Landtag (cámara baja) con temores de que el ejército se convirtiese en fuerza represiva, y éstos bloquearon por más de dos años la aprobación de los créditos necesarios. A punto de abdicación en 1862, Guillermo I siguió el consejo de von Roon y llamó al gobierno a Otto von Bismarck.
Bismarck pertenecía a la clase terrateniente aristocrática, los Junker, que proveían la mayor parte de los oficiales del ejército y también los principales funcionarios de la administración. Había sido representante de Prusia ante la Dieta de la Confederación Germánica por nueve años (1851-1859), y en ella pudo calibrar a los diplomáticos austriacos y confirmar la baja opinión que tenía de la práctica parlamentaria, adquirida en la asamblea de Frankfurt en 1848, el año de revoluciones en Europa. Luego fue embajador en Rusia (1859) y en Francia (1862), de donde fue llamado para encargarse del gobierno prusiano en calidad de Ministro Presidente.
Fue Bismarck, de tendencia claramente conservadora, el exponente epónimo de la Realpolitik, o política de poder. A un comité de la Dieta de Prusia dijo en una ocasión: “Las grandes cuestiones del día no se decidirán con discursos y votos de mayoría—eso fue el error de 1848 y 1849—sino con sangre y con hierro”. Así se bautizaba él mismo, pues mucho antes de que Margaret Thatcher fuese tenida como “la Dama de Hierro”, ya Bismarck había pasado a la historia como “el Canciller de Hierro”. Cuando esa misma Dieta se rehusó de nuevo a la aprobación de los créditos para el ejército, un recién estrenado Bismarck simplemente la ignoró: sin el menor miramiento cobró los impuestos y los gastó en la modernización de sus fuerzas armadas.
Los objetivos de Bismarck no eran, al menos al comienzo, los de un pangermanista, sino los de un prusiano que quería maximizar el poder y la reputación de Prusia. Era para esto que buscaba ganar el apoyo de los restantes estados alemanes mientras disminuía la influencia de Austria, aunque para esto tuviera que alentar a quienes querían una Alemania unida. En cuidadosa preparación, buscó la pelea con Austria y la ganó, aprovechándose de “la cuestión danesa”.
Los ducados de Schleswig y Holstein eran propiedad personal hereditaria del rey de Dinamarca, pero su población era mayoritariamente alemana y, de hecho, Holstein era miembro de la Confederación Germánica. La corona danesa quiso incorporar definitivamente a Schleswig e imponer una constitución en Holstein, intenciones que reavivaron el sentimiento nacionalista alemán. Bismarck no tardó en aprovechar esta reacción, y persuadió a los austriacos a que le acompañaran en una guerra contra Dinamarca. La derrota total de esta última dio aliento a tres objetivos de Bismarck: aumentó su prestigio con los nacionalistas alemanes, demostró la eficiencia de sus tropas con un bautismo de fuego y estableció las bases para una próxima y más estratégica guerra contra Austria. En efecto, Dinamarca tuvo que ceder tanto Schleswig como Holstein a la pareja vencedora, adjudicando el primero de los ducados a Prusia y el segundo a Austria. Aunque, en teoría, la soberanía sería ejercida conjuntamente, en la práctica Prusia ocupaba y administraba Schleswig y Austria debía hacer lo propio con Holstein. Pero este último ducado estaba enclavado en territorio prusiano, y Viena estaba demasiado lejos. Después de prepararse de nuevo cuidadosamente en el terreno diplomático—se amistó con Rusia apoyándola en la supresión de la rebelión polaca de 1863, insinuó a Francia ganancia territorial en la Renania tras una guerra alemano-prusiana que ganara Prusia y concluyó una alianza con Italia, a la que prometió Venecia—penetró en Holstein con su ejército.
Como es natural, Austria mordió el anzuelo, y persuadió a la Dieta de la Confederación Germánica para que declarara a Prusia un agresor. Bismarck denunció entonces que se había violado la constitución federal y declaró muerta a la Confederación. Aunque la mayoría de los estados alemanes se alineó con Austria, y esta alianza hacía esperar la derrota de Prusia, la preparación de esta última se impuso en una guerra de siete semanas, para sorpresa de toda Europa. El ejército prusiano fue desplegado con rapidez y penetración con un uso inteligente de las líneas ferroviarias, y su empleo de fusiles de cerrojo, de carga mucho más rápida que los mosquetes austriacos que debían ser alimentados por la boca, determinó una ventaja tecnológica y táctica que fue decisiva. Después de arrollar a Hanover y volverse sobre los estados alemanes del sur, la acción definitiva, un enfrentamiento directo de Austria y Prusia, tuvo lugar en Bohemia, donde la batalla de Königgrätz (3 de julio de 1866) resultó en una victoria aplastante de Prusia.
Bismarck coronó el esfuerzo con un golpe diplomático maestro: se opuso a los deseos de Guillermo I y su propio estado mayor, que querían llevar el avance hasta la capital imperial de Viena, y compuso un rápido armisticio de trato condescendiente hacia Austria, para no añadir vinagre a la herida y prevenir una intervención de Francia, que sorprendida por la celeridad de una guerra que estimó prolongada había procurado entrometerse en plan de mediador. Austria tuvo que ceder Venecia a Italia que, como sería su costumbre en las guerras del siglo XX, había sido derrotada en el terreno y sin embargó se alzó con su premio. Ningún otro sacrificio territorial se impuso a los austriacos, aunque sí debió pagar una indemnización. Prusia, por su parte, y además de Schleswig y Holstein, incorporó a sus dominios a Hanover, Hesse-Cassel, Nassau y Frankfurt. En adición contó con mano libre para reorganizar a su antojo el resto de los estados alemanes del norte. En premio a la hazaña, la Dieta de Prusia votó entusiastamente a favor de los créditos que antes había negado, en medio de un furor de nacionalismo resurrecto.
La triunfante campaña de Prusia contra Austria, sin embargo, dejó un asunto pendiente. Luego de completar la reunificación al norte de Alemania, los estados alemanes del sur se vieron forzados a una alianza con Prusia, la que aceptaron a regañadientes sólo porque Austria ya no podría defenderles. El catolicismo sureño[9] resentía el protestantismo prusiano, y la única protección a la que podría aspirar era la de Francia. Bismarck entendió que tendría que ganarle una guerra a Napoleón III.
Como siempre metódico, Bismarck dispuso primeramente el terreno diplomático. Luis Napoleón también veía una guerra contra Prusia como inevitable, pero su intento de establecer alianzas que lo fortalecieran no tuvo éxito. Austria, derrotada, no podía pelear de nuevo tan pronto, y los húngaros, que ahora tenían status equivalente en la “Monarquía Dual” (Austria-Hungría), no querían saber nada del asunto. Los designios de Francia, que buscaba compensarse mediante la anexión de Bélgica y Luxemburgo, aseguraron la antipatía de Inglaterra contra ella cuando Bismarck se apresuró a advertir a los ingleses de las intenciones francesas. Italia estaba agradecida a Prusia, y ésta aseguró el beneplácito de Rusia en la eventualidad de una guerra con Francia.
Sólo faltaba un pretexto. El trono español estaba vacante, y había sido ofrecido al príncipe Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, pariente de Guillermo I de Prusia. El monarca alemán aconsejó a su familiar que rehusara la oferta, precisamente para no herir la susceptibilidad de Napoleón III. Pero en la primavera de 1870 Bismarck maniobró para que el ofrecimiento fuese renovado. Un nuevo e inexperto gabinete francés interpretó el asunto como insulto, y exigió que Guillermo I se excusara formalmente en representación del embajador francés, que fue hasta Ems, donde el monarca alemán descansaba, para entregar la solicitud. Guillermo se rehusó cortés pero firmemente y telegrafió a Bismarck para explicar los pormenores. El maestro de la Realpolitik editó el telegrama para que sonara como nueva injuria a los franceses y lo filtró a la prensa.
La reacción no se hizo esperar. Reaccionando a la afrenta del “despacho de Ems”, el emperador francés declaró la guerra a Prusia el 19 de julio de 1870. De inmediato Francia fue invadida por tres ejércitos alemanes que llegaron rápidamente tras las líneas francesas. Sitiaron un gran ejército francés en la fortaleza de Metz y rodearon otro en Sedán, conducido por el mismo Napoleón cerca de la frontera belga. Después de aguantar dos días de bombardeo inmisericorde, el segundo emperador de los franceses capituló con cien mil hombres el 2 de septiembre de 1870. La derrota significó la abdicación de Napoleón III y la proclamación de la Tercera República en Francia, que prolongó una lucha inútil por unas semanas más.
En mayo de 1871 el Tratado de Frankfurt arrancaba Alsacia y una parte de Lorena a Francia, e imponía a este país el pago de indemnizaciones de guerra y la humillación de una ocupación, sufragada por los vencidos, hasta tanto la obligación fuera saldada. En injuria adicional, Bismarck arregló la proclamación de Guillermo I como emperador alemán en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, a escasos kilómetros de París. Había nacido el Segundo Reich, y de allí en adelante Bismarck, que había provocado tres guerras para conseguirlo, se consagró durante casi veinte años más a preservar la paz en Europa. Le bastaba aplicar su regla de oro: en una Europa de cinco potencias—Austria, Rusia, Francia, Inglaterra y Alemania; para fines prácticos Italia no contaba—había que estar à trois, es decir, acompañado de dos aliados.
A raíz de la Guerra Franco-Prusiana las potencias que gobernaban Europa—si a ver vamos, el mundo—no se enfrentaron directamente en las cuatro décadas siguientes, limitándose a ensayar escaramuzas en otras tierras. La paz armada se llamó al período, pero también se lo conoció, sobre todo en Francia, que continuó siendo la primera referencia en lo cultural, como la Belle Époque. Un término más general para referirse a la época es la expresión igualmente francesa de fin de siècle, que conlleva una cierta connotación decadente. Lo cierto es que Francia, después de una depresión económica que duró desde 1882 a 1897, conoció una gran bonanza económica y suficiente estabilidad política como para alojar un sentimiento de bienestar, el que se expresaba en el desenfadado estilo de vida de las clases alta y media, y fue retratado por artistas de la época, como en los afiches de Henri Toulouse-Lautrec. La gran Exposición Internacional de París de 1879, convocada para conmemorar el centenario de la Revolución Francesa, vio la inauguración del símbolo urbano más reconocible del mundo: la Torre Eiffel. Fue visitada por una enorme peregrinación de treinta millones de personas, y en ella se exhibió el novísimo cine inventado por Lumière y el teléfono recién inventado por Bell.
Pero también logró Francia recuperarse diplomática y militarmente. No sólo logró rearmar y modernizar su ejército, sino que logró sacar a Inglaterra de su splendid isolation al proponerle, con éxito, una entente cordiale. Finalmente, para los primeros años había logrado forjar una fuerte alianza con Rusia, la que se había beneficiado de importantes inversiones francesas. La corte del Zar procuró imitar en todo a Francia, al punto de que hablaba en francés, y esta lengua continuó siendo la de los diplomáticos de todo el mundo. Era Francia ahora la potencia à trois.
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El fin de siglo, sin embargo, fue más bien melancólico. Por una parte, el progreso económico del momento no se transmitía a un mayor bienestar de las clases populares. Por la otra, los artistas sentían y expresaban, como perros antes de terremoto, una angustia por el cataclismo que presentían.[10] Basta escuchar una sinfonía de Gustav Mahler, músico bohemio que tenía seis años de edad cuando Prusia derrotaba a Austria, diez al momento de la Guerra Franco-Prusiana y murió tres años antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, para sentir el peso de la tragedia y de la muerte que se avecinaban, a pesar de que el compositor viviera en época de paz en Europa. En 1899 Sigmund Freud había expuesto en Viena, ciudad de intensísima vida intelectual al cambio de siglo, la realidad del subconsciente y el inconsciente, con lo que una ciega confianza victoriana en la racionalidad ya no era posible.
Los grandes sistemas filosóficos, que culminaron en el de Hegel, nunca dijeron nada al ciudadano ordinario, sumido en sus problemas existenciales. El filósofo y teólogo danés Søren Kierkegaard (1813-1855), tenido como padre del existencialismo filosófico, ya había puesto el dedo en la llaga al preguntar de qué servía un mapamundi (el sistema hegeliano) a quién como él sólo quería ir de Copenhague a uno de sus suburbios.
Una personalidad aun más atormentada que la de Kierkegaard gritaría más fuertemente en dirección parecida, hasta que muriera en el último año del siglo XIX. Friedrich Nietzsche (1844-1900) veía la vida como una intensa tragedia, y la entendía como una lucha constante por el poder. Considerando a la tradicional moralidad cristiana como una “ética de esclavos”, propugnaba como meta para la humanidad la producción de una nueva raza de superhombres. Lo que era bueno era lo que estimulara la búsqueda de poder, y lo que era malo lo que proviene de la debilidad. No podía imaginar siquiera que a la vuelta de cuatro décadas su programa fuera tomado literalmente por Adolf Hitler, pero su pensamiento ejerció una gran influencia en Europa. Georges Sorel (1847-1922) combinó esta influencia con el marxismo, y abogó por un sindicalismo violento que justificaba la acción violenta en la consecución de sus fines: huelgas, sabotaje, saqueo, todo estaba permitido. Sorel, más aún que Nietzsche, consagró lo irracional como legítimo motivo de la conducta, y la psicología de Freud, con su énfasis en el inconsciente y el instinto tanático, le proveyó de una base supuestamente científica.
El fin de siècle daría paso a una violencia de escala inusitada, y cabría al siglo XX el dudoso honor de las mayores y más terribles guerras de la historia humana. Por fortuna, en las riberas del río de esa historia,[11] otros hombres trabajaban pacientemente en una nueva ciencia y la reconstrucción de la racionalidad, y los artistas continuarían su pertinaz advertencia. Al lado del conflicto y de la guerra, el siglo XX sería también centuria de grande progreso intelectual. LEA
[1] Edwin Hubble, astrónomo estadounidense, postuló en 1929 la ley empírica que relacionó una mayor distancia de las galaxias con una mayor velocidad de recesión o alejamiento.
[2] Zero growth, “crecimiento cero”, que se conseguiría si cada pareja tuviera sólo dos hijos que la sustituyan.
[3] Para un caso base de un intercambio de 5.000 megatones, equivalente a la mitad del arsenal disponible. Ackerman, Pollack y Sagan, Scientific American, agosto de 1984.
[4] Uno de los fundadores de Intel, la gigante fábrica de circuitos electrónicos integrados de ubicua presencia: Intel inside.
[5] Entre la primera transmisión inalámbrica de Marconi (1895) y el primer radio de transistores (1954) transcurrieron cinco décadas.
[6] En el primer tomo de esa obra monumental de doce volúmenes—que terminó en 1961—el historiador de historiadores pregunta qué comporta un “campo inteligible para el estudio histórico”, y concluye que la civilización es la unidad de medida ineludible. No se entiende realmente la historia, sostiene, si se la escribe sólo sobre Estados, clases o grupos étnicos. Inglaterra, por caso, no puede ser comprendida, a pesar de su relativo aislamiento del continente, sino inserta en la historia de la civilización cristiana europea, y es precisamente el ejemplo de su patria el que emplea para exponer esta noción.
[7] Ver Sri Radhakrishnan: Kalki, o el futuro de la civilización.
[8] Al declararse loco su hermano, el rey Federico Guillermo IV.
[9] Poco después de la proclamación del dogma de la infalibilidad papal (Concilio Vaticano I, 1870) la propia Austria anuló su concordato con la Iglesia. Por su parte Bismarck emprendió una lucha más activa contra ella entre 1871 y 1875, para asegurar la supremacía estatal en asuntos donde los intereses del Estado requerían que la lealtad ciudadana no estuviera dividida entre ambas instituciones. A esta campaña anticatólica se le dio el nombre de Kulturkampf (lucha por la civilización), y sólo cesó al advenimiento de León XIII, pontífice más diplomático que su antecesor, Pío IX, cuando Bismarck se percató de la futilidad de su política.
[10] El psiquiatra Rollo May, en su obra Love and Will, escribió acerca de esta capacidad profética en los artistas, que comparten con los neuróticos. Éstos la expresan destructivamente, mientras que los artistas serían capaces de hacerlo constructivamente.
[11] “Quizás la causa de nuestro pesimismo contemporáneo es nuestra tendencia a ver la historia como una turbulenta corriente de conflictos—entre individuos en la vida económica, entre grupos en política, entre credos en la religión, entre estados en la guerra. Éste es el lado más dramático de la historia, que captura el ojo del historiador y el interés del lector. Pero si nos alejamos de ese Mississippi de lucha, caliente de odio y oscurecido con sangre, para ver hacia las riberas de la corriente, encontramos escenas más tranquilas pero más inspiradoras: mujeres que crían niños, hombres que construyen hogares, campesinos que extraen alimento del suelo, artesanos que hacen las comodidades de la vida, estadistas que a veces organizan la paz en lugar de la guerra, maestros que forman ciudadanos de salvajes, músicos que doman nuestros corazones con armonía y ritmo, científicos que acumulan conocimiento pacientemente, filósofos que buscan asir la verdad, santos que sugieren la sabiduría del amor. La historia ha sido demasiado frecuentemente una imagen de la sangrienta corriente. La historia de la civilización es un registro de lo que ha ocurrido en las riberas”. De Will Durant, autor, junto con su esposa Ariel, de la obra en varios volúmenes The Story of Civilization.
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