LEA, por favor
Esta Ficha Semanal #110 de doctorpolítico contiene verdaderamente una joya textual. Ha sido tomada de Historia íntima de la humanidad (1994), de Theodore Zeldin, a quien se recurre acá por segunda vez. Corresponde a seis páginas del octavo capítulo de ese libro de 470 páginas que nombra sus partes a la usanza clásica. El nombre de este capítulo es De cómo el respeto se ha hecho más deseable que el poder.
Zeldin es un filósofo e historiador británico que enseña en la Universidad de Oxford. Sus obras anteriores estuvieron centradas sobre temas y eventos de Francia. Por ejemplo, contribuyó con dos mil páginas a la Historia de la Europa Moderna de Oxford que le valieron una sólida reputación de historiador, y que han sido republicadas como libro independiente bajo el título Historia de las pasiones francesas. Asimismo hizo una historia del sistema político establecido por Napoleón III, y otro libro llamado simplemente Los franceses.
Pero donde Zeldin descuella es hurgando en la historia de las emociones humanas, a las que identifica en sus casos más antiguos y en su expresión contemporánea, estableciendo así las líneas evolutivas de la emocionalidad y extrayendo consecuencias asombrosas. El método de los insólitos capítulos de Historia íntima de la humanidad es siempre el mismo: Zeldin presenta un caso actual—por ejemplo, las emociones de un periodista francés que juró a los diez años de edad nunca ser pobre—para construir a partir de él una exquisita disquisición de gran profundidad histórica, psicológica y sociológica: «Toda la historia ha sido, hasta ahora, un intento por librarse de la incertidumbre».
En el erudito libro, en sus conferencias, en las entrevistas que concede, siempre está presente una irreductible admiración por la mujer. La historia es, para él, un conjunto de ladrillos con los que construir el mundo del futuro. Así explicaba en una reciente entrevista que concediera a la BBC: «El hombre renacentista, más la mujer moderna, equivalen a la persona del milenio… Siento que ahora la nueva fuerza no es el individuo que la gente trata de imitar, ni la gran masa colectiva que uno tenga que seguir, sino la pareja… Las utopías están ya desacreditadas. Sabemos que no funcionan, así que lo que podemos hacer es tener una actitud científica hacia la vida, en la que cada intento es un experimento. Uno no se molesta si los experimentos no funcionan porque son interesantes y esto nos da una dirección en la vida, pues uno dice así: ‘Bueno, tratemos y hagámoslo mejor que nuestros ancestros’.»
LEA
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Más respeto, por favor
Ser rey: esto fue una vez el sueño universal, no sólo de los políticos, sino de los padres que gobernaban a sus hijos, los esposos que trataban a sus esposas como sirvientes, los jefes que casi podían decir «decapítenlo», los funcionarios que olvidaban sus hemorroides imaginando que sus ajadas sillas eran tronos. En la vida real, por los últimos cinco mil años la vasta mayoría de los humanos ha sido sumisa, encogida ante la autoridad y, apartando breves episodios de protesta, sacrificada por sí misma para que una pequeña minoría pudiera vivir en el lujo. Les habrían salido rabos de no ser por el hecho de que la mayoría de ellos encontró alguien otro con quien pudieran hacerse los tiranos, alguien más débil, alguien más joven. La desigualdad se aceptó por tanto tiempo porque los abusados encontraron a su vez víctimas de las que abusar. El líder poderoso era admirado porque encarnaba sueños de autoridad que la gente humilde acariciaba secretamente y trataba de representar en su vida privada. Pero ahora la obsesión con la dominación y la subordinación comienza a ser desafiada por una imaginación más amplia, hambrienta de estímulo, de alguien que escuche, de lealtad y confianza y, sobre todo, de respeto. El poder de dar órdenes ya no es suficiente.
En el pasado, los signos exteriores de respeto—el sombrero alzado, la reverencia profunda—demostraron que la gente aceptaba y reconocía su sumisión al poderoso. Ahora, sin embargo, la calidad de la relación personal entre dos individuos ha llegado a importar más que el rango o el status. Aunque los políticos se hayan instalado en los palacios de los reyes, ellos son la menos admirada de las profesiones, muy por debajo de los doctores, los científicos, los actores, e incluso de los pobremente pagados enfermeros y maestros. No es sorprendente que las mujeres, en general, no hayan querido ser políticos del tipo tradicional. Cada vez que un político hace una promesa que no cumple, todos los aspirantes a rey se hacen un poco menos creíbles.
Dos mundos existen lado a lado. En uno la lucha por el poder continúa casi como siempre lo ha hecho. En el otro no es el poder lo que cuenta, sino el respeto. El poder ya no garantiza respeto. Incluso la persona más poderosa del mundo, el Presidente de los Estados Unidos, no es lo suficientemente poderosa para lograr el respeto de todos; probablemente es menos respetado que la Madre Teresa, a quien nadie está obligado a obedecer. Tradicionalmente, el respeto era convertido en poder, pero ahora se ha hecho deseable en sí mismo, y se le prefiere crudo a cocido. La mayoría de la gente siente que no obtiene tanto respeto como merece, y obtenerlo es ahora para muchos más atractivo que ganar poder. La atención se pone en la vida familiar, donde ya la meta no es tener tantos hijos como sea posible, que antaño era la forma de hacerse rico, sino crear lazos de afecto y respeto mutuo, y extenderlos a un círculo de amigos escogidos. Ya no es el clan o la nación lo que decide a quién debe uno odiar y a quién cortejar. Los poderosos son ridiculizados más que nunca lo han sido, aun cuando se les tema. El gobierno moderno, que trata de controlar más aspectos de la vida que lo que los reyes hicieran, es humillado constantemente porque sus leyes rara vez alcanzan lo que se proponen, son evadidas y torcidas, rara vez tienen éxito en alterar mentalidades, que deciden lo que sucede realmente, rara vez son capaces de resistir a los especuladores o las tendencias globales.
Las imaginaciones están comenzando a trabajar de otro modo. Ha cesado de ser admirable tratar a las personas como animales, cuya domesticación fue una vez el logro más orgulloso de la humanidad. Se enseñó a las vacas a trabajar día y noche para producir 15.000 litros de leche al año, cuando antes su rendimiento diario era poco más que un litro. Las ovejas aprendieron a crecer 44 libras de lana al año, cuando antes sólo dos libras bastaban para calentarlas, y en el proceso comenzaron a hincharse continuamente, a comportarse como ovejas, lo que antes ninguna hacía. Los cerdos han sido transformados de libres y pugnaces forrajeros de los bosques en dóciles nadadores en su propia orina, forzados a tan desacostumbrado contacto con otros, a devorar sus alimentos en unos pocos minutos—cuando antes la búsqueda de comida era una preocupación incesante—sin otra posibilidad que la de alternar entre el sueño y la agresión, mordiéndose los rabos entre sí. Incluso el comportamiento sexual se ha transformado: algunos animales se han hecho más excitables, otros casi han perdido el interés; algunos, criados en grupos de machos, establecen relaciones homosexuales estables; los toros, alimentados con dietas altas en proteínas, alivian su tensión con la masturbación. Algunos animales han sido criados para retener sus características juveniles de por vida. Desde el siglo dieciocho, cuando los cruces endogámicos se pusieron de moda, muchos se han hecho más uniformes, más estereotipados que lo que nunca fueran. Usualmente fue sólo cuando los animales se hicieron comercialmente inútiles cuando se consiguió placer en su compañía: pero ha sido sólo recientemente que los humanos comenzaran a preguntarse si el modo de mostrar afecto por los perros es criarlos deliberadamente con formas grotescas y dolorosas.
Es así como la gente descubrió lo que significaba el poder: la capacidad para hacer que otros se comportaran como uno quería. Esto inspiraba usualmente enorme respeto. La experiencia de la domesticación mostró que los seres vivientes eran capaces, bajo presión, de un vasto rango de conductas y temperamentos y que se podía hacer que contribuyesen a su propia esclavitud, apegándose incluso a los amos que les maltrataban. Pocos se dieron cuenta de que el amo de los esclavos a menudo era esclavizado por su víctima. Porque pronto los humanos comenzaron a tratar de domesticarse los unos a los otros, criando para la subordinación y la dominación. Cuando también aprendieron a domesticar las plantas, se convirtieron en la primera baja de su invención. Una vez que se involucraron con el arado y la cosecha, el tejido y la cocina en ollas, una vez que se especializaron en artesanías diversas, se encontraron obligados a trabajar para una minoría interesada en monopolizar las cosas buenas de la vida, terratenientes que organizaban la irrigación, sacerdotes que hacían llover y guerreros que les protegían de vecinos merodeadores. La primera teología de la que hay registro, la de Sumeria, establecía que los humanos habían sido expresamente creados para relevar a los dioses de tener que trabajar para vivir, y si no lo hacían serían castigados con inundaciones y sequía y hambruna. Pronto los reyes reivindicaron ser dioses, y los sacerdotes exigieron un precio aún mayor por sus consolaciones, asumiendo la propiedad de más y más tierras. Los nobles y las pandillas de guerreros intimidaban a aquellos que araban el suelo, perdonando sus vidas sólo a cambio de una parte de sus productos, imponiendo una tregua a la violencia a cambio de ayuda para el pillaje de países extranjeros. Así, una élite acumulaba poder que le permitía vivir con gran lujo, y estimular el florecimiento de las artes, pero la civilización era para muchos poco menos que una extorsión protectora. Bajo este sistema, el respeto era principalmente para quienes vivieran a expensas de los otros. Nunca ha habido suficiente respeto para repartir, porque hasta ahora sólo pequeñas porciones del mismo han sido cultivadas.
Los romanos, que administraron una de las más exitosas entre las extorsiones por protección, hicieron posible que unos pocos cientos de miles entre ellos dejaran de trabajar y recibiesen comida gratis del gobierno, pagada por el tributo extraído de los territorios extranjeros «protegidos» que constituían su imperio. Sin embargo, el costo de las extorsiones ha crecido siempre con el tiempo, a medida que más gente obtenía una parte de los beneficios, que la administración se hacía más engorrosa y que los ejércitos se hacían más costosos, pues los ciudadanos han terminado usualmente por preferir el pago a mercenarios antes que pelear por sí mismos. Mientras más próspera es una civilización, más gente atrae de allende sus fronteras, ansiosa por botín, y más ha tenido que gastar en defenderse o en comprarla; inventa arreglos cada vez más complejos para sobrevivir, y en último término se hace demasiado compleja y la civilización cesa de funcionar. La Unión Soviética se hizo apopléjica cuando terminó gastando la mayor parte de su presupuesto en defensa.
Fue sólo en 1802 cuando la dominación y la subordinación entre las criaturas vivientes comenzó a ser estudiada científicamente. Al mismo tiempo que Napoleón creaba duques y barones y restablecía jerarquías, el naturalista suizo ciego Francois Huber describía cómo los abejorros vivían también en un orden jerárquico estricto. En 1922, el año en que Mussolini se hizo primer ministro, Schjedelrup-Ebbe mostró cómo incluso gallinas a punto de inanición permitían que su líder (la gallina «alfa») comiera primero y no se atrevían a interferir hasta que hubiera concluido; cómo, si se la removía, las gallinas no comían aún, sino que esperaban hasta que la «beta» hubiera consumido su porción, y así a lo largo de la jerarquía. El orden de picoteo de las gallinas reveló ser tan rígido como en un ejército, hasta el punto de que cuando se les alejaba unas semanas y se les regresaba a su gallinero original, cada una reasumía su viejo rango. La recompensa era que el gallinero vivía en paz, no peleaba por comida y producía más huevos. El precio era la injusticia. Aquellas en el fondo de la jerarquía no sólo conseguían menos comida, sino que tenían menos prole, sufrían de estrés, se deterioraban físicamente y, en momentos de peligro—cuando la comida se agotaba, cuando la población se hacía demasiado densa—servían de chivos expiatorios y eran inmisericordemente atacadas. Los mismos principios se observó en otras criaturas: la prole de los conejos, lobos y ratas dominantes tendía a ser también dominante; los babuinos tenían dinastías aristocráticas. La naturaleza parecía estar diciendo que la igualdad era imposible, y que sólo el fuerte podía esperar ser respetado.
En los ochenta, no obstante, se descubrió que la agresión, que era vista como la característica esencial de los animales, no era lo que parecía ser. El hacer la paz después de una pelea era una habilidad a la que se daba mucha atención. Cuando chimpancés dominantes y subordinados fueron, por primera vez, observados como individuos y no sólo como especie, se les vio involucrados constantemente en confrontaciones airadas o violentas, pero en cuarenta minutos no menos de la mitad de ellos besaba y acariciaba a sus antiguos enemigos. Algunas veces se reunía un grupo para observar la reconciliación y aplaudir el beso. Esto no significaba que no fueran agresivos, puesto que sin agresión no podía haber reconciliación, ni que todos hicieran las paces de la misma manera. Los machos, después de pelear entre ellos, hacían las paces el doble de frecuentemente que las hembras que habían combatido hembras, como si el poder, para los machos, dependiera de formar alianzas, que nunca son permanentes; el amigo de hoy puede ser un enemigo mañana, y los intercambios de ayuda sobre una base de reciprocidad no involucran promesas para el futuro. El Presidente del Brasil Tancredo Neves puso sin querer en palabras lo que los chimpancés hacen todo el tiempo, al decir: «Nunca he hecho un amigo de quien no pudiera separarme, y nunca he hecho un enemigo al que no pudiera acercarme».
Las chimpancés, por contraste, se preocupan mucho menos del status, y no se obedecen las unas a las otras. No se comportan como soldados que saludan oficiales, como los machos; sus coaliciones son de un pequeño círculo de familia y amigos, a los que escogen por razones emocionales y no sobre la base de importancia en la jerarquía. Distinguen entre amigo y enemigo más agudamente que los machos, y tienen a menudo uno o dos enemigos absolutos con quienes reconciliarse está fuera de consideración.
También se observa el nexo de amor y agresión en la costumbre del chimpancé de castigar muy raramente a su prole, y como resultado tampoco mantienen lazos estrechos con ella, a diferencia de los monos rhesus, que son mucho más agresivos, y que tratan duramente a sus hijas pero desarrollan con ellas lazos que duran toda la vida. Para lo que son buenas las chimpancés es para establecer la paz entre los machos: por ejemplo, una de ellas puede reunir a dos machos rivales después de una pelea, sentándose entre ellos de modo que no tengan éstos que mirarse el uno al otro, permitiendo que ambos la arreglen, y luego deslizándose lejos para que ellos se arreglen mutuamente; algunas veces ve por encima del hombro para asegurarse de que están en paz, y si no, regresa para poner el brazo de uno sobre el otro. Mientras que las hembras estimulan el afecto, los machos llegan a una tregua en las hostilidades desarrollando intereses comunes, o simulando hacerlo. Por ejemplo, uno encuentra un objeto y llama a todos a que vengan a ver; todos vienen y luego se alejan, excepto el viejo adversario que simula estar encantado, hasta que tarde o temprano se tocan, se arreglan y son amigos de nuevo, o más bien aliados temporales hasta la siguiente pelea.
Estos descubrimientos son acerca de los chimpancés, no acerca de los humanos. Aun cuando el más reciente descubrimiento es que los chimpancés comen hojas que contienen antibióticos cuando enferman, y otras clases de hojas con propiedades anticonceptivas parecidas a los estrógenos cuando quieren reducir sus familias, siguen siendo chimpancés. Pero este nuevo conocimiento deja claro que los humanos han malinterpretado lo que llaman su herencia animal. Ya no se enfrentan a la elección simple que ha dominado toda la historia, que debieran ser o bien «realistas» y comportarse como si la vida fuera una lucha de fuerza bruta, o más bien recogerse sobre sueños utópicos e imaginar que para que todo sea armonioso bastará que la agresión sea declarada ilegal. Muchos, quizás la mayoría, creen todavía en el punto de vista «realista», tal como lo expresara Heinrich von Treitschke (1836-96): «Tu vecino, aunque pueda parecerte tu aliado natural contra otro poder que ambos temen, siempre está listo, a la primera oportunidad, en cuanto pueda hacerlo con seguridad, para mejorarse a tus expensas… Quienquiera que fracase en aumentar su poder, debe disminuirlo, si los demás aumentan el suyo». Pero ahora se sabe que Treitschke fue un pequeño muchacho que añoraba ser un soldado y que, siendo casi totalmente sordo, tuvo que contentarse con ser un profesor que soñaba con líderes poderosos que dirigían naciones poderosas, haciendo la guerra para mostrar su desprecio por otras naciones. Podemos ver ahora al desprecio como un modo pervertido de mendigar respeto. No es un método que funcione. Ya la guerra no es vista como la más noble de las actividades. Y, sin embargo, los políticos no han dejado de usar sus metáforas, «luchar» por sus principios, «derrotar» a sus rivales. Aún no se ha encontrado un lenguaje para «ganar» respeto.
Theodore Zeldin
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