Esto es la reseña, no de un libro, sino de un artículo. Antes, hace un poco más de dos años—Carta Semanal #95 de doctorpolítico, del 15 de julio de 2004—nos hemos ocupado de conceptos del autor: Moisés Naím, ex estrella del IESA, ex Ministro de Fomento del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez.
En aquella oportunidad comentábamos otro artículo de Naím, «El cuento venezolano: una nueva mirada a la sabiduría convencional» (2001), el que procuraba negar que la irrupción de Chávez fuera «evidencia de la fermentación de una reacción contra la globalización, el capitalismo al estilo estadounidense, la corrupción y la pobreza». Naím se oponía entonces a que «por la mayor parte, la situación de Venezuela [fuera] citada como una señal temprana de alerta sobre una reacción planetaria contra las ideas políticas, las políticas económicas y las relaciones internacionales que dominaron los años 90, esto es, la democracia liberal, las reformas de mercado y la globalización».
La renuencia de Naím a aceptar tal interpretación es más que explicable: tal vez el más distinguido de los «IESA boy’s» de comienzos de los 90 que integraron el gabinete de Pérez, fue junto con otros destacados ejecutivos jóvenes responsable de las políticas que conformaron el «paquete» de este último. Tal «paquete» fue objeto de rapidísimo y masivo rechazo, a través de los terroríficos sucesos del 27 y el 28 de febrero de 1989: el cataclismo social que conocemos como «Caracazo», escenificado a sólo quince días de la toma de posesión del nuevo presidente, electo sobre una plataforma social-demócrata y súbitamente olvidado de su promesa electoral para revelarse como campeón local del «Consenso de Washington».
A pesar de tan temprana, clara y trágica advertencia, el gobierno de Pérez mantuvo tercamente el rumbo «ortodoxo» que había decidido, y ya para 1991 su «paquete» era objeto de generalizado rechazo, principalmente dentro de su propio partido. Este estado de cosas llevó a COPEI, el eterno competidor de Acción Democrática, a anunciar que propondría un ‘paquete alternativo’, que en máxima concreción se describía como «una economía con rostro humano». (¿?)
Al año siguiente Pérez fue blanco de dos intentos de golpe de Estado, el primero de ellos capitaneado por Hugo Chávez. Pero Naím evaluó todo el asunto al presentar a Chávez como un caso aislado. No había entonces, a su criterio, relación alguna entre los desajustes de Chiapas y las pobladas en Bolivia o los desórdenes argentinos que tumbaron a De La Rúa. No había descontento contra las prescripciones del Fondo Monetario Internacional.
Sin embargo, el año pasado se publicaba el libro El fin de la pobreza, del economista norteamericano Jeffrey Sachs. En él arremete Sachs contra el simplismo terapéutico del FMI, escribiendo en estos términos: «De algún modo, la actual economía del desarrollo es como la medicina del siglo dieciocho, cuando los doctores aplicaban sanguijuelas para extraer sangre de los pacientes, a menudo matándolos en el proceso. En el último cuarto de siglo, cuando los países empobrecidos imploraban por ayuda al mundo rico, eran remitidos al doctor mundial del dinero, el FMI. La prescripción principal del FMI ha sido apretar el cinturón presupuestario de pacientes demasiado pobres como para tener un cinturón. La austeridad dirigida por el FMI ha conducido frecuentemente a desórdenes, golpes y el colapso de los servicios públicos. En el pasado, cuando un programa del FMI colapsaba en medio del caos social y el infortunio económico, el FMI lo atribuía simplemente a la debilidad e ineptitud del gobierno. Esa aproximación, por fin, está comenzando a cambiar».
……
Ahora vuelve por sus fueros el profesor Naím (¿Naif?) con la publicación de El continente perdido, en Foreign Policy, la revista que él mismo dirige. De nuevo es la negación de la realidad, su «sensatez» (para usar término caro a Diego Bautista Urbaneja) el sello distintivo del artículo, que seguramente será alabado y tenido por brillante en círculos explicables.
El esquema del artículo es muy simple: el «continente perdido» es Latinoamérica que, como Atlántida, habría desaparecido del mapa geopolítico, y el camino que debe tomar es el de la calma y la cordura, abandonando la búsqueda de panaceas de efecto instantáneo. En el sumario que antecede al cuerpo del trabajo está dicho todo: «Durante décadas, el peso de América Latina en el mundo ha venido encogiéndose. No es una potencia económica, una amenaza a la seguridad o una bomba poblacional. Incluso sus tragedias palidecen en comparación con las de África. La región no surgirá hasta que cese su procura de fórmulas mágicas».
Resulta, por decir lo menos, curiosa esta recomendación en boca de quien fuera, justamente, paladín eximio de las fórmulas mágicas del Consenso de Washington, denunciadas ahora por Sachs y muchos otros economistas, incluyendo en éstos al Economista Jefe del Banco Mundial. Ya Naím ha olvidado, convenientemente, que él tuviera algo que ver con la «década perdida» de los noventa.
Por supuesto que añora esa década; a pesar de lavarse las manos impávidamente, escribe: «En los años 90 los políticos a lo largo de América Latina ganaban las elecciones prometiendo reformas económicas inspiradas en el ‘Consenso de Washington’ y lazos más estrechos con los Estados Unidos. El Área de Libre Comercio de las Américas ofrecía la esperanza de un mejor futuro económico para todos. Los Estados Unidos podían contar con sus vecinos del sur como aliados internacionales confiables». Ya no pueden, pobrecitos.
De hecho, el foco principal del reciente artículo de Naím está centrado sobre los Estados Unidos, donde vive. Nada menos que las líneas iniciales del trabajo son, insultantemente, las siguientes: «América Latina se ha acostumbrado a vivir en el patio trasero de los Estados Unidos. Durante décadas, ha sido una región donde el gobierno de los Estados Unidos se inmiscuía en política local, combatía comunistas y promovía sus intereses de negocio». Si alguna vez fue algo un eufemismo, es esa caracterización naimiana de la política de Estados Unidos como un mero inmiscuirse. Los Estados Unidos, según Naím, son un poco entrometidos.
Pero como recordara recientemente (29 de mayo) Guillermo Ponce, ex diplomático mexicano de larga data, en divertida y eficaz charla en la universidad canadiense de McGill, «[l]a historia muestra que ha habido un rasgo de la política exterior de EEUU que pudiera ser llamado ‘dominación’, cuando no ‘expansionismo’. Los hacedores norteamericanos de políticas parecen incapaces de pensar fuera de los límites del nacionalismo. Están cerrados por la arrogante idea de que los Estados Unidos son el centro del universo, excepcionalmente virtuosos, admirables, superiores». Después de un somero y restringido inventario de agresivas intervenciones estadounidenses en el mundo y, en especial, en América Latina, Ponce concluyó citando las duras palabras del periodista norteamericano Howard Zinn, refiriéndose a su propio país: «Una honesta estimación de nosotros como nación nos prepararía contra la nueva andanada de mentiras que acompañará a la próxima proposición de infligir nuestro poder en alguna otra parte del mundo. Podría también inspirarnos para crear una historia diferente de nosotros mismos, arrancando nuestro país de los mentirosos y asesinos que lo gobiernan, y rechazando la arrogancia nacionalista, de modo que podamos unirnos al resto de la raza humana en la causa común de la paz y la justicia».
Este mero e «inocuo» inmiscuirse ha recibido un sonoro aviso de rechazo anteayer, en las elecciones parlamentarias y regionales de los Estados Unidos. La cadena CNN daba cuenta antenoche de un hallazgo de sus propias exit polls: mientras en 2004 sólo 52% del voto hispano fue a los demócratas, esta vez 73% de ese voto les favoreció.
Naím, pues, ha absorbido ya completamente la óptica norteamericana, incluyendo la usurpadora costumbre léxica de identificar a los Estados Unidos con América. Para Naím hay americanos propiamente dichos (los estadounidenses), de un lado, y del otro latinoamericanos. («A diferencia de los antiamericanos de otras partes, los latinoamericanos no están dispuestos a morir por sus odios geopolíticos». «De hecho, América es el principal mercado para el petróleo venezolano. Durante el período de Chávez, Venezuela se ha convertido en uno de los mercados de más rápido crecimiento en el mundo para productos americanos manufacturados». Etcétera).
Naturalmente que, como siempre, Naím dice cosas ciertas, aunque las más de ellas sean, justamente, de lo que él llamara «sabiduría convencional». Esto es, de lo que ya sabemos. El problema, sin embargo, es el de su tono y el de su despectivo punto de vista. Una burla altanera, un arrogante desprecio se cuela en el indicador que ofrece para medir nuestra escasa importancia: «América Latina no tiene, como África, hambrunas, genocidios, pandemias de SIDA, masivos fracasos estatales, o estrellas de rock que rutinariamente adopten sus tragedias. Bono, Bill Gates y Angelina Jolie se preocupan por Botswana, no por Brasil».
En cuanto a la más concreta de sus recetas, no otra cosa que desechar «fórmulas mágicas» y paciencia, mucha paciencia—Naím diagnostica en nosotros un «déficit de paciencia»—el emigrado profesor es al menos consistente. Ya cuando fuera coeditor, junto con Ramón Piñango, de «El caso Venezuela: Una ilusión de armonía» (IESA, 1985), recomendaba: «El mejoramiento de la gestión diaria del país requiere que los grupos influyentes abandonen esa constante preocupación por lo grandioso, esa búsqueda de una solución histórica, en la forma del gran plan, la gran política, la idea, el hombre o el grupo salvador. Es urgente que se convenzan de que no hay una solución, que un país se construye ocupándose de soluciones aparentemente pequeñas que forman eso que, con cierto desprecio, se ha llamado ‘la carpintería’. Si bien no hay dudas de que la preocupación por lo cotidiano es mucho menos atractiva y seductora que la preocupación por el gran diseño del país, es imperativo que cambiemos nuestros enfoques». Es decir, el remedio propuesto era el de sustituir los estrategas por los tácticos. Poco después ingresaba al gabinete de Pérez, pertrechado, como más de uno entre sus colegas, de su adiestramiento superior.
El resonante y trágico fracaso de ese gabinete, uno de los catalizadores de la muy inconveniente asunción de Chávez al poder, era un eco de invidencias antiguas. Resulta interesante contrastar este caso local de miopía técnica con el juicio que mereció a Tocqueville la ceguera de los funcionarios del gobierno de Luis XVI, cuando la Revolución Francesa estaba a punto de estallar: «…es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos—hombres de Estado, intendentes, los magistrados—hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado—o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario». (Alexis de Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución).
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