LEA, por favor
Para esta última Ficha Semanal de doctorpolítico del año 2006, la #124, se recurre una vez más a la elegantísima y certera prosa de Ángel Bernardo Viso, reproduciendo acá la décima quinta de las cartas —fechada el 8 de mayo de 1990 desde Madrid— que componen sus Memorias marginales. (Monte Ávila Editores, 1992). En ella hace varias alusiones que conviene aclarar.
La primera de ellas, justo al comienzo, refiere a la carta inmediatamente anterior (4 de mayo de 1990), en la que rescata una admisión de Simón Bolívar que José Domingo Díaz reproduce en sus Recuerdos de la rebelión de Caracas: «No tema usted por las castas: las adulo porque las necesito; la democracia en los labios y la aristocracia aquí», señalando el corazón, habría dicho el Libertador a Iturbe al término de la Campaña Admirable. Ligada a esta referencia, la segunda alusión recuerda al corresponsal de Viso que Bolívar no opinaba demasiado bien de los pardos, pues también citó antes la carta en vena profética del héroe a Juan José Flores, donde se lee: «…la América es ingobernable para nosotros… …este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas…» (Además de la contradicción entre el liberalismo de Bolívar y el socialismo de Chávez, y la del primero con Carlos Marx, que lo detestaba, esta opinión aristocrática del Libertador, despreciativa del genotipo chavista, es inconsistencia flagrante ante el «pardismo» de la «Quinta» República, tenida equivocadamente por «bolivariana»).
Después hace Viso examen reiterado de la biografía de Juan Vicente Gómez por su gran amigo, Tomás Polanco Alcántara. (Mi entrañable y difunto amigo, Adolfo Aristeguieta Gramcko, quiso un día hacer mi presentación a Viso, y para eso inventó un almuerzo que fue un privilegio, pues en la reunión gastronómica también estuvo Polanco). Con extraordinarios afecto y respeto, Viso le enmienda la plana a este último.
La misma delicadeza empleará en la carta siguiente (10 de mayo de 1990) para disentir en un punto de Ramón J. Velásquez. En la reproducida aquí anticipaba esta referencia al considerar texto de excepción las Confidencias imaginarias del dictador andino escritas por el ex presidente, a quien llama «fino observador de nuestra realidad». Así cita a Velásquez, quien recuerda carta de Gómez a Cipriano Castro: «Compadre, ahora que la república nos pertenece…»
Todo el texto de Viso, escrito, como es su costumbre, con hermosa erudición, ofrece exactos criterios e intuición poderosa para entender clínicamente, con imparcialidad y objetividad dignas de Tucídides, el significado de los tiempos actuales.
LEA
…
Carta clara
Conoces a cabalidad la hipócrita y ambivalente manera en que el venezolano aborda cualquier asunto relativo al color de la piel… Estando en cuenta del posible resentimiento de Díaz, podría ponerse en duda la veracidad de esa anécdota, que él mismo califica de memorable; desgraciadamente, las referidas palabras se corresponden en un todo con los temas de la literatura bolivariana —con sus esperanzas de la primera hora, y en especial con el tono sombrío de sus últimas cartas—, y explican a cabalidad la tragedia final del Libertador; más que temer una muerte desafiada tantas veces, a éste le dolía que América fuese gobernada por personas vinculadas a las castas antaño sometidas, como casi literalmente dice a Juan José Flores en la carta antes transcrita, donde confiesa: «…la América es ingobernable para nosotros», manifestando luego su desagrado ante los futuros tiranuelos de color… Pero la tragedia de los próceres de la Independencia es pálida al compararse con la de las castas inducidas a error —un error que tendrá la perdurable vida del culto a los héroes—, cuando ya era imposible echar marcha atrás, pues lo mejor de las culturas indígenas había sido hecho polvo hacía tres siglos, junto con la maravillosa Tenochtitlán, y la única posibilidad de desarrollo armonioso era una plena y fecunda occidentalización, que no dejase duda sobre la identidad de nuestros pueblos.
Los compañeros del Libertador, más o menos infieles a su persona, aunque no a su causa independentista, al cabo mantuvieron el poder en contra de las predicciones de aquél, halagando y distanciando la plebe, a pesar de las inevitables mezclas y de episodios revolucionarios como los de la Guerra Federal venezolana. La historia de nuestro país es de una notable continuidad de propósitos, sin que importe el origen de los gobernantes, a veces inicialmente desvinculados de la clase dirigente colonial. No asombra saber que Juan Vicente Gómez fuese descendiente de un oscuro prócer neogranadino de la Independencia, cuyo nombre carece de importancia; ni que en el siglo pasado los Guzmán se hubiesen emparentado con la oligarquía criolla y luego en Francia con la degradada y crepuscular nobleza del Segundo Imperio. También en Roma, antes del colapso final, los generales llegados de las remotas provincias, semibárbaros soldados de fortuna, eran rodeados por las familias patricias y rápidamente asimilados…
En su erudito libro, Juan Vicente Gómez, Aproximación a una biografía, Tomás Polanco Alcántara acumula centenares de datos suficientes para juzgar al tirano, callando apenas algunos hechos que su pudor aconseja reservar. En ese texto se dibuja a un pequeño hacendado del limes tachirense, con rudimentaria cultura y sobresaliente inteligencia, apoderándose en pocos años del poder más absoluto conocido en Venezuela y reuniendo ilícitamente una fortuna personal comparable a la de Creso. El libro de Polanco, a pesar de su deseo de ser imparcial, es francamente favorable al dictador, no sin carencia de razones. Es impresionante la obra material realizada por éste, la reorganización de la hacienda pública intervenida durante su gobierno, la exitosa política petrolera, el cauteloso manejo de las relaciones exteriores y muchos otros aciertos suyos, gracias al asesoramiento de ministros competentes y, en la mayoría de los casos, de comprobada honestidad. De ese texto sólo asombra que en el terrible juicio entre el preso político y el carcelero, la víctima y el victimario, mi distinguido amigo siempre concluya, después de maduro análisis, que la razón pertenece a los segundos, sancionando así a posteriori todas las prisiones y atropellos de Gómez… Ninguno de los presos del dictador habría tenido razón contra él, mientras su ascendiente, el prócer neogranadino, habría sido martirizado por Pablo Morillo: curiosamente, Gómez pertenecería a la noble estirpe de las víctimas…
Desde joven aprendí a admirar la imparcialidad y la objetividad antiguas. Al leer la Historia de la guerra del Peloponeso me produjo una impresión perdurable el que Tucídides, condenado a muerte por Pericles e impedido de regresar a Atenas durante la guerra, fue capaz de describirnos la política y acciones de su archienemigo sin un temblor de cólera o de resentimiento en la pluma —algo difícil de lograr del todo para quienes padecemos de vehementia cordis—, poniendo en labios del estratega ateniense el hermosísimo discurso pronunciado con motivo de los funerales de las primeras víctimas de los combates, suma del pensamiento político de su ciudad y la mejor oración fúnebre jamás escrita; ni siquiera Shakespeare, con su genio deslumbrante, pudo imaginar algo semejante al escribir las palabras de Marco Antonio ante los despojos de César. Pues bien, ése y otros ejemplos que humedecieron mis ojos, un tiempo propensos a esas efusiones del corazón caras a Rousseau y a Bolívar, me obligan a admitir la veracidad de muchos de los alegatos a favor del dictador; es cierto que su gestión no careció de aspectos positivos.
Sin embargo, más que contribuir a absolver a Gómez por sus crímenes, dichos alegatos llaman la atención por su punto de partida; éste supone una depauperada realidad, a pesar de las tardías luces guzmancistas; un territorio arruinado por un siglo de inútiles guerras, sin vías de comunicación y carente de escuelas; con tan débiles fuerzas para rechazar la agresión extranjera que, temiendo ser desconocido o atacado por la comunidad internacional y especialmente por Norteamérica, a veces Gómez no se atreve a asumir la presidencia de manera directa, confiándola astutamente a terceros de su elección; de modo que su gobierno, no obstante sus facultades ilimitadas y su innegable crueldad, es una larga dictadura vergonzante, disfrazada detrás de un remendado manto de legalidad, cuyo inicio es la complaciente decisión judicial que declara la incapacidad de su antecesor para ejercer el poder y cuyo fin ocurre veintisiete años más tarde, cuando el numen de los felinos —o, según Eliade, el señor de las fieras—, recibe su último aliento, dejándonos como prueba de su pertenencia a aquella especie zoológica la mascarilla funeraria exhibida en la fundación John Boulton, donde perdura ¿hasta la eternidad? la expresión de tigre satisfecho con el sabor de su presa, apenas matizada por cierta mueca de socarronería tropical.
Gómez es un personaje positivo desde los puntos de vista financiero y material, pero ¿y los otros ángulos posibles para analizar su gobierno? Descendiente ilegítimo de un general que no pasaría de ser experto en algaradas —basta leer en El diario de Bucaramanga el juicio de Bolívar sobre los altos oficiales neogranadinos—, tiene la bastardía tan arraigada que rechaza la idea del matrimonio y puebla el país con numerosos hijos naturales, habidos en incontables mujeres, perpetuando la ilegitimidad de su estirpe, en un afán posesivo apenas igualado por su sed de bienes materiales, no menos espuriamente adquiridos… Y este hombre, rodeado de competentes funcionarios, realiza una obra importante en comparación con la de otros gobernantes que ha tenido el país, y logra pacificar a una Venezuela turbulenta, dejándonos divididos en profundidad sobre la forma de juzgarle; mientras algunos han agotado los epítetos denigratorios y las condenas sin apelación de su memoria, otros no se han cansado de añorarle y de encenderle cirios, no sólo en el altar interior, sino —como nos cuenta Polanco con estupor—, en su tumba real, intacta en Maracay la Predilecta, donde su culto no debe carecer de hieródulas ni de iniciaciones secretas.
Dejando a un lado el esfuerzo hecho por Ramón J. Velásquez en sus Confesiones imaginarias, a las que me referiré más adelante, ninguno de los jueces de su obra ha tratado de comprenderla desde lejos, como si fuese un espíritu errante sobre una tierra para siempre perdida… Una parte de sus críticos acerbos ya no existe, la de los viejos caudillos impotentes para evitar su ascenso y luego para derrocarle; integrados a la sociedad civil, sus herederos no levantan más las antiguas banderas. El resto de los opositores a la dictadura de Gómez estaba básicamente formado por idealistas de izquierda, agrupados en torno a la generación del 28 y de sus epígonos, cuyos dirigentes han determinado la vida del país desde el momento en que comprendieron la necesidad de aliarse con la clase dominante tradicional, a pesar de los sobresaltos periódicos y de la retórica del doctor Sánchez Ocaña… Quedan, desde luego, personajes irreductibles y fieles a sus posiciones juveniles, pero la mayoría ha llegado a la decrepitud, confundiéndose con los defensores de otras causas perdidas en la nebulosa de todos los fracasados movimientos izquierdistas del planeta. Si existiese un paraíso de los felinos, Gómez debería haber trocado su mueca burlona en carcajada.
Más interesantes son los partidarios del tirano; especialmente quienes, alejados de la acción política, se limitan a confiar sus pensamientos en las veladas familiares; ellos calan hondamente nuestra realidad, aunque no quieran expresarla con crudeza; como te he repetido otras veces, los hombres silencian lo que de veras cuenta. Para comprenderlos del todo hay, sin embargo, una clave y es Cesarismo democrático, el libro de Laureano Vallenilla Lanz, quien en esa obra logró con aguda inteligencia conciliar su interés especial de amigo de la causa gomecista con una concepción de la historia que pretende coincidente con la ideología bolivariana, y uno de cuyos méritos es la coherencia entre sus conclusiones y sus puntos de partida.
Para Vallenilla, la oposición a la Independencia la realizó una mayoría de la población venezolana, integrada por pardos y por criollos de todas las clases sociales; al triunfar los libertadores «Venezuela ganó en gloria lo que perdió en elementos de reorganización social, en tranquilidad futura y tangible progreso moral y material». Quienes habían propugnado la ruptura «no pensaban, no veían, que alterando el orden, rompiendo el equilibrio colonial, elevando todos los hombres libres a la dignidad de ciudadanos, destruían la jerarquía social… La más horrible anarquía se desencadenó entonces con todos los caracteres de las grandes catástrofes de la naturaleza…». El período de disgregación, la anarquía, e incluso las tendencias centrífugas del federalismo, únicamente podían remediarse con la tiranía gomecista, identificada con la presidencia vitalicia propuesta por Bolívar para el país que llevaría su nombre: «La única manera de liberarse de la anarquía es bajo la autoridad de un hombre eminente, capaz de imponer su voluntad, de dominar los egoísmos y de ser el dictador necesario entre pueblos que evolucionan hacia la consolidación de su individualidad nacional».
La teoría del gendarme necesario, inventada por razones de praxis política, responde al temor de las clases sociales conservadoras ante el riesgo de una incivilizada conducta popular. Cuando nació el autor de esa teoría (1870) estaba fresco el recuerdo de los desmanes de la Guerra Federal, teñida de racismo a su manera, de odio hacia los blancos y los hacendados —que era casi decir la misma cosa—, pero el talentoso director del Nuevo Diario va más allá de la historia reciente y la vincula con la ruptura del orden colonial, describiendo el estado subversivo surgido a raíz de la Independencia; su ágil pluma evoca una vez más las hordas de Boves, cuyo movimiento amenazador hacia el centro de la República pareciera fijado eternamente en sus escritos —como la inmóvil y mortífera flecha de Zenón en las hermosas imágenes de Cimetière marin—, poniendo en peligro las vidas y los bienes de la aristocracia criolla. Para salirles al paso y detenerlas es preciso asociar a Gómez con Bolívar; de ahí la identidad entre la dictadura del primero y la presidencia vitalicia del segundo; como si este último, pasada la hora de la demagogia, en lo adelante dejase hablar al aristocrático corazón.
El temor a los pardos sirve así para justificar a Gómez, como hubiese servido en el caso de otro dictador absoluto; se les teme por insumisos, en potencia o en acto, desde el día en que los dos bandos en pugna, al comenzar la revolución republicana, quisieron conquistar su apoyo y permitieron sus desmanes; para impedir éstos y construir la República, se requiere mano dura: los pardos son hijos del rigor… La contradicción histórica en que incurre la clase dominante —cuyo refinado fruto es Cesarismo democrático— tiene numerosos antecedentes en otras latitudes y en otros países; esa clase olvida la mansedumbre de los pardos durante la Colonia, a pesar de algunas sublevaciones aisladas, hasta el espléndido crepúsculo de aquéllas en el siglo XVIII; incitados por los mantuanos, y, ante el acoso de éstos, por los realistas, a subvertir el orden político y social, son temidos luego por los descendientes de sus mentores, en busca de un gendarme para contener su amenaza. La dictadura propuesta con tan buenas razones, y en nombre del positivismo científico, esconde un motivo irracional profundo: la nostalgia del pasado, del tiempo en que los esclavos obedecían y las numerosas servidumbres permitían el ocio de los señores. El pasado regresa, en forma de teorías, que en verdad son fantasmas.
Ángel Bernardo Viso
intercambios