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Los políticos demócratas en los Estados Unidos parecen caminar una cuerda floja en el Congreso. A pesar de haber alcanzado la mayoría en ambas cámaras en gran medida sobre el descontento popular con la guerra en Irak, dicen y se desdicen a la hora de aprobar medidas eficaces. En el Senado se dice preparar una resolución que declararía inexistentes las motivaciones originales de la guerra: eliminar armamento de destrucción masiva supuestamente existente y, quizás, deponer a Hussein en el proceso. Ya Hussein no está en el mundo de los vivos, y las armas de destrucción masiva nunca fueron encontradas. Ergo, el esfuerzo bélico norteamericano ya no tendría justificación. Al declarar perimida la resolución que permitiera la invasión de Irak, los Estados Unidos tendrían que abandonar ese país a su propia suerte.

Pero este esquema no ha llegado aún a la votación, y el liderazgo demócrata en el Senado ha dicho en los últimos días que antes que manejar el caso iraquí debe atenderse prioritariamente el tema de la seguridad interna. Por lo que respecta a la Cámara de Representantes, los demócratas se encuentran ahora, luego de haber producido una resolución no vinculante—non binding—contra la guerra en Irak, a punto de adelantar un acuerdo que en efecto aprobaría los fondos adicionales requeridos por el gobierno de Bush para sufragar el combate en Irak y Afganistán. (99 mil millones de dólares). Tan sólo se incluiría una cláusula que buscaría establecer criterios de apresto de tropas antes de enviarlas a la guerra.

Así, pues, en los momentos Bush parece salirse con la suya. Los demócratas, por un lado, no quieren aparecer como los culpables de falta de apoyo a sus compatriotas combatientes ni como los responsables de una retirada que pudiera representar un desastre, por más que una reciente encuesta del Washington Post registre que 53% de los estadounidenses exigen ahora el establecimiento de una fecha fija y a corto plazo para el regreso de sus soldados. De algún modo, parecen eludir el verse involucrados en la administración de una guerra que prefieren sea cargada entera a la responsabilidad de Bush.

A esto se suma la tensa situación con Irán, país que no se somete a resoluciones de la ONU en lo tocante a sus programas de enriquecimiento de uranio, y que, al decir del gobierno de Washington, está suministrando armas que alimentan la sangrienta lucha de facciones en Irak. Ciertamente, las más recientes señales del gobierno de Bush han parecido preparar una acción “preventiva” contra Irán, en una especie de huida hacia adelante frente a la creciente insatisfacción con sus políticas. Las consecuencias de una campaña de ese tipo serían gravísimas; una sola de ellas sería el salto de los precios del petróleo a niveles superiores a los 125 dólares por barril, en estimaciones de expertos. (Si se interrumpe, por caso, el flujo del energético desde el Golfo Pérsico).

Por esto traen algo de sosiego las declaraciones de Condoleezza Rice, Secretaria de Estado, al anunciar que los Estados Unidos aceptan reunirse el mes entrante en Bagdad con representantes de Irán y de Siria, para conversaciones sobre la situación en Irak bajo el patrocinio del gobierno de este país. Con tal de que no se le vaya a ocurrir a al Quaeda intentar algún atentado contra tan apetecibles diplomáticos, luego del reciente ensayo en Afganistán, muy cerquita de Dick Cheney.

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