Fichero

LEA, por favor

C. P. (Charles Percy) Snow (1905-1980) escribió unas cuantas novelas, como las de la serie Strangers and Brothers, que describe la política propia del mundo académico. También era el esposo de Pamela Hansford Johnson, una poetisa, dramaturga y novelista británica. Fue asimismo un agudo crítico social, muy interesado en política, preocupado especialmente de la división entre países ricos y pobres. Uno de sus mordaces aforismos—apropiada reflexión para quienes acatan obsequiosamente los caprichos de jefes autoritarios—dice: “Cuando uno piensa en la larga y lóbrega historia del hombre, uno encuentra que más crímenes horribles han sido cometidos en nombre de la obediencia que en nombre de la rebelión”.

Pero la carrera profesional de Snow fue en realidad la de científico y administrador de ciencia. Físico graduado, la Segunda Guerra Mundial le llevó a involucrarse en la política científica inglesa. Para la época del gobierno laborista de Harold Wilson llegó a ser el segundo en el Ministerio de Tecnología.

En 1959 Snow dictó en la Universidad de Cambridge una conferencia cuyo texto llegó a convertirse rápidamente en un clásico. Fue publicada en forma de libro bajo el título The Two Cultures and the Scientific Revolution. El debate posterior le llevó a moderar algunas de sus observaciones—sin abandonar la tesis inicial—las que llevó en 1963 a un nuevo libro: Las dos culturas: una segunda mirada.

Seguramente su doble personalidad de escritor de ficción y científico le permitió la intuición del tema. C. P. Snow postulaba en la conferencia la incomunicabilidad de dos grupos distintos de intelectuales: los humanistas y los científicos. Para un científico el nombre de Knut Hamsum puede ser tan arcano como el de Subramanyan Chandrasekhar para un literato. Snow creía que este fenómeno era un grave problema, al que habría que poner remedio mediante una reforma de la educación. La Ficha Semanal #135 de doctorpolítico reproduce los párrafos más famosos de su disertación.

Probablemente los científicos sociales, adiestrados en métodos de la ciencia y cercanos por objeto al “mundo de la cultura”, estén en mejor posición de establecer la comunicación entre esos compartimientos estancos. Snow creía que el asunto es lamentable porque son los miembros de la “cultura tradicional” quienes manejan el mundo.

En nuestro patio es algo así muy notorio. Es muy raro que un científico llegue a puestos de importancia en la estructura política del país. Quienes nos han gobernado provienen, en su mayoría, de la carrera jurídica o la casta militar. José María Vargas, médico, y Rómulo Gallegos, novelista, son excepciones. Y esto significa que lo que nos ha gobernado, en verdad, es un paradigma jurídico-militar. Es un compuesto sintético basado en la creencia en que el acto político supremo es o una ley o un acto de fuerza.

En México, durante el “Porfiriato” de fines del siglo XIX, un hálito positivista llevó al presidente Díaz a probar en el gabinete a “los científicos”, imbuidos de las doctrinas de Augusto Comte. El experimento no fue muy exitoso, pero quizás más porque Porfirio Díaz era en verdad un dictador que porque la aproximación científica a la política estuviese errada. En todo caso, si es frecuente que un político haya leído, al menos, a Doña Bárbara, es muy raro que tenga idea alguna acerca del Principio de Incertidumbre. Podemos esperar que la creciente informatización del planeta producirá electores más exigentes, que no tolerarán el analfabetismo de los políticos en cosas de la ciencia.

LEA

Las dos culturas

En un polo, la cultura científica es en realidad una cultura, no sólo en un sentido intelectual, sino en un sentido antropológico. Esto es, sus miembros no necesitan siempre entenderse—y por supuesto a menudo no lo hacen—completamente los unos a los otros; los biólogos frecuentemente tienen una idea borrosa de la física contemporánea; pero hay actitudes comunes, aproximaciones y supuestos comunes. Esto es así, sorprendentemente, de modo amplio y profundo. Pasa a través de otros patrones mentales, como los de religión, de política o de clase.

Estadísticamente, supongo que una ligera mayoría de científicos son incrédulos en términos religiosos, comparados con el resto del mundo intelectual, aunque hay bastantes que son religiosos, y éstos parecen estar aumentando entre los jóvenes. También estadísticamente, ligeramente más científicos son políticamente de izquierda aunque, de nuevo, muchos se tienen por conservadores, y también esto parece ser más común entre los jóvenes. Comparados con el resto del mundo intelectual, considerablemente más científicos en este país, y probablemente en los Estados Unidos, vienen de familias pobres. Sin embargo, en un amplio rango de pensamientos y conductas, nada de eso importa. En su trabajo, y en mucha de su vida emocional, sus actitudes están más cercanas a las de otros científicos que a las de no científicos que en religión, política o clase tengan sus mismas etiquetas. Si se me permite arriesgar alguna abreviación, diría que ellos tienen, de modo natural, el futuro en los huesos.

Puede que les guste o no, pero lo tienen. Esto era verdad de conservadores como J. J. Thomson y Lindemann como de los radicales Einstein o Blackett; tan verdadero en el cristiano A. H. Compton como en el materialista Bernal; en los aristócratas Broglie o Russell como en el proletario Faraday; en aquellos que nacieron ricos, como Merton o Víctor Rothschild, como en Rutherford, que era el hijo de un todero. Sin pensar en ello, todos respondían similarmente. Éso es lo que una cultura significa.

En el otro polo la distribución de actitudes es más amplia. Es obvio que entre ambos, a medida que nos movemos en la sociedad intelectual de los físicos a los intelectuales literarios, se encuentra toda clase de tonos de sentimiento. Pero creo que el polo de la incomprensión total acerca de la ciencia irradia su influencia a todo el resto. Esa incomprensión total ofrece, más extendidamente de lo que uno cree, viviendo en ella, un cierto aroma acientífico a toda la cultura “tradicional”, y a menudo ese aroma acientífico, mucho más que lo que queremos admitir, está a punto de hacerse anticientífico. Los sentimientos de un polo son los antisentimientos del otro. Si los científicos tienen el futuro en los huesos, entonces la cultura tradicional responde deseando que el futuro no existiera. Y es la cultura tradicional, hasta cierto punto muy poco disminuida por la emergencia de la científica, la que maneja el mundo.

Esta polarización es pura pérdida para todos nosotros. Para nosotros como pueblo, y para nuestra sociedad. Es al mismo tiempo una pérdida práctica, intelectual y creativa, y repito que es incorrecto imaginar que estas tres consideraciones son claramente distinguibles…

El grado de incomprensión a cada lado es del tipo de chiste que se ha agriado. En este país hay alrededor de cincuenta mil científicos trabajando, y alrededor de ochenta mil ingenieros profesionales o tecnólogos. Durante la guerra, y en los años posteriores, mis colegas y yo tuvimos que entrevistar a unos treinta o cuarenta mil de ellos, es decir, alrededor del 25 por ciento. El número es lo suficientemente grande como para darnos una buena muestra, aunque la mayoría de los hombres con los que hablamos tiene todavía menos de cuarenta años. Pudimos descubrir unas cuantas cosas acerca de lo que leían y pensaban. Confieso que incluso estimándoles y respetándoles, quedé algo conmovido. No esperábamos que sus vínculos con la cultura tradicional fueran tan tenues, no mucho más que un formal saludo a la bandera.

Como era de esperar, algunos de los mejores entre los científicos tenían y tienen de sobra energía e interés, y así nos encontramos con algunos que habían leído todo aquello de lo que habla la gente literaria. Pero eso es muy raro. La mayoría del resto, cuando uno intentaba sondear qué libros había leído, confesaría modestamente: “Bueno, he probado algo de Dickens”, como si Dickens fuera un escritor extraordinariamente esotérico, enredado y dudosamente remunerador. De hecho, así era exactamente como le veían: pensamos que ese hallazgo, el que Dickens hubiera sido transformado en el arquetipo de lo literariamente incomprensible, fue uno de los resultados más extraños de todo el ejercicio.

Pero, por supuesto, al leerlo, al leer casi cualquier escritor que debiéramos valorar, estaban sólo saludando a la bandera de la cultura tradicional. Ellos tienen su propia cultura, intensa, rigurosa, constantemente activa. Esta cultura contiene una gran cantidad de debate, usualmente mucho más riguroso, y casi siempre en un nivel conceptual superior al de los argumentos de las personas letradas, aun cuando los científicos emplean alegremente palabras en sentidos que las personas letradas no reconocen. Los sentidos son exactos, y cuando hablan acerca de “subjetivo”, “objetivo”, “filosofía” o “progresista”, todos saben lo que quieren decir, aunque no sea lo que uno estaría acostumbrado a esperar.

Recuerden, éstos son hombres muy inteligentes. Su cultura es de muchas maneras exigente y admirable. No contiene mucho de arte, con la excepción, una importante excepción, de la música. Intercambio verbal, argumentación insistente. Discos de larga duración. Fotografía a color. El oído, hasta cierto punto el ojo. Libros, muy pocos, aunque no muchos irían tan lejos como un héroe, quien quizás debo admitir estaba bastante más abajo en la escalera de la ciencia que aquellos de los que hablo, y quien preguntado sobre los libros que leía, respondió firme y confiadamente: “¿Libros? Yo prefiero usar mis libros como herramientas”. Era muy difícil no dar rienda suelta a la imaginación: ¿qué clase de herramienta sería un libro? ¿Quizás un martillo? ¿Un primitivo instrumento de excavar?

De libros, pues, muy poco. Y de los libros que para la mayoría de las personas letradas son pan de cada día, como novelas, historia, poesía, dramas, casi nada en absoluto. No es que no se interesen en la vida psicológica, moral o social. En la vida social ciertamente lo están, más que la mayoría de nosotros. En la moral, ellos son en gran medida el más sólido grupo de intelectuales que tenemos; hay un componente moral justo en la médula de la ciencia misma, y casi todo científico forma sus propios juicios de la vida moral. En la psicológica tienen casi tanto interés como la mayoría de nosotros, aunque ocasionalmente tengo la impresión de que le llegan más bien tarde. No es que carezcan de intereses. Es mucho más que la literatura entera de la cultura tradicional no les parece pertinente a esos intereses. Están, por supuesto, absolutamente equivocados. Como resultado, su comprensión imaginativa es menos de lo que debía ser. Se han autoempobrecido.

Pero ¿qué hay con el otro lado? También están empobrecidos, quizás más seriamente porque son más vanidosos sobre el punto. Todavía les gusta pretender que la cultura tradicional es “toda” la cultura, como si el orden natural no existiese. Como si la exploración del orden natural no fuera de interés por su valor intrínseco o sus consecuencias. Como si el edificio científico del mundo físico no fuera, en su profundidad intelectual, su complejidad y su articulación, la más hermosa y maravillosa obra colectiva de la mente del hombre. No obstante, la mayoría de quienes no son científicos no tiene idea de ese edificio en absoluto. Aun si quieren, no pueden. Es más bien como si, sobre un inmenso espectro de la experiencia intelectual, todo un grupo careciera de oído. Excepto que, en este caso, esa sordera musical no proviene de la naturaleza sino del adiestramiento o, más bien, de la falta de adiestramiento.

Como pasa a los que no tienen oído, no saben lo que se pierden. Se ríen condescendientemente de los científicos que jamás han leído una obra importante de la literatura inglesa. Los desprecian como especialistas ignorantes. Sin embargo, su propia ignorancia y su propia especialización son igualmente sorprendentes. Más de una vez he asistido a reuniones de gente que, según estándares de la cultura tradicional, es tenida por superiormente educada y que con gusto considerable expresaban su incredulidad ante la incultura de los científicos. Una o dos veces he sido provocado y preguntado a los asistentes cuántos de ellos pudieran describir la Segunda Ley de la Termodinámica. La respuesta ha sido fría; también ha sido negativa. No obstante, estaba preguntando algo que es el equivalente científico de preguntar: ¿ha leído usted una obra de Shakespeare?

Ahora creo que si hubiese hecho una pregunta aun más simple—como ¿qué entiende usted por masa, o aceleración?, que es el equivalente científico de decir ¿puede usted leer?—no más de uno de cada diez de los muy educados hubiera creído que hablábamos el mismo lenguaje. Así, el gran edificio de la física moderna crece, y la mayoría de las personas más inteligentes en el mundo occidental tienen tanta comprensión de él como sus ancestros neolíticos hubieran tenido.

C. P. Snow

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