Cartas

En “Para leer mientras sube el ascensor”, colección de textos humorísticos del español Enrique Jardiel Poncela, se encuentra una narración muy preocupante. Dos amigos discuten. Uno de ellos ha propuesto la siguiente descripción: “El hombre lleva siempre a la fiera atroz en su interior”. El otro se opone a tan cínica tesis.

La discusión lleva a una apuesta. Quien sostiene la tesis asegura que logrará hacer surgir tal bestia de dos tranquilos viejecitos, que conversaban sentados en un banco de un parque protegidos por una verja de hierro. Allí va a molestarles, llamando su atención con un bastón y constantes gritos: “¡Eh, fieras!”

Al principio, los ancianos respondían con gran paciencia y dulzura, siempre con calma, y argumentaban que puesto que sólo eran dos ancianos inofensivos se les permitiese conversar en paz. Al final, luego de un larguísimo período de hostigamiento, los ancianos rugían, echaban espuma por la boca, mordían los barrotes de la verja y amenazaban con la peor de las muertes a su torturador. Asunto demostrado.

El cuento viene al caso porque sobre el 11 de abril de 2002 hay más de una interpretación y, más fundamentalmente, porque varios procesos coexistieron en paralelo ese día. Esto es, no hay una explicación lineal, unidimensional, del 11 de abril. Pero aun si lo que hubiera ocurrido fuese tan sólo lo que el gobierno de Chávez pretende vender como única verdad, que el 11 de abril solamente ocurrió un golpe de Estado en Venezuela, esa ocurrencia sería resultado de las pasiones que Hugo Chávez procuró muy bien excitar por todos los medios a su alcance. Hugo Chávez estuvo buscando la fiera atroz que anidaría, Jardiel Poncela dixit, en el alma de cada venezolano, desde el instante mismo que tomó posesión del gobierno y aun mucho antes. Por bastante menos de lo que hasta entonces había hecho Chávez, muchos presidentes recibieron, en Venezuela y el mundo, un golpe de Estado.

A su asunción de la Presidencia de la República de Venezuela, Chávez contó con un amplificador de gran potencia para su particular interpretación de lo político. En el acto mismo de prestar juramento ya evidenció mezquindad e inclemencia al referirse al libro sobre el que juraba como constitución moribunda. Dos días más tarde, al cumplirse siete años de su rebelión de febrero de 1992, exaltaba esa intentona violenta y atemorizaba a la presidenta de la Corte Suprema de Justicia. Como se ha contado acá varias veces, poco después, en su primera alocución desde el Salón Ayacucho del Palacio de Miraflores, y ante un auditorio lleno de personalidades, ofrecía a un conocido empresario de televisión venderle un carro blindado del que el gobierno se desprendería dentro de un programa de austeridad fiscal, propósito que, como sabemos, duró muy poco. La directa implicación era que el empresario aludido podría necesitar el vehículo para la protección de su vida.

El amedrentamiento ha sido arma favorita de Chávez durante todo su período, y desde su mismo inicio. Más de una de esas reuniones televisadas desde el Salón Ayacucho parecía atenerse a un estilo de gobernar en corte, como si se tratara del más absoluto de los monarcas franceses tomando decisiones sobre la marcha y delante de todo el mundo, sin discreción alguna, muchas veces para vergüenza de los involucrados.

Pero al estilo versallesco de decidir enfrente mismo de los cortesanos, Chávez ha añadido el poder intimidante de una cámara de televisión, clavada sobre el semblante de la persona a quien pudiera ocurrírsele aludir directamente. Por ejemplo, con motivo de la primera reestructuración de la plana mayor de PDVSA, Chávez se dirigía al país desde el centro del estrado, mientras a su lado derecho observaba, entre otros, el recién nombrado presidente de la compañía, Roberto Mandini. Éste último no estaba conforme con el candidato que Chávez quería imponer en PDVSA Gas, Domingo Marsicobetre. Chávez forzó una transmisión televisada al país para informar acerca de la reestructuración de autoridades en PDVSA y, ante las cámaras de televisión, dijo que todavía no había acuerdo respecto de quien dirigiría PDVSA Gas. “Hemos hablado de un nombre… ¿No es así, Mandini? ¿Marsicobetre, no?” El acosado Mandini, sabiéndose enfocado por la cámara, y sin atreverse a contradecir al Presidente de la República ante los ojos de la Nación, capituló allí mismo.

Hugo Chávez gobierna con el descaro de quien considera importante exhibir el poder que tiene. En sus comunicaciones siempre hay un reto a alguien, muchas veces de un modo muy directo. En su lenguaje, una propensión a la procacidad, un desprecio por las formas y el protocolo. Una significativa porción del rechazo que Chávez provoca tiene que ver con este lado formal de sus expresiones, con su gesticulación, su imprudencia, su informalidad, con, en suma, su mala educación.

………

Pero, por supuesto, para abril de 2002 no era una añoranza de la urbanidad perdida en la Presidencia de la República lo que más preocupaba a la inmensa proporción de venezolanos que ya consideraban a Chávez completamente inconveniente. Eso habría sido sólo criticar al lobo, no porque se comiera al cordero, sino porque no lo hacía con cubiertos. Para la época del “carmonazo” un abultado prontuario de desaguisados del gobierno, más la exacerbación intencional de la psiquis nacional, había llevado el rechazo a niveles de paroxismo. Ya Chávez había exhibido suficientemente, más allá de la conducta y empaque de baladrón, su preferencia por relacionarse con dictadores o terroristas y su inequívoca tendencia autoritaria. La primera versión del decreto para el referéndum que daría origen a la Constituyente de 1999 es emblemática en materia de tentaciones totalitarias. La redacción estipulaba que los venezolanos depositaríamos en las manos de Chávez un cheque en blanco para que él determinase a su antojo todo lo concerniente al referéndum. Era tan evidente la construcción autoritaria que la Corte Suprema de Justicia pudo forzar la reformulación del decreto, gracias a recurso introducido por Gerardo Blyde, que con este hecho llegó por vez primera a la conciencia nacional.

Salvo ese momento estelar de la oposición, el resto de su actuación fue ineficaz. Para las elecciones de 2000, aparentemente necesarias como relegitimación dentro de un nuevo marco constitucional, la oposición fue incapaz de oponer a Chávez nadie mejor que Francisco Arias Cárdenas, otro golpista de 1992, con la esperanza de que en política, como en carpintería, nada sería más eficaz que una cuña del mismo palo, a pesar de que de ese modo se absolvía la culpa de la criminal insurrección del 4 de febrero.

Después de esas elecciones, en las que Chávez ganó con la mayor facilidad ante el gris y poco carismático Arias Cárdenas, la oposición cayó en el estupor una vez más. Sólo quedaba esperar que Chávez cavara su propia fosa. Entretanto, las esperanzas se cifraban en cualquiera que emergiese como opositor, así fuera alguien que hubiera tenido responsabilidad destacada en la llegada de Chávez al poder o en el inicio de su gobierno. (Alfredo Peña, Luis Miquilena, Alejandro Armas, Guaicaipuro Lameda, etcétera). Miquilena se convirtió en líder respetado por la oposición a su salida del gobierno a comienzos de 2002, a pesar de que no hacía mucho que hubiera preguntado con sorna: “¿La sociedad civil? ¿Con qué se come eso?”

Fue justamente esa incomible “sociedad civil” la que produciría las condiciones que llevaron al efímero derrocamiento de Chávez el 11 de abril de 2002. La sociedad civil o, más propiamente, las más activas entre las organizaciones no gubernamentales que no formaban parte del diseño chavista, habían marcado algunos logros tempranos en el largo proceso de oposición al gobierno de la “Quinta República”. Por ejemplo, Elías Santana y Liliana Ortega, las cabezas visibles de Queremos Elegir y COFAVIC (Comité de Familiares de las Víctimas del 27 y 28 de febrero), tuvieron éxito en producir la suspensión momentánea de las elecciones pautadas para el 28 de julio de 2000.

Al calor de estos hechos, y ante la obvia ineficacia de la convencional acción partidista, estos líderes y otros más comenzaron a arreciar su oposición y a establecer algunas instancias de coordinación. Para estos fines contaron con el apoyo de los principales medios de comunicación, constantemente vapuleados por Chávez. Igualmente se les sumaba la Iglesia Católica, cuya jerarquía había sido también objeto de ataque público por parte del Presidente. No menos importantes, Fedecámaras y la CTV se ubicaban en franca oposición al gobierno. Esta última había protagonizado, antes del paro empresarial de diciembre de 2001 (en protesta por los frutos de la primera ley habilitante), la primera derrota evidente del chavismo, cuando la plancha oficialista que encabezaba Aristóbulo Istúriz recibiera una verdadera paliza en las elecciones de la central de sindicatos.

Cada uno de estos sectores, el empresarial, el sindical, el comunicacional, el eclesiástico, el cívico, tenía algo que reclamar de modo directo, vilipendiados como habían sido por la verborrea agresiva e incesante de Hugo Chávez. Los ancianos del parque estaban fuera de sí.

No podía faltar en el concierto opositor un sitio privilegiado para el estamento militar. El malestar en el seno de las fuerzas armadas—Fuerza Armada en el prurito nominalista del chavismo—había ido in crescendo desde que el gobierno les hubiera colocado en funciones ajenas a la suya propia con el Plan Bolívar 2000. Pero también hacía mella profunda la dudosa relación del gobierno con los movimientos guerrilleros colombianos, la presencia de asesores cubanos de seguridad, la figura de José Vicente Rangel como Ministro de Defensa, la distorsión de la meritocracia castrense en aras de un control “revolucionario” de los puestos de comando y el soborno y corrupción de la oficialidad. Los militares venezolanos comenzaron a escuchar, insistentemente, peticiones cada vez más apremiantes de que interviniesen para asegurar la caída de Chávez.

Los militares resistieron el embate por un buen tiempo. En general, argumentaban que el problema era esencialmente civil, que el voto civil había colocado a Chávez en la Presidencia de la República y que era la sociedad civil la que debía producir un inequívoco rechazo, el que a fines de 2001, a pesar de que las encuestas revelaban por primera vez una mayoría del país en oposición a Chávez, no era aún absolutamente convincente. Llegado el caso de una manifestación muy explícita, los militares podrían considerar la intervención. Con no poca razón, la oficialidad asediada aducía que no era su función enderezar un entuerto que era propiedad de los civiles.

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No fue sino hasta el mes de enero de 2002 que pudo cuajar la convicción de que Chávez era derrotable, de que su salida era posible aun antes de que venciera su período presidencial. La gran marcha del 23 de enero de 2002 así lo demostró.

Chávez hizo todo lo posible por minimizar la significación de la marcha, que hasta el 11 de abril fue la mayor manifestación pública escenificada en Venezuela. Desde prohibir el sobrevuelo de helicópteros en intento de impedir que los medios de comunicación pudieran mostrar su verdadera magnitud, hasta su mentira directa y patética al comparar el tamaño de la concentración opositora con el de la de sus partidarios. Previamente había buscado negar la importancia de la efeméride, preguntando qué era lo que había que celebrar en esa fecha. El país no cayó en el engaño, sin embargo, y todo el mundo supo que Chávez, por primera vez, había “perdido la calle”.

Casi un mes después, cuando quiso conmemorar, primero el 4 y luego el 27 de febrero—robándole la idea a Salas Roemer—las cámaras de televisión mostraban a un Chávez acompañado de una rala asistencia que no llegaba a quinientas personas. Chávez, el otrora invencible guerrero de boca suelta y actitud desafiante, empezaba a dar lástima. Los perros de presa de la oposición ya estaban oliendo sangre y el país daba por caído el régimen de Chávez. Sólo faltaba saber cuál sería la forma del desenlace definitivo. El anuncio de un “pacto de gobernabilidad” entre Fedecámaras, la CTV y, de alguna manera, la Iglesia, era muestra de que todo temor había desaparecido.

Chávez procuró a última hora recuperar la eficacia de su táctica de amedrentamiento. Lina Ron tuvo éxito, con agresiones físicas que causaron heridos entre estudiantes y periodistas, en desorganizar una marcha de protesta que pretendía salir de la Universidad Central de Venezuela. Cuando la OEA envió a su Relatoría de la Comisión de Derechos Humanos a investigar las agresiones a medios y periodistas, un peculiar personaje atacó a un camarógrafo de televisión, para aparecer minutos después, atravesando por detrás de la figura de Diosdado Cabello, Vicepresidente de la República, en un acto transmitido desde el propio Palacio de Miraflores. Pero estos abusos sólo sirvieron para acrecentar el creciente tsunami de oposición.

Como sabemos, el hilo conductor del cívico asalto final fue montado a raíz del intento de someter a PDVSA a los designios de una junta directiva que violentaba los tradicionales principios meritocráticos de la industria. Los empleados de PDVSA cerraron filas en protesta, y el domingo 7 de abril, de la manera más insolente, Hugo Chávez despedía públicamente, ante una corte radiofónica, a los más notorios gerentes de la empresa. La CTV convocó a paro general.

El 11 de abril de 2002 se reunió la más grande concentración humana que se haya visto en Venezuela en torno a las oficinas de PDVSA en Chuao. Un descomunal río de gente desbordaba la arteria vial de la autopista Francisco Fajardo. Personas de todas las edades se daban cita para protestar el atropello de la industria petrolera y exigir, a voz en cuello, como ya se había gritado el 23 de enero, la salida de Hugo Chávez de Miraflores. Confiado en su innegable y colosal fuerza, y estimulado por la consigna de los oradores de Chuao, que veían desbordadas sus más optimistas expectativas, el inconmensurable río comenzó a desaguarse en dirección a ese palacio de gobierno. Por aclamación de unanimidad asombrosa, la mayoría aplastante del pueblo caraqueño, para sorpresa y terror de Chávez y sus secuaces, pedía que los militares se pronunciaran y sacaran al autócrata de la silla presidencial.

Luego los muertos. Asesinados a mansalva, con ventaja, con alevosía. La sociedad civil puso los muertos necesarios a una conspiración que, sordamente, se había solapado tras la pureza cívica de un movimiento inocente. Días antes del sangriento día, un corpulento abogado transmitía las seguridades que enviaba una “junta de emergencia nacional” a una reunión de caraqueños que habían descubierto su vocación por lo político en la lucha contra Chávez. Enardecido, con una bandera norteamericana prendida en la solapa, admitía que conspiraba junto a otros, que una junta de nueve miembros—cinco civiles y cuatro militares—asumiría el poder en cuestión de días. Un conocido editor de periódicos advertía que los “factores de poder” en Venezuela depondrían a Chávez y luego darían un “maquillaje constitucional” a un golpe de Estado. Pedro Carmona Estanga emergería como el líder de un golpe cuya víctima, antes que Hugo Chávez, depuesto por la presión de un pueblo, era este mismo pueblo, manipulado y utilizado por la sofisticación artera de operadores políticos que habían decidido la acción anticipadamente.

Viajaron a los Estados Unidos para consultas, coordinaron calendarios, calibraron la temperatura creciente de la protesta popular y estuvieron listos para el golpe de mano. Nada de esto sabían los que marcharon el 11 de abril. Nada sabrían hasta que la verdadera cara de los golpistas emergiera al día siguiente, 12 de abril de 2002, cuando Pedro Carmona Estanga traicionara sin escrúpulo la confianza de la sociedad venezolana, que había visto en él a uno de sus líderes.

Al presidir un acto arbitrario como el de su autoproclamación y el del monstruoso decreto “constituyente” del 12 de abril, echó por tierra el enorme esfuerzo, regado con sangre, de la sociedad civil que había logrado el milagro político de deponer al autócrata de Sabaneta.

Al aceptar ser sucesor de Chávez, con la ceguera de pretender sustituir negro por blanco, al furibundo denunciador de oligarquías por uno de los más destilados representantes de éstas, hizo inviable la transición que necesitábamos y que nos había costado tres años de desasosiego y un año de despertar.

Al hacer eso, Pedro Carmona Estanga dejó mal herido al hermoso movimiento venezolano de 2002, que había adquirido fuerza invencible y que, por su culpa y la de los demás conspiradores que manipularon su inocencia, quedaba teñido de sospecha.

La sociedad civil venezolana no tiene nada que agradecer a Pedro Carmona Estanga. Por lo contrario, tiene mucho que reclamarle y cobrarle, por olvidar que la solución al autoritarismo no es uno de signo contrario, que esa solución no es otra cosa que la democracia.

LEA

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