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El ex consejero de la Casa Blanca que responde al nombre y sobrenombre de Lewis Scooter (motoneta) Libby, recientemente condenado por perjurio y otras faltas graves a prisión, estuvo de visita en la mansión y oficina presidenciales de los Estados Unidos el pasado fin de semana, como atestigua una fotografía de Getty Images que lo muestra acompañado por Dick Cheney, el Vicepresidente que ha rehusado cumplir regulaciones que obligan a todo funcionario ejecutivo de ese país. A pesar de la evidencia circunstancial, el martes de esta semana, en rueda de prensa conducida por Tony Snow, Secretario de Prensa, éste se negó a contestar a un periodista que preguntaba si Cheney había pedido a George W. Bush que impidiera el encarcelamiento de Libby, beneficiario de una sorpresiva conmutación de pena que lo libra de la cárcel por gracia presidencial.

Las restantes ochenta y cuatro preguntas sobre el caso sí fueron manejadas por Snow, quien debió explicar las razones por las que Bush anulaba de ese modo una sentencia firme a treinta meses de prisión contra Libby. Ahora, el antiguo jefe de gabinete de Cheney queda sujeto a un régimen de libertad bajo fianza y el pago de una multa considerable. No debiera tener dificultad en pagarla: un nutrido grupo de políticos republicanos promovió una exitosa colecta de millones de dólares para que Libby no tuviera que poner un céntimo para sufragar los costos de su defensa. Seguramente sobró plata. (Y todavía es posible que Bush termine concediéndole un perdón pleno).

La presidencia de Bush-Cheney, pues, sigue comportándose con arrogancia. La anulación práctica de la decisión tribunalicia, un poder separado, es una nueva señal de que la pareja más poderosa del mundo se considera, como un Chávez cualquiera, por encima de la ley. Tan sólo la semana pasada Cheney se negó a comparecer ante el Senado norteamericano que le citaba, alegando que su persona está exceptuada de esa obligación legal en lo tocante a información clasificada. (Argumentó que no era una “entidad” del poder ejecutivo porque también era, por definición constitucional, Presidente del Senado).

Los republicanos, por supuesto, están felices con la medida. Los demócratas, por lo contrario, denuncian el beneficio presidencial como un abuso. La senadora Clinton, por ejemplo, declaró: “A cuatro años de la guerra en Irak, los norteamericanos todavía viven con las consecuencias de los esfuerzos de esta Casa Blanca por acallar la opinión contraria. Esta conmutación envía la clara señal de que, en esta administración, el amiguismo y la ideología se imponen a la competencia y la justicia”.

Ahora se verá si un Congreso mayoritariamente demócrata es capaz de corregir la anomalía de un Vicepresidente que ya es descrito como un cuarto poder, distinto del ejecutivo, el legislativo y el judicial. Hasta ahora la actuación del nuevo congreso estadounidense, dominado por los demócratas, ha sido mucho ruido y pocas nueces. Entretanto, la ciudadanía norteamericana comienza a abrigar serias sospechas de que su sistema político, después de todo, no sea tan perfecto, al permitir estas cosas. Se trata de una peligrosa y corrosiva conciencia. Arnold Toynbee diagnosticó, como causa principal de la caída del Imperio Romano, el desapego de sus ciudadanos respecto de los valores que lo habían sostenido.

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