Cartas

No hace mucho tiempo desde que Per Bak, físico danés fallecido en 2002—y su grupo de colaboradores del Centro de Investigaciones Thomas Watson de IBM—registrara lo que pasaba en un modelo a escala de avalanchas orográficas. Con un aparato tan sensible que era capaz de hacer caer arena, grano por grano, sobre una superficie circular, observaba la formación de colinas con una determinada «pendiente crítica», a partir de la cual la caída de un solo grano de arena podía provocar avalanchas. Largos períodos de observación documentaron la regularidad de una distribución con sentido intuitivamente previsible: una secuencia larga de granos de arena cayendo sobre la colina genera un buen número de pequeños aludes; en menor medida ocurren aludes de mediano tamaño; son posibles avalanchas de gran talla, aunque muy poco frecuentes. Y, dicho sea de paso, no se observó jamás ninguna avalancha que desmoronara la colina íntegra.

Los grupos humanos, como los ríos y las montañas, como la población de huracanes y la de terremotos, también son asiento de episodios caóticos de pequeña, mediana y gran magnitud. Y también pueden ser expuestos a tensiones que agraven la intensidad de esos episodios. Si a un estadio en Ghana se le cierran las puertas mientras se suscita en él un arranque de desorden, y si al enjambre de espectadores se le acomete con gases lacrimógenos y ruido de explosiones, hay que contar conque el resultado no será una trifulca entre una media docena de fanáticos, sino una estampida con saldo de centenares de muertos y heridos. Algo pareciera causar la ocurrencia de los desórdenes en patrones endémicos: pareciera siempre haber conflictos en el Oriente Cercano, en los Balcanes, en Colombia. Como los forúnculos, como los huracanes del Golfo de México o los terremotos en Japón o Chile.

En el futuro de la humanidad, por tanto, continuará habiendo puntos resistentes a la paz, y también acechan grandes tragedias políticas, tan graves como las de Pol Pot, José Stalin o Adolfo Hitler. De hecho, son posibles las peores. La aniquilación de gran parte de la vida sobre la Tierra sigue siendo una posibilidad tecnológica y militar. (En la Carta Semanal #236 de doctorpolítico se recordaba el cálculo de Carl Sagan y sus colaboradores: un intercambio nuclear de 5.000 megatones, la mitad del arsenal existente a mediados de los ochenta, tendría como una de sus secuelas un descomunal invierno artificial, en el que nubes de hollín y de polvo generadas por las explosiones harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente, y esto sin contar el efecto del desplazamiento de las nubes propiamente radioactivas. En esa eventualidad, no muchos seres vivos sobrevirían a tal hipercatástrofe).

Es posible un desastre, ciertamente, pero pareciera que el Creador se ha compadecido de la vida, y preformado el mundo de modo que las calamidades más grandes sean escasas. Si no fuesen las cosas de ese modo las empresas de seguros no podrían existir. Hay tragedias, sin duda, unas cuantas muy graves, pero a su terrible efecto termina superponiéndose la robustez de la autorganización de los sistemas complejos, como el de la especie humana. Por tanto, la apuesta más razonable es a un futuro de mayor racionalidad o sabiduría política.

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Por supuesto que no se ha erradicado de la faz del planeta las diversas manifestaciones políticas patológicas. La semana pasada se examinaba acá el efecto deletéreo que la agresividad presidencial causa en la psiquis venezolana, y su influencia en el aumento alarmante de los niveles de la delincuencia violenta en nuestro país. Esta influencia es no sólo agresiva; es también corrosiva de nuestra institucionalidad y nuestra memoria histórica, pues las instituciones que no convienen al autócrata son despreciadas, intervenidas o destrozadas, y la historia la reescribe él a su medida.

Pero también hay otros ejemplos de mucho mayor efecto, como el caso de antonomasia de la presidencia de George W. Bush. El estropicio causado por la invasión de Irak es prácticamente incalculable. El grado de animosidad que está dejando en Oriente Próximo es enorme, y los Estados Unidos, a pesar de una creciente oposición entre los propios republicanos a la permanencia de sus tropas en ese país, no halla cómo salir de él sin que se produzca una guerra civil de pronóstico reservado para la posibilidad de una democracia iraquí y la estabilidad política de la zona. A pesar de tan espantoso desempeño, tanto en lo internacional como en lo nacional, cada día se descubre alguna otra práctica horrible de la administración Bush para escamotear la realidad. Anteayer declaró el general Richard Cardona, quien fuera Surgeon General de los Estados Unidos desde 2002 hasta el año pasado, a un comité del Congreso, que durante todo el período de su cargo fue objeto de interferencias indebidas por parte del gobierno de Bush.

Aunque la práctica no es nueva, una vez que Cardona buscara remediar su ingenuidad consultando a un buen grupo de predecesores, éstos estuvieron de acuerdo en que él había sido objeto de presiones mayores. Por ejemplo, a Cardona se le impedía hablar sobre ciertos reportes en materia de células madre, contracepción de emergencia, educación sexual o temas de salud en prisiones o de salud mental o planetaria. Altos funcionarios retrasaron por varios años, y trataron de subestimar, un informe crucial sobre daños a los fumadores pasivos. La cosa llegó hasta el punto de que le fue requerido que nombrara al menos tres veces al presidente Bush en sus discursos, y se le prohibió que asistiera a las Olimpíadas Especiales—de atletas discapacitados—porque la familia Kennedy ha estado tradicionalmente ligada a ese evento.

Entonces, cuando Condoleezza Rice pontifica altivamente sobre la democracia en el continente, su moral es socavada por la evidente hipocresía del gobierno al que sirve. Y ésta es una tensión cognitiva dolorosa para los mismos estadounidenses, porque mina las propias bases de su consenso político fundamental: que su sistema político es el mejor y más desarrollado del mundo. Cuando se hace inocultable el manejo sectario, interesado y autocrático que el gobierno de Bush hace de los asuntos públicos, se enriquece el caldo de cultivo de la desilusión y la anomia políticas.

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¿Puede hacerse cosas así impunemente? La más reciente encuesta de USA Today/Gallup revela que la aprobación popular de la presidencia de Bush se ha hundido hasta el 29%, cuando era de 33% en junio y de 38% en abril. Siete de cada diez norteamericanos desean el retiro de casi todas las tropas estadounidenses estacionadas en Irak, y por primera vez más del 60% (62) de los encuestados cree que fue una equivocación el envío de tropas a ese país.

¿Y por estos lados? El 18o. Monitor Socio-Político de Hinterlaces (junio 2007) mide, como  no se registraba desde 2002-2003, ya no un descenso en el agrado con la figura de Hugo Chávez, sino una fracción de los que lo aceptan menor que la de los que lo rechazan. (Obtiene 37% de agrado versus 43% de desagrado, algo recuperado desde el mes de mayo, cuando la medición registró proporciones peores).

Las sociedades, en su conjunto, y la inteligencia de sus psiquis colectivas son lentas al aprendizaje, pero seguras. Es lo más probable que Bush deje tras de sí una estela desastrosa, como por acá Chávez dejará un daño muy considerable, pero las sociedades humanas, en la mayoría de los casos, corrigen, aunque con desesperante lentitud, estas patologías. Que en cuanto a Bush y Chávez son manifestación palpable de cómo el paradigma de la política de poder es fuente de grave insuficiencia política y distorsión acusada del ejercicio del gobierno. Se trata de la misma enfermedad, expresada en cuerpos políticos diferentes.

La superación de esta etiología paradigmática de los males políticos, que aquejan a muchas de las polis del mundo, requiere prácticas no convencionales. Un rediseño importante de los sistemas políticos democráticos debe encontrar nuevas defensas contra aberraciones como las protagonizadas por Chávez y Bush, y debe poder forzar la legitimación política para alejarla de una mera lucha por el poder para encauzarla hacia un debate programático. Por ejemplo, las leyes electorales pudieran exigir a cualquier pretendiente a un cargo público ejecutivo un programa de gobierno antes de que sea reconocido oficialmente como un candidato, y un programa legislativo a quien pretenda convertirse en legislador.

Pero mientras una previsión de tal clase se generaliza constitucional o legalmente, una nueva organización política puede exigirse a sí misma ese comportamiento. Esa organización, por ejemplo, no apoyaría a miembros suyos que quisieran candidatearse si antes no han mostrado sus programas y reunido un grupo de electores que los apoye. De este modo encarrilarían las competencias de legitimación sobre rieles programáticos y democráticos.

Esto puede sonar a romántico, como en su tiempo pudiera sonar la condición de glasnost (transparencia) cuando Miguel Gorbachov la postulara. Era, en verdad, más que una oferta generosa el reconocimiento de una nueva realidad: que la informatización creciente de las sociedades hace prácticamente imposible la opacidad y el ocultamiento. Es exactamente ese proceso de informatización acelerada lo que pone al desnudo las falencias de la actividad política, y suscita el derrumbe de ingenuas imágenes acerca de las virtudes de actores políticos que han accedido al poder sobre promesas de vaga y vacía retórica y el descrédito del oponente. Las sociedades, lerdas aprendices, cada vez exigirán más una política centrada en los tratamientos a los problemas de carácter público, y estarán más dispuestas a limitar el poder de los nuevos monarcas, que con facilidad incurren en excesos.

No es, pues, romanticismo político. Si acaso, la exigencia de un nuevo tipo de asociación política que suplante con ventajas los partidos tradicionales, es una anticipación de lo que de todas maneras llegará, con tragedias mayores o menores por el camino, en simple e inexorable cumplimiento de la autorganización que exhibe todo sistema complejo.

Hace veintitrés años alguien escribía a quien hacía nada hubiera cesado en el cargo de Ministro de Hacienda de nuestro país:

Porque también en este Estado venezolano, como en Argentina, como en la Península, como en Brasil, como en Chile, se sufre la penuria de una fortuna fragmentada. Porque también acá ya no se puede deducir ninguna solución de los axiomas de las encíclicas papales o de los textos capitales del marxismo, puesto que son irrelevantes.

Porque acá nuestros partidos no encuentran cómo responder a lo que el pueblo pide y porque ya éste se da cuenta — Gaither registra que el 43% de la población metropolitana de Caracas no puede identificar un mejor partido, y seguramente los otros mencionan a los que existen porque no pueden ver opciones diferentes. Porque esos partidos insisten en las dicotomías y en una economía romántica, como le señala Emeterio Gómez este día 7 de septiembre a Luis Herrera. Porque seguirán impidiendo que el pueblo designe a sus representantes y los impondrán desde un consejo feudal, un directorio, un cogollito. Porque todavía entienden ‘la cuestión social’ como el regateo del patrono y del obrero cuando nuestro cuerpo social ya ha rebasado esa antigua disposición clasista, como un día la revolución industrial sustrajo el sentido a los viejos estamentos medievales. Porque todavía quieren pautarle a lo económico algo más que un perímetro y unas direcciones, llegando a prescribirle la estructura, cuando es así que el tejido económico se fabrica bien si se fabrica a sí mismo. Porque todavía no entienden que el acto político no es una decisión penal de inquisición y no se agota en una lucha contra una ‘corrupción’ que no es otra cosa que expresión de una curva normal y de una indigestión por comilonas sucesivas de moneda extraña. Porque no se dan cuenta de que el ‘bien común’ o la ‘justicia social’ no pueden ser objetivos, sino criterios para seleccionar de la gama de opciones factibles, de los proyectos con base, aquel proyecto y aquella opción que más justicia realice y mayor bien alcance.

Por todas estas cosas y otras similares, es por lo que debe crearse una nueva sociedad política en y desde Venezuela.

Una nueva sociedad política, no un partido. No una organización que sólo acierta a definirse si postula, casi en el mismo instante de su nacimiento, un candidato a la Presidencia de la República. Una nueva sociedad, un pacto social. Que sea ella misma el paradigma para la sociedad venezolana. Que para ella sea inconsecuente que alguno de sus miembros sea, por supuesto, mujer o negro o empresario o musulmán o militar, como que tampoco tenga necesidad ninguna de impedir la entrada de los que sean copeyanos, adecos, masistas, o fieles a cualquiera otra de estas subrreligiones, con tal de que entiendan que ninguno de esos puntos de vista fragmentarios tiene la respuesta a los verdaderos problemas de hoy día. Y que por ende les dote de un lenguaje común en el que puedan formular proposiciones que les hagan acordarse, si es que aún no se han percatado de que son sus puntos de partida los que les mantienen enconados.

LEA

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