Fichero

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Esta Ficha Semanal #153 de doctorpolítico completa el artículo de Edgar Morin sobre la definitiva obsolescencia del socialismo marxista, cuya primera parte fuese publicada en la ficha anterior.

Morin nació en París—con el apellido Nahoum—el 8 de julio de 1921—anteayer fue su octagésimo sexto cumpleaños—como único hijo de una pareja de judíos sefardíes. Su madre padecía una afección cardiaca que nunca reveló a su esposo, y que aconsejaba que no intentara un embarazo. Morin nació medio muerto, estrangulado por el cordón umbilical, y se quedó con nosotros después de que los médicos invirtiesen media hora de esfuerzos en su resucitación.

De una avidez intelectual que no reconoce límites—detonada por el dolor de la pérdida de su madre cuando tenía diez años—descubrió la política por la época de la Guerra Civil Española. Poco antes de la Segunda Guerra Mundial se afilia a los Estudiantes Frentistas liderados por Gastón Bergery, quien promovía el rechazo a la guerra y un «socialismo nacional». Más tarde (1941) se inscribe en el Partido Comunista francés. Involucrado en actividades de resistencia contra la ocupación alemana, cambia el apellido Nahoum por el de Morin, por el que el mundo lo conoce. Su riesgo era doble, como judío y como comunista.

Terminada la guerra, el partido lo trata con desconfianza, pues su honestidad intelectual le lleva a mantener una postura crítica. En 1945 se casa con Violette Chapellaubeau, su compañera desde 1941, mientras pertenecía al ejército francés en Alemania. Conoce la pareja la penuria económica, hasta que en 1951, con la recomendación de Merleau-Ponty, Pierre Georges y Vladimir Jankélévitch, ingresa como becario de investigaciones a la Comisión de Sociología del CNRS (Consejo Nacional de la Investigación Científica). Ese mismo año es expulsado del Partido Comunista a raíz de un artículo que le publicara France Observateur. (Hoy Le Nouvel Observateur). Separado de Violette, se casará en 1964 con la artista plástica Johanne.

Es imposible resumir acá lo que sigue. Morin incursiona en el cine, una de sus primeras pasiones, y hace un largo viaje por América Latina. donde conoce a Chile, Bolivia, Perú, México y, sobre todo, al Brasil, país con el que establece una larga y fructífera relación de afecto y trabajo. Lee de todo, incluyendo biología de la más moderna. Acepta una invitación del Instituto Salk y se familiariza con la genética de punta. Estudia a Prigogine y Thom, después a Bachelard, Popper, Tarsky, Wittgenstein, Lakatos y otros, y concibe el esfuerzo que culminará en su obra de cinco volúmenes, La Méthode. Es una obra que describe, no como enciclopédica, sino como «enciclopedante», y en ella reúne una miríada de conocimientos dispersos a los que logra conectar, en busca de una «epistemología de la complejidad».

Esta nota es una enorme injusticia, y un intento vano de sugerir que Edgar Morin es el primer cientíico del siglo XXI, de la nueva episteme.

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Lo que podemos esperar

De lo internacional a la tierra-patria

Así pues, el progreso no está seguro sino que es una posibilidad incierta, que depende mucho de las tomas de conciencia, de las voluntades, del coraje, de la suerte… Y las tomas de conciencia se han tornado urgentes y primordiales. La posibilidad antropológica y sociológica del progreso restaura el principio de la esperanza, pero sin certeza “científica” ni promesa “histórica”.

El pensamiento socialista quería situar al hombre en el mundo. Ahora bien, la situación del hombre en el mundo se ha modificado más en los treinta últimos años que entre el siglo XVI y el comienzo del siglo XX. La tierra de los hombres ha “perdido” su antiguo universo; el Sol se ha convertido en un astro liliputiense entre millares de otros en un universo en expansión; la Tierra está perdida en el cosmos; es un pequeño planeta de vida tibia en un espacio helado donde los astros se consumen con una violencia inusitada y donde los agujeros negros se autodevoran. Solamente en este pequeño planeta existen, hasta donde sabemos, la vida y el pensamiento consciente. Es el jardín común a la vida y a la humanidad. Es la Casa común de todos los humanos. Se trata de reconocer nuestro vínculo consustancial con la biosfera y de habilitar la naturaleza. Se trata de abandonar el sueño prometeico del dominio del universo por la aspiración a la convivialidad sobre la tierra.

Esto parece posible porque estamos en la era planetaria donde todas las partes se han vuelto interdependientes las unas de las otras. Pero han sido la dominación, la guerra y la destrucción los artesanos principales de la era planetaria. Estamos todavía en la edad de hierro planetaria. Sin embargo, desde el siglo XIX el socialismo ha vinculado la lucha contra las barbaries de dominación y de explotación a la ambición de hacer de la tierra la gran patria humana.

Pero el nuevo pensamiento planetario, que prolonga el internacionalismo, debe romper con dos aspectos capitales de éste: el universalismo abstracto: “los proletarios no tienen patria”; y el revolucionarismo abstracto: “hagamos tabla rasa del pasado”.

Es necesario comprender a qué necesidades formidables e irreductibles corresponde la idea de nación. Necesitamos, no oponer más lo universal a las patrias, sino vincular concéntricamente nuestras patrias familiares, regionales, nacionales y europeas, e integrarlas en el universo concreto de la patria terrenal. No hay que oponer más un futuro radiante a un pasado de servidumbre y de supersticiones. Todas las culturas tienen sus virtudes, sus experiencias, su sabiduría, al mismo tiempo que sus carencias y sus ignorancias. Sólo hallando recursos en su pasado, un grupo humano encuentra energía para afrontar su presente y prepararse para el futuro. La búsqueda de un porvenir mejor debe ser complementaria y no más antagónica de los recursos que se encuentran en el pasado. Apelar a los recursos del pasado cultural es para cada uno una necesidad identitaria profunda, pero esta identidad ya no es incompatible con la identidad propiamente humana en la cual debemos igualmente buscar recursos. La patria terrestre no es abstracta, porque de ella ha surgido la humanidad.

Lo propio de lo humano es la unitas multiplex: es la unidad genética, cerebral, intelectual, afectiva, del Homo sapiens demens que expresa sus virtualidades innumerables a través de la diversidad de culturas. La diversidad humana es el tesoro de la unidad humana, la cual es el tesoro de la diversidad humana.

De la misma manera que es necesario establecer una comunicación viva y permanente entre pasado, presente y futuro, es necesario establecer una comunicación viva y permanente entre las singularidades culturales, étnicas y nacionales, con el universo concreto de la tierra patria de todos. Entonces se nos impone un imperativo: civilizar la tierra, solidarizar, confederar la humanidad, respetando las culturas y las patrias.

Pero aquí se yerguen formidables desafíos y amenazas inconcebibles al siglo XIX. Entonces el mundo estaba librado a barbaries antiguas desencadenadas por la historia humana: guerras, odios, crueldades, desprecios, fanatismos religiosos y nacionales. La ciencia, la técnica, la industria, parecían llevar en su propio desarrollo la eliminación de las viejas barbaries y el triunfo de la civilización.

De ahí la fe asegurada en el progreso de la humanidad, a pesar de algunos accidentes en el camino.

Hoy día, se ve cada vez con más claridad que los desarrollos de la ciencia, de la técnica, y de la industria son ambivalentes, sin que se pueda anticipar si triunfará lo peor o lo mejor de ellas. Las explicaciones prodigiosas que ha traído consigo el conocimiento científico han estado acompañadas por las regresiones cognitivas de la especialización que impiden percibir lo contextual y lo global. Los poderes surgidos de la ciencia no solamente son benefactores, sino también destructores y manipuladores. El desarrollo tecno-económico, deseado por y para el conjunto del mundo, ha revelado casi en todas partes sus insuficiencias y sus carencias.

Y he aquí los formidables desafíos que se plantean en cada sociedad y a la humanidad toda:

La insuficiencia del desarrollo tecno-económico

La marcha acelerada e incontrolada de la tecno-ciencia

Los desarrollos hipertrofiados de la tecno-burocracia

Los desarrollos hipertrofiados de la mercantilización y de la monetarización de todas las cosas.

Los problemas cada vez más graves planteados por la urbanización del mundo.

A lo que hay que añadir:

Los desarreglos económicos y demográficos

Las regresiones y los estancamientos democráticos

Los peligros conjuntos de una homogeneización civilizatoria que destruye las diversidades culturales y una balcanización de las etnias que hace imposible una civilización humana común. Aquí se plantea el problema de la civilización.

La política de civilización

Reasumiendo y desarrollando el proyecto de la Revolución Francesa, concentrado en la divisa ternaria Libertad, Igualdad y Fraternidad, el socialismo proponía una política de civilización dedicada a suprimir la barbarie de las relaciones humanas: la explotación del hombre por el hombre, el poder arbitrario, el egocentrismo, el etnocentrismo, la crueldad, la incomprensión. Se volcaba hacia una empresa de solidarización de la sociedad, empresa que tuvo ciertos éxitos por la vía del Estado (el Welfare State), pero que no pudo evitar la des-solidarización generalizada de las relaciones entre individuos y grupos en la civilización urbana moderna.

El socialismo estaba destinado a democratizar todo el tejido de la vida social; su versión “soviética” suprimió toda democracia y su versión social-demócrata no pudo impedir las regresiones democráticas que por diversas razones la carcomen desde el interior de nuestras civilizaciones.

Pero sobre todo se plantea un problema de fondo por y para lo que debiera aportar un progreso generalizado y continuo de la civilización. Más allá del malestar en el cual, según Freud, toda civilización desarrolla en sí los fermentos de su propia destrucción, un nuevo malestar de la civilización la ha socavado. Viene de la conjunción de los desarrollos urbanos, técnicos, burocráticos, industriales, capitalistas e individualistas de nuestra civilización.

El desarrollo urbano no solamente ha dado como resultado florecimientos individuales, libertades y ocio, sino también la atomización que sigue a la pérdida de las antiguas solidaridades y la servidumbre de las restricciones organizacionales propiamente modernas.

El desarrollo capitalista ha traído consigo la mercantilización generalizada, incluso en los sitios donde imperaba el don, el servicio gratuito y los bienes comunes no monetarios, destruyendo así numerosos tejidos de convivialidad.

La técnica ha impuesto, en los sectores cada vez más extendidos de la vida humana, la lógica de la máquina artificial que es mecánica, determinista, especializada y cronometrada. El desarrollo industrial aporta no solamente la elevación de los niveles de vida, sino también el descenso en las calidades de vida, y la contaminación que produce ha comenzado a amenazar la biosfera.

Este desarrollo que parecía providencial a finales del siglo pasado, comporta desde entonces dos amenazas para las sociedades y los seres humanos: una exterior viene de la degradación ecológica del medio de la vida; la otra, interior, viene de la degradación de la calidad de vida. El desarrollo de la lógica de la máquina industrial en las empresas, las oficinas, y el ocio, tiende a expandir lo estándar y lo anónimo, y a partir de ahí a destruir las convivialidades.

El florecimiento de las nuevas técnicas, especialmente las informáticas produce perturbaciones económicas y desempleo, cuando podría tornarse liberador si se acompañara la mutación técnica de una mutación social.

En este contexto, la crisis del progreso y las incertidumbres del mañana o bien se reducen a vivir “al día” o bien transforman los recursos a los cuales se podría echar mano en fundamentalismos o nacionalismos cerrados.

De ahí los gigantescos problemas de la civilización que necesitarían la movilización para humanizar la burocracia, humanizar la técnica, defender y desarrollar las convivialidades, y desarrollar las solidaridades.

Todos estos desafíos, el desafío antropológico, el desafío planetario, el desafío civilizatorio, se vinculan en el gran desafío que enfrentó a finales de siglo, en todo el mundo, la alianza de las dos barbaries: la barbarie antigua venida desde el fondo de los tiempos, más virulenta que nunca, y la nueva barbarie gélida, anónima, mecanizada, cuantificante.

Hoy día, la toma de conciencia de la comunidad sobre el destino terrestre y nuestra identidad terrestre se une a la toma de conciencia sobre los problemas globales y fundamentales que se plantean a toda la humanidad.

Hoy día, estamos en la era damocleciana de las amenazas mortales, con posibilidades de destrucción y autodestrucción, incluida la psíquica, que, después del corto respìro de los años 89-90, se han agravado de una nueva manera.

El planeta está sumido en el desamparo: la crisis del progreso afecta a la humanidad entera, trae consigo rupturas por todas partes, hace crujir las articulaciones, determina los repliegues particularistas; las guerras se vuelven a encender; el mundo pierde la visión global y el sentido del interés general.

Civilizar la tierra, transformar a la especie humana en humanidad, se convierte en un objetivo fundamental y global de toda política que aspira no sólo al progreso, sino a la supervivencia de la humanidad.

Es irrisorio que los socialistas, atacados de miopía, busquen “aggiornarse”, modernizarse, social-democratizarse, cuando el mundo, Europa, Francia confrontan los problemas gigantescos del final de los Tiempos modernos.

La recuperación de la esperanza

Se trata de repensar, reformular en términos adecuados el desarrollo humano (y aquí de nuevo, respetando e integrando el aporte de las culturas distintas a la occidental).

Tenemos que tomar conciencia de la aventura loca que nos arrastra hacia la desintegración, y debemos buscar controlar el proceso a fin de provocar una mutación vitalmente necesaria.

Estamos en un combate formidable entre la solidaridad y la barbarie. Estamos en una historia inestable e incierta donde nada se ha jugado todavía.

Salvar al planeta amenazado por nuestro desarrollo económico. Regular y controlar el desarrollo técnico. Asegurar un desarrollo humano. Civilizar la Tierra. He aquí la prolongación y transformación de la ambición socialista original.  He aquí las perspectivas grandiosas apropiadas para movilizar las energías.

De nuevo y en términos dramáticos se plantea la pregunta: ¿qué podemos esperar? Los grandes procesos conducen a la regresión o a la destrucción. Pero éstas no son sino probables. La esperanza está en lo improbable, como siempre en los momentos dramáticos de la historia donde todos los grandes eventos positivos han sido improbables antes de su advenimiento: la victoria de Atenas sobre los Persas entre el 490 y 480 antes de nuestra era de donde nace la democracia, la supervivencia de Francia bajo Carlos VII, la caída del imperio hitleriano en 1941, la caída del imperio estaliniano en 1989.

La esperanza se funda sobre posibilidades humanas aún no explotadas y se instala en lo improbable. Ya no se trata de la esperanza apocalíptica de la lucha final. Es la esperanza valiente de la lucha inicial: ella necesita restaurar una concepción, una visión del mundo, un saber articulado, una ética. Ella debe animar no solamente un proyecto, sino una resistencia preliminar contra las fuerzas gigantescas de la barbarie que se desencadenan. Aquellos que tomarán el relevo en el desafío vendrán de diversos horizontes, poco importa bajo cuál etiqueta se reunirán. Pero serán los portadores contemporáneos de las grandes aspiraciones históricas que durante un tiempo nutrió el socialismo. Ellos serán quienes recuperen la esperanza.

Edgar Morin

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