El sábado de la semana pasada, 18 de agosto, varias cuadras de la avenida Libertador en Caracas, en las proximidades de la sede de Petróleos de Venezuela, veían entorpecido el flujo de vehículos por una profusión de modernos y lujosos autobuses, que habían traído del interior a la ciudad, hasta el cuartel general de la empresa, un considerable número de ciudadanos ataviados con la consabida franela roja. Desde San Cristóbal hasta Santo Tomé de Guayana, la recluta de defensores de PDVSA representó un esfuerzo logístico de primera magnitud, en transporte, manutención, alojamiento. El viaje de un solo autobús, recién sacado de una agencia y proveniente del más remoto de nuestros estados andinos, había costado varios millones de bolívares para traer un poco más de un centenar de peones del gobierno, hasta una zona profusamente adornada con pancartas que daban cuenta de un nuevo ataque del imperio y la oligarquía contra la empresa máxima del “poder popular”. Entre las consignas, la inevitable de “patria, socialismo o muerte”, con la particularidad de que este lema se desdoblaba en tres pancartas costosas, una para decir “patria”, otra, unos metros más allá, para decir “socialismo”, y otra, finalmente, para advertir “o muerte”. Una de estas últimas fue plantada, para su inconveniencia, justamente ante las puertas de la Policlínica Santiago de León, haciéndole propaganda contradictoria y contraproducente, al asociar muerte y medicina. (A lo mejor, por tratarse de una clínica privada que es, por ese mismo hecho, pecaminosa ante ojos revolucionarios, la colocación de la pancarta en cuestión fue adrede).
¿De qué artero ataque se defendía a PDVSA? Pues, obviamente, del montaje mediático, del “pote de humo” que sería, según el vicepresidente Rodríguez, el caso del maletín de Antonini Wilson. Ya el sábado anterior (11 de agosto), a tempranas horas de la noche, el propio Hugo Chávez se había apersonado en la sede petrolera de La Campiña—para reclamar, regañar, despedir un chivo expiatorio y, también, para apoyar a Rafael Ramírez—y las barras de famosos restaurantes chinos de la zona se repletaban de militantes socialistas, mientras esperaban la salida del líder que había ido a PDVSA a enderezar las cosas y ordenar él mismo la operación de defensa que se montaría, con dispendio grande, una semana después. Probablemente anunció ese día a quienes le recibieron en el edificio de la compañía estatal que él haría lo suyo, al adelantar la presentación del proyecto de reforma constitucional a la Asamblea Nacional para el miércoles 15 de agosto.
¿Quién sufragó la compleja operación del sábado 18 de agosto? ¿Qué ente o persona pagó las franelas y demás aperos del kit revolucionario? ¿Quién pagó el servicio de los incontables autobuses, las comidas y los alojamientos? A falta de pruebas sólo queda especular que el financista de la operación de desagravio fue la propia PDVSA. Uno no puede esperar que Clodosbaldo Russián investigue e informe, mucho menos que sancione.
¿Sirvió para algo tan dispendiosa movilización? Pues sí: sabida la potencialidad agresiva de esta clase de revolucionarios manifestantes, apostados en las inmediaciones de PDVSA, una marcha de protesta hasta la misma sede, convocada por el autodenominado Comando Nacional de la Resistencia—los contras—fue cancelada de inmediato. No pareció prudente encaminar lo que habría sido, seguramente, una escuálida asistencia a la convocatoria de Oscar Pérez, a una confrontación en el bien guardado y defendido edificio. Un enorme costo para un triunfo absolutamente insignificante, pero esa es la reacción de un gobierno que alguna vez se predicó contra la corrupción ante el turbio caso del maletín relleno de dólares descubierto en Buenos Aires. En la noche del 3 de diciembre de 2006, Chávez, triunfador de la elección de ese día y asomado en un balcón de Miraflores, aseguraba que su prioridad sería ahora la lucha contra la corrupción y la burocratización. En oportunidad de presentar oficialmente su candidatura ante el Consejo Nacional Electoral, había anunciado que quería ser reelecto para “continuar la lucha contra la corrupción”. Ya sabemos que nada de esto era cierto, que su verdadera prioridad es la de aumentar su poder y ser reelecto indefinidamente, como se contempla en el proyecto de reforma constitucional presentado el miércoles 15 de agosto, en actuación que constituyó un verdadero pote de humo nauseabundo, mero intento de desviar la atención del caso Antonini, que más de un problema le ha traído. Eso, y la obscenidad del gasto multimillonario del sábado 18 de agosto, tres días después de la comparecencia de Hugo Chávez ante la Asamblea Nacional.
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Si bien es cierto que conviene a la República verle el hueso al affaire Antonini, si bien ésa es una pata que no debe dejarse de morder, impidiendo que el grave asunto constitucional pendiente enmascare el significado demoledor que tiene para un gobierno hipócrita, el inicio del cronograma del proyecto de reforma marca la proximidad de una nueva encrucijada política que es preciso atender. Sobre todo cuando, a escasos seis días de haber sido presentado el complejo proyecto, ya la obsecuente Asamblea Nacional lo ha aprobado en primera “discusión”. (Martes 21 de agosto).
Esta prisa contradice lo prescrito por el Artículo 343 de la Constitución, que reza: “La iniciativa de Reforma Constitucional será tramitada por la Asamblea Nacional en la forma siguiente: 1. El Proyecto de Reforma Constitucional tendrá una primera discusión en el período de sesiones correspondiente a la presentación del mismo. 2. Una segunda discusión por Título o Capítulo, según fuera el caso. 3. Una tercera y última discusión artículo por artículo. 4. La Asamblea Nacional aprobará el proyecto de reforma constitucional en un plazo no mayor de dos años, contados a partir de la fecha en la cual conoció y aprobó la solicitud de reforma. 5. El proyecto de reforma se considerará aprobado con el voto de las dos terceras partes de los o las integrantes de la Asamblea Nacional”. Hasta ahora, a menos de una semana de presentado, en escasos cuatro días hábiles, el proyecto ya ha sido aprobado in toto. Chávez no quiere esperar por el plazo máximo de dos años prescrito en la Constitución; quiere el asunto ya y Cilia Flores lo complace. La Presidenta de la Asamblea Nacional argumentó a favor de la prisa del siguiente modo: “Esta es una propuesta orgánica, una propuesta en bloque y cada una de las modificaciones de los 33 artículos están relacionados unos con otros, están relacionados con un proyecto de país en el cual avanzamos y el pueblo se pronunció cuando reeligió al presidente Chávez en diciembre pasado y por ello nuestra propuesta es que se discuta en bloque y que se aprueben en bloque los treinta y tres artículos que está proponiendo el presidente Chávez”.
Sólo se escuchó la voz disidente de tres diputados del partido Podemos—Ismael García, Arcadio Montiel y Ricardo Gutiérrez—que solicitaban una consideración más sosegada del proyecto. Su postura fue contradicha de inmediato, entre otros por Oscar Figuera, del Partido Comunista de Venezuela, quien afirmó: “Los tiempos son expeditos y los lapsos breves. En tiempos de revolución se demanda la renovación de las normas jurídicas. La reforma es un nuevo empujón revolucionario para el avance del proceso”.
Estamos, por tanto, ante un nuevo atropellamiento, un nuevo apuro, esta vez en el seno de una Asamblea Nacional en la que no existe una sola cabeza opositora.
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El proyecto es de burda construcción, y en la sesión del 21 de agosto Carlos Escarrá se encargó de asumir la defensa de su verdadero propósito. Echando mano de declaraciones de Simón Bolívar en ocasión de formularse la primera constitución de Bolivia, Escarrá defendió que el ejercicio de la Primera Magistratura fuera perpetuo. Ya no le parecía necesario el eufemismo esgrimido semanas antes por Cilia Flores, que hablaba de la permanencia de una posible alternabilidad democrática e indicaba que “la oposición” podría presentar candidatos cada cierto tiempo. El diputado Escarrá seguramente querría una redacción más clara que la propuesta por el mismo Chávez para el Artículo 230, y abandonar todo disimulo para establecer, de una vez, que la presidencia de la República sea vitalicia.
(La redacción actual del Artículo 230 es la siguiente: “El período presidencial es de seis años. El Presidente o Presidenta de la República puede ser reelegido o reelegida, de inmediato y por una sola vez, para un nuevo período”. Y ésta es la redacción que Chávez propone: “El período presidencial es de siete años. El Presidente o Presidenta de la República puede ser reelegido o reelegida de inmediato para un nuevo período”).
Todo lo demás es, principalmente, un pote de humo para ocultar el fin supremo de la jefatura perpetua, como Escarrá ha defendido y expuesto con tanta candidez. Una modificación merece comentario aparte, en virtud de ser una grosera manipulación. Esta es la consagración constitucional de una jornada laboral máxima de seis horas. Ya ha aparecido publicidad oficial a favor de la reforma basada en esa oferta; es decir, se invita a la aprobación ciudadana de todo un proyecto de aumento de poder en cuanto a ámbito de facultades y en cuanto a duración sobre la base de la fácil jornada de seis horas. (Que en sí misma representaría muy marcado aumento en los costos operativos de las empresas, reduciendo su rentabilidad y su competitividad en un mundo globalizado que ya no puede dejar de tomar en cuenta la barata mano de obra china).
No se necesitaba una reforma constitucional para establecer una jornada laboral de seis horas, si es que se concluyera que tal cosa es deseable. Existe una Ley Orgánica del Trabajo, y bastaba una modificación puntual de la misma para consagrar esa rebaja de la productividad. Es clarísimo que se trata de un incentivo engañoso que permite vender la reforma a los ciudadanos más incautos.
Es más, Hugo Chávez está facultado, por ley habilitante que le confiere facultades legislativas casi omnímodas, para introducir esa modificación en la legislación laboral. Ha optado, en cambio, por presentar ese caramelo dentro de su proyecto de reforma constitucional, con el único objeto de hacerla atractiva por motivos subalternos.
Y la campaña por la aprobación ya ha comenzado, reciamente. El diario El Nacional, en su edición de hoy, recoge la estimación de Máximo Sánchez (Primero Justicia), quien calcula que el gobierno ha gastado a razón de 416 millones de bolívares diarios en propaganda a favor del proyecto.
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Todo este cuadro plantea al país entero un enorme peligro, que es menester conjurar. No debe perderse el foco exacto de lo que tiene que lograrse: que una suficiente mayoría de electores, colocada ante las máquinas que registrarán el voto a favor o en contra del proyecto en el inevitable referéndum, emita una serena y decidida negativa. Como ha sido recomendado por otros analistas, y se ha reportado acá en más de una ocasión, no debemos involucrarnos en discusiones acerca de aspectos fragmentarios del monstruoso intento. Lo que se requiere es un simple y rotundo no.
No se necesita, por tanto, gastar tiempo en la construcción de alianzas o federaciones opositoras, lo que más bien daría la impresión de que se reedita una perdedora Coordinadora Democrática. Es preferible que el enjambre se manifieste como va. Ya hay una buena cantidad de voces nuevas que adelantan, en artículos y declaraciones, o en apariciones en programas de radio y televisión, estupendos argumentos que se oponen a la reforma planteada por Chávez. Que siga el aguacero.
Naturalmente, debe prepararse un contundente movimiento para la defensa, a la ucraniana, de ese voto, si es que esta vez le da al Consejo Nacional Electoral, como no lo ha hecho en ocasiones anteriores, por traicionar la voluntad popular. Pero primero hay que establecer la mayoría. Es ésta la verdadera tarea política de fondo. Como se escribiera acá alguna vez (Carta Semanal #161 de doctorpolítico, 27 de octubre de 2005): “Cuando seamos mayoría podremos mandar”.
Los estudios de opinión indican que esa mayoría existe, al menos en lo concerniente a un rechazo de presidencias vitalicias o perpetuas, para usar la terminología de Carlos Escarrá. No debe dilapidarse, una vez más, ese decisivo capital político.
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