Fichero

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Como sección final de un trabajo construido en febrero de 1985, contentivo de una proposición para una organización política diferente a la de un partido convencional, se escribió el texto Tiempo de incongruencia, que constituye esta Ficha Semanal #162 de doctorpolítico. (Un breve párrafo de este texto fue citado en la ficha anterior, del 11 de los corrientes).

El trabajo completo postulaba que la insuficiencia política en Venezuela, ya claramente observable por aquellas fechas, tenía una raíz paradigmática. Esto es, que esa insuficiencia no se debía a una maldad atribuible a los actores políticos que entonces prevalecían, ni a una maldad intrínseca o propia de la actividad política misma, sino a una ineficacia de su paradigma político, ya rebasado.

El núcleo principal de ese paradigma consiste en el concepto de Realpolitik. (Política realista). Por él se concibe a la actividad política como proceso de adquisición, intercambio y aumento del poder detentado por un sujeto de cualquier escala. (Individuo, corporación, país). No fue Hugo Chávez quien inventara la política del poder puro; simplemente se limita a llevarla hasta sus últimas consecuencias, la muerte incluida si no se le complace en su ambición “socialista”. Pero precisamente por eso, Chávez continúa significando insuficiencia política, y sobre el cuadro ya preocupante de la que lo precediera ha superpuesto su oncológica dominación.

La práctica “realista” en política es bastante más vieja que su etiqueta, concebida en tiempos de Bismarck. (De allí su nombre alemán). Bárbara Tuchman, por ejemplo, la encontraba en los papas del Renacimiento: “Los defensores de Julio II le acreditan el haber seguido una política consciente que se basaba en la convicción de que ‘la virtud sin el poder’, como había dicho un orador en el Concilio de Basilea medio siglo antes que él, ‘sólo sería objeto de burla, y el Papa romano, sin el patrimonio de la iglesia, sería un mero esclavo de reyes y de príncipes’, que, en breve, con el fin de ejercer su autoridad, el papado debía lograr primero la solidez temporal antes de emprender la reforma. Éste es el persuasivo argumento de la Realpolitik que, como la historia ha demostrado a menudo, tiene este corolario: que el proceso de ganar poder emplea medios que degradan o brutalizan al que lo busca, quien despierta para darse cuenta de que el poder ha sido poseído al precio de la pérdida de la virtud y el propósito moral”. Ayer salió a la venta en los Estados Unidos The Age of Turbulence, libro de Alan Greenspan que ha dado mucho que hablar. Entre sus candentes señalamientos incluye una condena de los republicanos en el Congreso de su país, quienes habrían trocado principios por poder para terminar sin poder y sin principios.

Otros rasgos del paradigma ya esclerosado fueron examinados en el trabajo mencionado, y discutidos en 1985 con muchas personas en Venezuela. Una de ellas fue Arturo Úslar Pietri, quien todavía tardó más de seis años para aceptar la realidad. Así escribió el 20 de octubre de 1991 en El Nacional: “Esto significa, entre otras muchas cosas importantes, que de pronto el discurso político tradicional se ha hecho obsoleto e ineficaz, aunque todavía muchos políticos no se den cuenta… Toda una retórica sacramentalizada, todo un vocabulario ha perdido de pronto significación y validez sin que se vea todavía cómo y con qué substituirlo… Hasta ahora no hemos encontrado las nuevas ideas para la nueva situación”.

Prefería ignorar entonces que las nuevas ideas habían sido formuladas aquí, en Caracas, en febrero de 1985, y que ellas asumían valientemente la falibilidad humana como su asiento. Pero, claro, Úslar no era muy dado a la lectura de Karl Popper, y en 1991 faltaban dos años para que George Soros estableciera The Open Society Institute.

LEA

Tiempo de incongruencia

Esa nueva manera de hacer política requiere un nuevo actor político. El actor político tradicional pretende hacer, dentro de su típica organización partidista, una carrera que legitime su aspiración de conducir y gobernar una democracia. Sin embargo, el adiestramiento y formación que imponen los partidos a sus miembros es el de la capacidad para maniobrar dentro de pequeños conciliábulos, de cerrados cogollos y cenáculos. Se pretende ir así de la aristocracia a la democracia. El camino debe ser justamente el inverso. Debe partirse de la democracia para llegar a la aristocracia, pues no se trata de negar el hecho evidente de que los conductores políticos, los gobernantes, no pueden ser muchos. Pero lo que asegura la ruta verdaderamente democrática, no la ruta pequeña y palaciega de los cogollos partidistas, es que ese pequeño grupo de personas que se dediquen a la profesión pública sean una verdadera aristocracia en el sentido original de la palabra: el que sean los mejores. Pues no serán los mejores en términos de democracia si su alcanzar los puestos de representación y comando les viene de la voluntad de un caudillo o la negociación con un grupo. No serán los mejores si las tesis con las que pretenden originar soluciones a los problemas no pueden ser discutidas o cuestionadas so pena de extrañamiento de quien se atreva a refutarlas.

Ese nuevo actor político, pues, requiere una valentía diferente a la que el actor político tradicional ha estimado necesaria. El actor político tradicional parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia. El nuevo actor político, en cambio, tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra.

De allí también su transparencia. El ocultamiento y el secreto son el modo cotidiano en la operación del actor político tradicional, y revelan en él una inseguridad, una presunta carencia de autoridad moral que lo hacen en el fondo incompetente. La política pública es precisamente eso: pública. Como tal debe ser una política abierta, una política transparente, como corresponde a una obra que es de los hombres, no de inexistentes ángeles infalibles.

Más de una voz se alzará para decir que esta conceptualización de la política es irrealizable. Más de uno asegurará que “no estamos maduros para ella”. Que tal forma de hacer la política sólo está dada a pueblos de ojos uniformemente azules o constantemente rasgados. Son las mismas voces que limitan la modernización de nuestra sociedad o que la pretenden sólo para ellos.

Pero también brotará la duda entre quienes sinceramente desearían que la política fuese de ese modo y que continúan sin embargo pensando en los viejos actores como sus únicos protagonistas. Habrá que explicarles que la nueva política será posible porque surgirá de la acción de los nuevos actores.

Serán, precisamente, actores nuevos. Exhibirán otras conductas y serán incongruentes con las imágenes que nos hemos acostumbrado a entender como pertenecientes de modo natural a los políticos. Por esto tomará un tiempo aceptar que son los actores políticos adecuados, los que tienen la competencia necesaria, pues, como ha sido dicho, nuestro problema es que “los hombres aceptables ya no son competentes mientras los hombres competentes no son aceptables todavía”.

Porque es que son nuevos actores políticos los que son necesarios para la osadía de consentir un espacio a la grandeza. Para que más allá de la resolución de los problemas y la superación de las dificultades se pueda acometer el logro de la significación de nuestra sociedad. Para que más allá de la lectura negativa y castrante de nuestra sociología se profiera y se conquiste la realidad de un brillante futuro que es posible. Para que más allá de esa democracia mínima, de esa política mínima que es la oferta política actual, surja la política nueva que no tema la lejanía de los horizontes necesarios.

Luis Enrique Alcalá

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