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Decía Mark Twain que “La historia no se repite, pero rima”. En efecto, así como hay tipos humanos, gente que se parece en algunos rasgos muy marcados, hay tipos societales, tipos históricos, sociedades que se asemejan en proceso y circunstancias. Es esta característica de la realidad humana, justamente, lo que permite analogías y comparaciones.
Posiblemente haya sido la primera comparación pública entre Hitler y Chávez la de un artículo del suscrito—El efecto Munich—escrito el 19 de agosto de 1998 y publicado poco después en el diario marabino La Verdad, que entonces comenzaba su trayectoria. (Fue reproducido el 8 de noviembre de 2005 en la Ficha Semanal #71 de doctorpolítico). Allí se decía, por ejemplo: “Como Hitler con el tristemente célebre putsch de la cervecería, Chávez marcó su origen político con un fracasado intento de tomar el poder por la fuerza. Como Hitler con sus camisas pardas, Chávez ha organizado fuerzas de choque a las que ha juramentado para combatir en caso de que su ‘inevitable’ triunfo electoral le sea desconocido. Como Hitler ante el envejecido Hindenburg, ha querido adelantar las elecciones presidenciales para recortar el período de nuestro anciano presidente”.
Desde entonces, son muchas las veces que se ha querido equiparar a estos dos políticos de la destrucción. Naturalmente, las distancias entre ambos son enormes, así como son muy diferentes las épocas en las que les tocó vivir. El chavoma es muchísimo menos agresivo que el hitleroma, por más que compartan rasgos similares. Pero éstos permiten la lectura comparada de evaluaciones sobre el experimento nazi, y la identificación en ellas de aspectos que sugieren la sensación, al pensar en el chavismo, de algo déjà vu.
Para esta Ficha Semanal #163 se ha seleccionado un trozo de El hombre rebelde, ensayo del Premio Nóbel de Literatura argelino Albert Camus. Corresponde al capítulo que trata del terrorismo de Estado. Dice Camus al comienzo de su tratamiento del tema: “Todas las revoluciones modernas acabaron robusteciendo el Estado. 1789 lleva a Napoleón, 1848 a Napoleón III, 1917 a Stalin, las perturbaciones italianas de la década del 20 a Mussolini, la república de Weimar a Hitler. Estas revoluciones, sobre todo después de que la primera guerra mundial hubo liquidado los vestigios del derecho divino, se han propuesto, no obstante, con una audacia cada vez mayor, la construcción de la ciudad humana y de la libertad real. La omnipotencia creciente del Estado ha sancionado cada vez esa ambición. Sería falso decir que no podía dejar de suceder esto. Pero es posible examinar cómo ha sucedido, y quizá sirva de lección”.
Aunque haya, por tanto, una enorme diferencia entre la Venezuela de Chávez y la Alemania de Hitler, el estudio de esta última guarda para nosotros lecciones de gran utilidad.
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Los precursores
Los hombres de acción, cuando carecen de fe, nunca creyeron sino en el movimiento de la acción. La paradoja insostenible de Hitler ha sido justamente querer fundar un orden estable sobre un movimiento perpetuo y una negación. Rauschning, en su Revolución del nihilismo, tiene razón cuando dice que la revolución hitleriana era un dinamismo puro. En Alemania, sacudida hasta las raíces por una guerra sin precedentes, la derrota y la angustia económica, no se mantenía ya en pie valor alguno. Aunque haya que contar con lo que Goethe llamaba “el destino alemán de hacerse todas las cosas difíciles”, la epidemia de suicidios que afectó a todo el país entre las dos guerras dice mucho sobre la confusión de los espíritus. No son los razonamientos los que pueden devolver la fe a quienes desesperan de todo, sino solamente la pasión, y en este caso la pasión misma que yacía en el fondo de esta desesperación, es decir, la humillación y el odio. Ya no había un valor a la vez común y superior a todos estos hombres en nombre del cual les fuese posible juzgarse los unos a los otros. La Alemania de 1933 se decidió, por lo tanto, a adoptar los valores degradados de algunos hombres solamente y trató de imponerlos a toda una civilización. En defecto de la moral de Goethe, eligió y sufrió la moral de la pandilla.
La moral de la pandilla es triunfo y venganza, derrota y resentimiento, inagotablemente. Cuando Mussolini exaltaba a “las fuerzas elementales del individuo” anunciaba la exaltación de las potencias oscuras de la sangre y el instinto, la justificación biológica de lo peor que produce el instinto de dominación. En el proceso de Nuremberg, subrayó Frank “el odio a la forma” que anidaba a Hitler. Es cierto que este hombre era solamente una fuerza en movimiento, corregida y hecha más eficaz por los cálculos de la astucia y de una implacable clarividencia táctica. Hasta su forma física, mediocre y trivial, no era para él un límite, pues lo fundía en la masa. Sólo la acción le mantenía en pie. Para él ser era hacer. Por eso Hitler y su régimen no podían prescindir de enemigos. No podían, petimetres frenéticos, definirse sino en relación con sus enemigos, tomar forma sino en el combate encarnizado que debía destruirlos. El judío, los francmasones, las plutocracias, los anglosajones y el eslavo bestial se han sucedido en la propaganda y en la historia para levantar, cada vez a una altura un poco mayor, la fuerza ciega que marchaba hacia su término. El combate permanente exigía excitantes perpetuos.
Hitler era la historia en su estado puro. “Devenir—decía Junger—vale más que vivir”. Predicaba, por lo tanto, la identificación total con la corriente de la vida, en el nivel más bajo y contra toda realidad superior. El régimen que ha inventado la política exterior biológica iba contra sus intereses más evidentes. Pero obedecía, por lo menos, a su lógica particular. Así, Rosenberg hablaba pomposamente de la vida: “El estilo de una columna en marcha, y poco importa hacia qué destino y para qué fin esta columna esté en marcha”. Después de esto, la columna sembrará la historia de ruinas y devastará su propio país, pero por lo menos habrá vivido. La verdadera lógica de este dinamismo era la derrota total, o bien, de conquista en conquista, de enemigo en enemigo, el establecimiento del imperio de la sangre y la acción. Es poco probable que Hitler haya concebido, por lo menos primitivamente, este Imperio. Ni por su cultura, ni tampoco por su instinto de inteligencia táctica, estaba a la altura de su destino. Alemania se hundió por haber emprendido una lucha imperial con un pensamiento político provincial. Pero Junger había advertido esa lógica y dado su fórmula. Tuvo la visión de un “imperio mundial” y “técnico”, de una “religión de la técnica anticristiana” cuyos fieles y soldados hubiesen sido también sus monjes, pues que (y en esto Junger se encuentra con Marx), por su estructura humana, el obrero es universal. “El estatuto de un nuevo régimen de mando sustituye al cambio de contrato social. El obrero es sacado de la esfera de las negociaciones, la compasión y la literatura, y elevado hasta la de la acción. Las obligaciones jurídicas se transforman en obligaciones militares”. El Imperio, como se ve, es al mismo tiempo la fábrica y el cuartel mundiales, donde reina como esclavo el soldado-obrero de Hegel. Hitler ha sido detenido relativamente pronto en el camino de este Imperio. Pero aunque hubiera ido más lejos se habría asistido solamente al despliegue cada vez más amplio de un dinamismo irresistible y al refuerzo cada vez más violento de los principios cínicos, que eran los únicos capaces de servir a ese dinamismo.
Al hablar de esta revolución, Rauschning dice que no es ya liberación, justicia y elevación del espíritu, sino “la muerte de la libertad, la dominación de la violencia y la esclavitud del espíritu”. El fascismo es, efectivamente, el desprecio. A la inversa, toda forma de desprecio, si interviene en política, prepara o instaura el fascismo. Hay que añadir que el fascismo no puede ser otra cosa sino renegarse a sí mismo. Junger deducía de sus propios principios que valía más ser criminal que burgués. Hitler, que tenía menos talento literario, pero, en esta ocasión, más coherencia, sabía que es indiferente ser lo uno o lo otro, desde el momento en que no se cree en el éxito. Se autorizó, por lo tanto, a ser lo uno y lo otro a la vez. “El hecho es todo”, decía Mussolini. Y Hitler: “Cuando la raza corre peligro de que la opriman… la cuestión de la legalidad no desempeña sino un lugar secundario”. Como, por otra parte, la raza tiene siempre necesidad de que la amenacen para existir, nunca hay legalidad. “Estoy dispuesto a firmarlo todo, a suscribirlo todo… En lo que me concierne, soy capaz, con toda buena fe, de firmar hoy tratados y romperlos mañana fríamente si el porvenir del pueblo alemán está en juego”. Por lo demás, antes de declarar la guerra, el Führer declaró a sus generales que más tarde no se preguntaría al vencedor si había dicho o no la verdad. El leitmotiv de la defensa de Goering en el proceso de Nuremberg, toma de nuevo esta idea: “El vencedor será siempre el juez y el vencido el acusado”. Esto puede discutirse, sin duda. Pero entonces se comprende a Rosenberg cuando dice en el proceso de Nuremberg que no había previsto que este mito llevara al asesinato. Cuando el fiscal inglés observa que “de Mein Kampf partía el camino directo que llevaba a las cámaras de gas de Maidanek”, toca, por el contrario, el verdadero tema del proceso, el de las responsabilidades históricas del nihilismo occidental, el único, sin embargo, que no fue verdaderamente discutido en Nuremberg, por razones evidentes. No se puede realizar un proceso anunciando la culpabilidad general de una civilización. Se ha juzgado solamente los actos que, por lo menos, gritaban a la faz de la tierra entera.
Albert Camus
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