Fichero

LEA, por favor

En la década de los años cincuenta, el geofísico norteamericano Roger Revelle publicó resultados de estudios emprendidos junto con Hans Suess, los que demostraban que los niveles de dióxido de carbono atmosférico habían aumentado con el empleo de combustibles fósiles. Al comenzar los ochenta, un representante demócrata por el estado de Tennessee, que había sido alumno de Revelle, copatrocinaba las primeras audiencias que el Congreso de los Estados Unidos dedicara al estudio de las implicaciones del calentamiento planetario y al estímulo al desarrollo de tecnologías ambientales para combatirlo. Ese representante, que para los momentos no había cumplido aún los cuarenta años, se llamaba Albert Arnold Gore, la misma persona que acaba de ser galardonada con el Premio Nóbel de la Paz, por su personal e incansable campaña de concientización sobre el más grave problema ecológico de la humanidad. La preocupación de Al Gore por tan crucial tema se inicia, pues, mucho antes de que fuese derrotado, por malas artes y en mala hora, por George W. Bush en su intento por alcanzar la Presidencia de los Estados Unidos en el año 2000.

Al Gore ha luchado toda su vida por la modernidad que es posible a partir de los frutos del esfuerzo científico. Dos años antes de resultar electo Vicepresidente de los Estados Unidos, ya Senador, Gore tuvo éxito al propulsar y hacer aprobar la legislación que dio impulso definitivo a lo que hoy conocemos como Internet. (High Performance Computing and Communication Act, 1991, conocida como la “Ley Gore”). Pero también es un hombre de excepcional estatura moral. Aunque se oponía a la guerra de Vietnam y ha podido eludir el reclutamiento—aceptando un puesto en la Guardia Nacional que un amigo de su familia le había conseguido—optó por alistarse voluntariamente a fines de 1969 y sirvió cinco meses en aquel país. Cuando su hijo mayor sufrió en 1989 un accidente que casi le costó la vida, Gore prefirió acompañarle durante su larga recuperación, en lugar de dedicar los esfuerzos que se le exigían en la preparación de una campaña presidencial en 1992. Es en este tiempo que escribe Earth in the Balance, una obra sobre conservación ambiental que pronto estuvo en la lista de best sellers en The New York Times.

De modo que Al Gore no es, como alguna gente cree, un recién llegado a las lides ambientales, que hubiera encontrado causa sucedánea y de última hora para aliviarle una frustración política. Se trata de la fe de toda una vida, y pocas personas han alcanzado la gloria del Premio Nóbel de la Paz con más mérito que el suyo.

Esta Ficha Semanal #166 de doctorpolítico reproduce las palabras pronunciadas por Albert Arnold Gore, el 8 de diciembre de 1997, en Kyoto, durante la Conferencia sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas, cuyo Protocolo se ha negado sistemáticamente a suscribir el gobierno de George W. Bush. Este último señor jamás conocerá las mieles de un Premio Nóbel; en ninguna de sus disciplinas científicas, por supuesto que no en la literaria, y menos que menos por la Paz. El sencillo discurso de Gore, pronunciado hace casi exactamente diez años, pone en evidencia el costo que ha tenido para el mundo entero la llegada a la Casa Blanca de quien merecería con creces un Premio Atila de la Guerra.

LEA

Lo viene diciendo

Desde que nos reuniéramos en la Conferencia de Río en 1992, un consenso tanto científico como político ha recorrido un largo camino. Si nos detenemos un momento y miramos a nuestro alrededor, podremos ver cuán extraordinario es realmente este encuentro.

Hemos alcanzado una etapa fundamentalmente nueva en el desarrollo de la civilización humana, en la que se hace necesario asumir la responsabilidad de una reciente pero profunda alteración de la relación entre nuestra especie y nuestro planeta. A causa de nuestros nuevos poderes tecnológicos y nuestro creciente número, debemos ahora poner cuidadosa atención a las consecuencias de lo que le estamos haciendo a la Tierra, especialmente a su atmósfera.

Hay otras partes del sistema ecológico de la Tierra que también están amenazadas por el impacto crecientemente áspero de una desconsiderada conducta:

*El envenenamiento de demasiados lugares en los que vive la gente—especialmente la gente pobre—y las muertes de demasiados niños—especialmente los niños pobres—por agua contaminada y aire sucio;

*El peligroso e insostenible agotamiento de los bancos de peces; y

*La rápida destrucción de hábitats críticos—bosques pluviales, bosques templados, bosques boreales, tierras húmedas, arrecifes coralinos y otros preciosos manantiales de diversidad genética de los que depende el futuro de la humanidad.

Pero la parte más vulnerable del ambiente de la Tierra es la muy delgada capa de aire colgada cerca de la superficie del planeta, que tan descuidadamente llenamos ahora con desechos gaseosos que en verdad alteran la relación entre la Tierra y el Sol, atrapando más radiación solar bajo esta creciente manta de polución que cubre al mundo entero.

El calor extra que no puede escapar está comenzando a cambiar los patrones globales del clima, a los que estamos acostumbrados y a los que nos hemos adaptado en los últimos 10.000 años.

La semana pasada, los científicos nos han informado que este año, 1997, al que sólo le quedan tres semanas, será el año más caluroso desde que guardamos registros. De hecho, nueve de los diez años más calurosos desde que se comenzara a medirlos nos han llegado en los últimos diez años. La tendencia es clara. Las consecuencias humanas, y los costos económicos de la inacción son impensables. Más inundaciones y sequías récord. Enfermedades y pestes extendiéndose a nuevas áreas. Cosechas fallidas y hambrunas. Glaciares derretidos, tormentas más fuertes y mares elevados.

Ahora nuestro reto fundamental es encontrar cómo podremos cambiar los comportamientos que están causando el problema.

Hacerlo requerirá humildad, puesto que las raíces espirituales de nuestra crisis son la soberbia y una falta de comprensión y de respeto por nuestras conexiones con la Tierra de Dios y con nosotros mismos.

Cada una de las 160 naciones aquí representadas ha traído puntos de vista únicos a la mesa, pero debemos todos entender que nuestro trabajo en Kyoto es sólo un comienzo. Ninguna de las propuestas acá debatidas resolverá completamente el problema por sí misma. Pero si aquí comenzamos con buen pie, rápidamente podremos cobrar impulso mientras aprendemos juntos cómo afrontar este desafío. Nuestro primer paso deberá ser establecer límites realistas, logrables y obligatorios a las emisiones, lo que creará nuevos mercados para nuevas tecnologías y nuevas ideas que, a su vez, expandirán las fronteras de lo posible y crearán nueva esperanza. Otros pasos seguirán, y en último término lograremos un nivel global seguro de la concentración de gases de invernadero en la atmósfera de la Tierra.

Ésta es la aproximación paso a paso que acogimos en Montreal hace diez años para acometer el problema de la disminución de ozono, y está funcionando.

En esta oportunidad, el éxito requerirá que, primero y principal, sanemos las divisiones entre nosotros.

La primera y más importante tarea de los países desarrollados es la de escuchar las necesidades inmediatas del mundo en desarrollo. Y déjenme decir que los Estados Unidos han escuchado y han aprendido.

Entendemos que su primera prioridad es elevar a sus ciudadanos sobre la pobreza, de forma que muchos sobrevivan y construyan economías fuertes que garanticen un futuro mejor. Éste es vuestro derecho: no será ignorado.

Y permítanme ser claro en nuestra respuesta a ustedes: no queremos hundirnos en una falsa división. La reducción de la pobreza y la protección del ambiente terrestre son ambos componentes críticos de un desarrollo verdaderamente sustentable. Queremos forjar una sociedad duradera para lograr un porvenir mejor. Una de sus claves es la movilización de nuevas inversiones hacia sus países para asegurar que tengan estándares de vida superiores, con tecnologías modernas, limpias y eficientes.

Esto es lo que nuestras proposiciones de negociación e implementación conjunta sobre las emisiones procuran obtener.

A nuestros socios en el mundo desarrollado, déjenme decirles que también hemos escuchado y aprendido de ustedes. Comprendemos que mientras compartimos un objetivo común, cada uno de nosotros enfrenta retos particulares.

Ustedes han exhibido aquí un liderazgo, y por ello estamos agradecidos. Vinimos a Kyoto a encontrar nuevas maneras de salvar nuestras diferencias. Al hacerlo, sin embargo, no debemos desmayar en nuestra resolución. Por nuestra parte, los Estados Unidos permanecen firmemente comprometidos con una meta fuerte y vinculante que reducirá nuestras emisiones en cerca de 30%, un compromiso tan fuerte o más que los que hemos oído acá de cualquier país. El imperativo acá es hacer lo que prometemos, más que prometer lo que no podemos hacer.

Todos nosotros, por supuesto, debemos rechazar el consejo de quienes nos piden creer que realmente no hay ningún problema en absoluto. Conocemos sus argumentos; hemos oído a otros como ellos a través de la historia. Por ejemplo, en mi país recordamos a los voceros de la industria del tabaco insistir por mucho tiempo que fumar no hacía daño. A aquellos que buscan ofuscar y obstruir les decimos: no permitiremos que coloquen sus estrechos intereses especiales por sobre los intereses de toda la humanidad.

Entonces, ¿qué proponen los Estados Unidos que hagamos?

La primera cualidad de cualquier proposición debe ser su mérito ambiental, y la nuestra es ambientalmente sólida y sensata.

Es fuerte y comprehensiva, pues abarca los seis gases de invernadero significativos. Reconoce el vínculo entre el aire y el suelo, incluyendo tanto fuentes como sumideros. Provee las herramientas para asegurar que las metas se cumplan, al ofrecer negociación sobre emisiones, implementación e investigación conjunta como poderosos motores del desarrollo y transferencia de tecnología. Reduce todavía más las emisiones, por debajo de los niveles de 1990, a partir de 2012 en adelante. Provee los medios de asegurar que todas las naciones puedan  unírsenos en sus propios términos para confrontar este desafío común.

Es también económicamente razonable, y con una estricta vigilancia y rendición de cuentas, garantizará que mantengamos nuestro pacto el uno con el otro.

Sea que lleguemos o no acá a acordarnos, emprenderemos pasos concretos para ayudarnos a enfrentar este reto. El presidente Clinton y yo mismo entendemos que nuestra primera obligación es la de enfrentar este asunto en nuestro país. Me comprometo con ustedes hoy a que, preparados para actuar, los Estados Unidos actuarán.

Por mi parte, he venido aquí a Kyoto porque estoy tanto determinado como optimista de que podremos tener éxito. Creo que al reunirnos en Kyoto ya hemos logrado una victoria importante, una a la vez de substancia y espíritu. No tengo dudas de que el proceso que hemos iniciado acá inevitablemente conducirá a una solución en los días o años por venir.

Algunos de ustedes, quizás, han oído que el presidente Clinton y yo hemos recalentado las líneas telefónicas, consultando y compartiendo nuevas ideas. Déjenme hoy añadir esto: después de hablar esta mañana con nuestros negociadores y luego de hablar por teléfono hace pocos minutos con el presidente Clinton, estoy instruyendo ahora mismo a nuestra delegación para que muestre una mayor flexibilidad de negociación en caso de que pueda establecerse un plan comprehensivo, uno de metas y cronogramas realistas, con mecanismos de mercado y la significativa participación de países en desarrollo clave.

Antes en este siglo, el montañista escocés W. H. Murray escribió: “Hasta que uno se compromete hay dubitación, el chance de retroceder, la ineficacia siempre. En lo tocante a todo acto de iniciativa hay una verdad elemental, cuya ignorancia mata incontables ideas y espléndidos planes: que en el instante en que uno definitivamente se compromete, la Providencia también se pone en movimiento”.

De manera que empujemos hacia adelante. Resolvámonos a conducirnos de tal modo que los hijos de nuestros hijos lean acerca del “Espíritu de Kyoto” y recuerden bien el tiempo y el lugar donde la humanidad optó, por vez primera, por embarcarse junta en una relación sostenible a largo plazo entre nuestra civilización y el ambiente de la Tierra.

En ese espíritu, trascendamos nuestras diferencias y comprometámonos a asegurar nuestro común destino: un planeta completo y sano, cuyas naciones estén en paz y sean prósperas y libres; y cuya gente, en todas partes, sea capaz de alcanzar el potencial que Dios le dio.

Gracias.

Al Gore

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