Cartas

Con escasos ocho días de diferencia, y muy cercanos el uno del otro, morían en 1955 dos titanes del pensamiento occidental. El 18 de abril, en el Hospital de Princeton, Nueva Jersey, expiraba Albert Einstein, de quien es difícil decir algo original que al mismo tiempo sea justo. El primero en despedirse, el 10 del mismo mes en Nueva York, fue Pierre Teilhard de Chardin. Dejaba tras de sí una poderosa y persuasiva visión acerca del sentido del mundo y su evolución, que tenía por eje fundamental la aparición del fenómeno humano. Einstein era el escenógrafo, Teilhard el dramaturgo. Alberto había revelado la estructura y comportamiento del teatro; Pedro narró el drama.

La narración de El fenómeno humano es esencialmente optimista: la evolución del cosmos es un acrecentamiento de consciencia en dirección a un polo atractor, el Punto Omega. Para alcanzarlo el universo inventa primero la vida, y ésta hace centenares de miles de ensayos, no exentos de error. Cada nueva especie es un nuevo intento por llegar a Omega, y es la humana—dotada de la única conciencia reflexiva natural—la que finalmente podrá completar la misión, cuando los hombres sepan acercarse los unos a los otros para una sobrevida de conciencia unificada. El mundo, pues, posee sentido; no es una pura cantidad, sino un vector con dirección.

Teilhard estuvo todo el tiempo consciente de las dificultades que su visión impondría a la teología ortodoxa, y por tal razón advirtió que sólo describía los rasgos de un fenómeno. Si se atrevió a presentar la monumental narrativa de su obra fue porque estaba persuadido de que el siglo XX fue “probablemente más religioso que cualquiera otro. ¿Cómo pudiera no serlo, con tantos problemas por resolver? El único problema es que todavía no ha encontrado un Dios que pueda adorar”.* San Pedro Teilhard se atrevió a sugerir un esbozo apenas de su imagen, entrevista al final de la aventura cósmica cuya crónica escribió.

Pero Teilhard sabía que tan acendrado y descomunal optimismo sería objetado por quienes apuntarían, atinadamente, que la peripecia humana aloja innumerables instancias de mal. Por lo demás, no necesitaba ese acicate: para cuando se completaba la escritura de El fenómeno humano, ya la Segunda Guerra Mundial había entrado en su segundo año de muerte y destrucción. Por esto se sintió obligado a escribir un apéndice a su obra: “Algunas consideraciones acerca del lugar y la parte que corresponden al mal en un mundo en evolución”. En él enumera Teilhard cuatro clases de mal en el mundo:

Mal de desorden y de fracaso, en primer lugar. Hasta en sus zonas reflexivas, ya lo hemos visto, el Mundo procede a golpe de probabilidades, por tanteo. Ahora bien: por este mismo hecho, incluso dentro del dominio humano (en el cual, no obstante, el azar está mejor controlado), cuántos fallos para un éxito, cuántas miserias para una alegría, cuántos pecados para un solo santo… estadísticamente, en todos los grados de la Evolución, siempre y por todo lugar, el Mal se forma y se vuelve a formar, implacablemente, en nosotros y a nuestro alrededor. Necessarium est ut scandala eveniant. Así lo exige, sin apelación posible, el juego de los grandes números en el seno de una Multitud en vías de organización.

A continuación reconoce otro tipo: “Mal de descomposición, después: simple forma del precedente, en el sentido de que enfermedad y corrupción siempre proceden de un azar desgraciado; sin embargo, forma agravada y doblemente fatal, nos es necesario añadir, en la medida que, para el viviente, el hecho de morir se ha convertido en la condición regular, indispensable, del reemplazo de los individuos, unos por otros, siguiendo el mismo phylum: la muerte, engranaje esencial del mecanismo y de la ascensión de la Vida”.

Una tercera clase de mal es presentada de esta forma: “Mal de soledad y de angustia, también: la gran ansiedad (muy propia del Hombre) de una conciencia que se despierta a la reflexión en un Universo oscuro, en el que la luz necesita siglos y siglos para llegarle, un Universo que todavía no alcanzamos a comprender, ni a saber qué es lo que nos pide…”

Por último una clase de mal, si se quiere, más útil: “Mal de Crecimiento, por medio del cual se expresa en nosotros, con las angustias de un parto, la ley misteriosa que, desde el más humilde quimismo hasta las más altas síntesis del espíritu, se hace traducir, en términos de trabajo y de esfuerzo, cualquier progreso en la dirección de una mayor unidad”.

No negaba sino que exponía, como taxonomista, esas cuatro especies del mal de las que daba testimonio: “Dolores y faltas, lágrimas y sangre: tantos subproductos (a menudo preciosos, por otra parte, y aun reutilizables) engendrados en ruta por la Noogénesis”. (La formación de la conciencia). Es decir, a pesar de reconocerlo, tuvo la frialdad clínica para buscar en el mal mismo la oportunidad de usarlo para crecer.

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Es una distinción francesa la idea de una cuenta corta y una larga de la historia. Ésta última es el tiempo lento, secular o milenario, de las sociedades. A su ritmo, las naciones experimentan fases felices o infelices de su existencia; algunas hasta su aniquilación. El progreso de las sociedades, o su declive, no son procesos rápidos. Esta característica de la cuenta larga puede desesperar a los miembros concretos de una comunidad, que quisieran ver la cesación de un mal o una gran necesidad social consumarse en el curso de sus propias vidas de cuenta corta. La lentitud metamórfica de la cuenta larga puede ser tolerada por el filósofo idealista, pero suscita la rebelión del existencialista que se ocupa del aquí y del ahora. ¿De qué me sirve un mapamundi—diría un Kierkegaard caraqueño—si lo que quiero es saber cómo llegar de la parroquia de La Candelaria a la urbanización de La Urbina?

Resulta comprensible, pues, que el venezolano que sabe del mal que la dominación chavista ha traído a su patria desespere por su término. No le consuela que se le recuerde la máxima castellana que asegura la inexistencia de males que duren cien años. Imaginar que la abrumadora presidencia de Chávez pudiera cesar en 2021—o tal vez con su muerte, según los precedentes de Gómez, Franco o Castro—se le hace intolerable; de hecho, preferiría con mucho su abandono instantáneo del cargo que detenta.

A pesar de tan fuerte sentimiento, resulta mucho más constructivo superarlo y convertir su origen, como proponía Teilhard de Chardin, en oportunidad de crecimiento.

Hablo de aprendizaje. Si los venezolanos nos quedáramos—no todos, por cierto—en el mero repudio de Hugo Chávez, si no nos preguntáramos por el significado de su aparición ni buscáramos en nosotros mismos errores pasados, si persistimos en ellos, la experiencia de su gobierno no será otra cosa que puros “[d]olores y faltas, lágrimas y sangre”, puro mal.

Una primera lección que se deriva de la dolencia oncológica del chavoma es que éste jamás hubiera tomado cuerpo de no haber sido precedido por una política soberbia, que no encontró manera de acomodar la crítica y se negó a la metamorfosis; ahora tenemos, además de soberbia, altanería.

Los primeros signos de una conciencia de rechazo a la política que precediera a Chávez datan al menos de 1984. Para la época, la prestigiosa encuestadora Gaither hacía regulares estudios de opinión en Venezuela. En ellos era la siguiente una pregunta estándar: “¿Cuál es el mejor partido?” (A los entrevistados se les ofrecía las opciones de AD, COPEI, MAS y otros). En agosto de 1974, la suma de las respuestas de “ninguno” y la abstención que típicamente se codifica como “No sabe/No contesta” era de 29% de los encuestados. En septiembre de 1979 y octubre de 1983 esta suma se había estabilizado en 27%. Para agosto de 1984, a seis meses del inicio del gobierno de Jaime Lusinchi, el indicador ascendió a 43%. (Casi 30% respondió decididamente: “el mejor partido es ninguno”). Esta súbita fractura, una toma de conciencia repentina reflejada en el estudio de esa última fecha debió prender las alarmas políticas.

Tal cosa, sin embargo, no ocurrió. No por mala voluntad, sino porque es típica conducta humana, las élites venezolanas prefirieron creer que cataclismos como el del Viernes Negro eran perturbaciones momentáneas de las aguas políticas, que pronto desaparecerían en el lago de la normalidad. A fines de 1983 me preguntaba un altísimo ejecutivo de una empresa privada emblemática del país, enterado de mis planes de editar una revista sobre temas políticos, sobre qué escribiría. Respondí que lo haría sobre “los procesos fundamentales de la crisis”. Esta respuesta lo hizo meditar unos segundos, al cabo de los cuales repreguntó: “Y cuando se acabe la crisis ¿de qué vas a escribir?” A veinticuatro años de la inocente pregunta los vientos de crisis aún no han amainado.

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Una lección todavía más fundamental es que la situación política que el país atraviesa tampoco habría sido posible si la dirigencia venezolana de los años previos a Chávez hubiera respetado a la ciudadanía y a su inteligencia. La inmensa mayoría de los venezolanos ha sentido por demasiado tiempo, más allá de la penuria económica, un persistente desprecio proveniente de las élites nacionales.

Hace un poco más de un mes que tuve una constatación típica de este fenómeno. Recibí la generosa apreciación de un texto mío, escrita en los siguientes términos: “Interesante tu escrito y llama al debate. Eso sí, entre nosotros, los de las clases medias profesionales. Los que votan mayoritariamente por Chávez no saben de estas cosas, o no les interesan y les parecen paja de gamelote. Pero sí les interesa consumir cada vez más y mejores bienes, tener trabajo… Pero eso sí: fácil, sin mucho esfuerzo, tener casa, carro y poder viajar y tomar caña los fines de semana”.

Lamentablemente, tal opinión es muy difundida. A veces reviste una escritura más sofisticada, y emerge como tesis sociológica de pretendida exactitud: “…una naturaleza sobreprotectora, que nos ha dotado a la vez de un clima benigno y de riquezas naturales, que no exigen otro sacrificio que la extracción, ha ido estimulando en nosotros… la certidumbre de que nos basta extender la mano para que el pan llueva sobre ella, y por esa vía, ha fomentado en nosotros la irresponsabilidad, la pereza y la sensación de que siempre algún milagro nos rescatará de la miseria, sin necesidad de que ofrezcamos nuestro esfuerzo a cambio”. (Marcel Granier, La generación de relevo vs. el Estado omnipotente, Publicaciones Seleven, Caracas, 1984, págs. 2 y 3).

Es hora de respetar a los venezolanos y confiar en ellos. En junio de 1998 quise advertirlo: “Si el liderazgo nacional continúa desconfiando del pueblo venezolano, si le desprecia, si le cree holgazán y elemental, no obtendrá otra cosa que respuestas pobres congruentes con esa despreciativa imagen. Si, por lo contrario, confía en él, si procura que tenga cada vez más oportunidades de ejercitar su inteligencia, si le reta con grandes cosas, grandes cosas serán posibles”. Y buena parte del pueblo cree que es esto último lo que Chávez ha hecho precisamente.

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Pero la cosa no se agota en el aprendizaje de los dirigentes. Nosotros, los ciudadanos, también estamos llamados a aprender de esta época de destacado mal político.

Debemos aprender, pienso, que no podemos dejar a los dirigentes a la libre, sin exigirles eficacia y responsabilidad.

Debemos aprender la solidaridad, pues las cosas sociales no se resuelven todas con la sola búsqueda de la prosperidad individual.

Debemos aprender la tolerancia, y ser capaces de encontrar la virtud en el enemigo más acérrimo. En todas partes se encuentra la verdad, afirmaba Santo Tomás de Aquino, incluso en el error.

Debemos aprender que se puede ver lo bueno dentro de lo malo.

Parábola. En medio de un camino polvoriento destacaba el cuerpo patas arriba de un perro muerto. Un primer grupo de transeúntes pasó a su lado comentando: “¡Qué espectáculo tan desagradable! ¡Qué hediondez!”

Al rato nuevos viajeros caminaron por el sitio, y decían: “¡Qué horror! ¡Qué asqueroso! ¡Qué mosquero!”

Todavía pasaron por el lugar otros peregrinos y afirmaron: “¡Qué irresponsabilidad! ¿Por qué no han recogido ese animal? ¡Esto es falta de gobierno!”

Hasta que un caminante solitario se acercó, y con una mirada compasiva enunció en voz alta: “¡Qué dientes tan blancos tiene ese perro!”

LEA

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* En carta a Émile Licent.

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