Fichero

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El artículo Es hora de quedarse, escrito el 9 de julio de 1998 y publicado en el diario La Verdad de Maracaibo, se reproduce en esta Ficha Semanal #174 de doctorpolítico. Se trata de un tema recurrente en la preocupación del suscrito: la valoración negativa de nuestro país por nosotros mismos.

En jueves inmediatamente anterior al Domingo de Ramos de 1991, por ejemplo, eché mano de una metáfora médica para calmar los ánimos de una reunión, convocada por Monseñor Mario Moronta en oficinas del IFEDEC (Instituto de Formación Demócrata Cristiana, fundado por Arístides Calvani). El obispo reunió a un compacto grupo para exponer una angustia que lo dominaba: según avisos que le llegaban, era alta la probabilidad de un nuevo “caracazo” por aquellos días de Cuaresma, y sus fuentes militares le advertían que, de producirse un nuevo megadesorden, las Fuerzas Armadas se abstendrían de reprimirlo. El resto de su exposición no era otra cosa que una lectura terriblemente negativa del país.

Para sugerir que precisamente la Iglesia Católica podía servir de calmante que tranquilizara los ánimos, predicando el sosiego y la esperanza, expliqué en qué consistía la decisión médica del triage, típica de situaciones calamitosas. Los médicos clasifican a los pacientes en tres grupos, dos de los cuales no recibirán atención avanzada, en vista de la escasez de recursos: los que sufren alguna lesión leve, curable con aspirina y tal vez algo de agua bendita, y los que están tan graves que morirán de todas todas, a pesar de toda la atención que puedan recibir. El grupo residual, de los que empeorarán sin asistencia y mejorarán con ella, es el que recibirá la atención del cuerpo médico.

Pregunté entonces a la reunión de consultores de Monseñor en qué grupo debíamos colocar a Venezuela: si sus males eran tan leves que sanarían por sí solos o tan graves que había que desahuciarla (como parecía sugerir la presentación episcopal), o si tenía problemas serios pero tratables que requerirían nuestro concurso. El diagnóstico fue unánime: nuestro país estaba en este último grupo del triaje. Propuse, pues, a Mario Moronta que los púlpitos católicos hablaran todos como una sola voz, en procura de la tranquilidad del paciente, requerida para que la atención “médica” pudiera conducirse eficazmente. (La agitación del paciente descosería los puntos de sutura y despegaría las líneas de suero). Además de los templos, los medios de comunicación pudieran multiplicar ese mensaje, habida cuenta del espacio que tradicionalmente conceden a la iglesia en los días santos. Monseñor Moronta dio señales de entusiasmo y solicitó que se le hiciera llegar notas escritas en ese sentido, las que recibió en Los Teques un día antes del Domingo de Ramos.

Pero entonces vino la sorpresa: Moronta llenó su sermón de las Siete Palabras en esa Semana Santa de palabras realmente incendiarias, como si en lugar de calmar el ánimo popular se propusiera exacerbarlo. Tal vez creía inminente una insurrección popular y estaba en su interés que se le contara del lado de los revolucionarios. Durante años opinó políticamente, pero nunca propuso alguna solución que no fuese la abstracta y general—e inútil—de su prédica sobre “la centralidad de la persona humana”.

LEA

Tiempo de quedarse

A comienzos de 1983, hace ya quince años, se celebró una reunión privada de cinco muy importantes banqueros venezolanos, convocada para discutir un posible flujo negativo de caja de PDVSA que se proyectaba para fines de ese año, año electoral. En medio de la discusión se pidió a los asistentes participar en un simple ejercicio, un sencillo juego, una adivinanza.

El ejercicio consistió en leer las palabras textuales de un fragmento de discurso, y pedirles que intentaran identificar a quien las había dicho. Las palabras en cuestión se referían a un país y a sus hábitos económicos. El orador fustigaba a los oyentes y decía que en su país la gente se había endeudado más allá de sus posibilidades, que quería vivir cada vez mejor trabajando cada vez menos. Al cabo de la lectura los banqueros comenzaron a asomar candidatos: ¡Úslar Pietri! ¡Pérez Alfonzo! ¡Jorge Olavarría! ¡Gonzalo Barrios!

No fue poca la sorpresa cuando se les informó que las palabras leídas habían sido tomadas del discurso de toma de posesión de Helmut Kohl como Primer Ministro de la República Federal Alemana.

El ejemplo sirvió para demostrar cuán propensos somos a la subestimación de nosotros mismos. Si se estaba hablando mal de algún país la cosa tenía que ser con nosotros. Al oír el trozo escogido los destacados banqueros habían optado por generar sólo nombres de venezolanos ilustres, suponiendo automáticamente que el discurso había sido dirigido a los venezolanos para reconvenirles. A partir de ese punto la reunión tomó un camino diferente.

De hecho, uno de los banqueros presentes acababa de regresar de Inglaterra—recordemos que se estaba a comienzos de 1983, cuando ya había emergido el problema de la deuda pública externa venezolana tras los casos de México y Polonia—y contó una conversación con importantes banqueros ingleses que mucho le sorprendió. En esa conversación nuestro banquero, quien hacía no mucho había sido Presidente del Banco Central de Venezuela, preguntó a sus colegas ingleses si albergaban preocupación por la deuda externa de los países en desarrollo. A lo que los financistas británicos contestaron: “Bueno, sí, pero ¡la que nos tiene verdaderamente alarmados es la deuda de los Estados Unidos de Norteamérica!”

Con mucha frecuencia ese autoprejuicio de muchos venezolanos llega a expresarse de modo más activo y más denigrante. Así, se niega que podamos “estar preparados” para vivir en democracia, se le tiene miedo a una Asamblea Constituyente o, más crudamente, se declara: “Venezuela es una caricatura de país”.

Pero no es preciso ser tan atrabiliario como para sentir los embates de la duda respecto de las posibilidades futuras de la nación venezolana. Muchas personas trabajadoras, honestas y patrióticas llegan a sentir el aguijón de la desesperanza y algunos buscan mudarse a otras latitudes para dejar de ver los problemas que aquejan a los venezolanos, para no pensar más en eso, para escapar a las trabas que un sistema anacrónico y disfuncional impone a su actividad empresarial o profesional.

Esa no es una estrategia constructiva. Es una actitud de evasión, de escape, de fuga.

El país está atravesando, en estos mismos momentos, por lo que tal vez llegue a ser la más importante transición en nuestra historia. No hay que perdérsela. Por lo contrario, es la hora de quedarse a producir y contemplar un soberbio espectáculo:  el de un país que ha venido asimilando sufrimiento, creciendo en conciencia, aprendiendo serenamente de la adversidad, y que puede convertir ese doloroso proceso en una metamorfosis de creación política.

Las ganas de salir corriendo tal vez sean comprensibles. Más de un venezolano capaz se siente impedido, maniatado. No se pretende negar, entonces, que el país en general—sus obreros, sus científicos, sus empresarios, sus profesionales, sus trabajadores culturales—esté pasando por penurias en grado importante. Lo que se niega es la validez de una estrategia evasiva, cuando lo constructivo, lo audaz, lo inteligente, es encontrar las oportunidades que, como toda crisis, la crisis venezolana está proveyendo.

No es el momento de negarnos. Todo país próspero conoció la penuria primero que nada. Nos toca ahora a nosotros comprobar que no somos menos, no somos raza, ni cultura, ni pueblo inferior. Todo el planeta vive ahora un inmenso ajuste, que naturalmente invalida o hace obsoleto a más de un modo de vida o producción. La inteligencia está en adaptarse a esta grandísima transformación de la humanidad, aprender y hacer cosas nuevas.

LEA

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