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No hay nada mágico o especial en el número ocho, ni en los años terminados en ocho, aunque más de uno haya sido año destacado en nuestro devenir histórico. La coincidencia de ciertas fechas anima, sin embargo, teorías numerológicas—en sí mismas acientíficas—que encuentran una presunta tendencia al cataclismo político en Venezuela en esos años. Así, por ejemplo, puede señalarse que el general Juan Vicente Gómez depuso a su compadre Cipriano Castro en 1908 y que encontró inusitada resistencia estudiantil en 1928, que Rómulo Gallegos fue depuesto en 1948 y Marcos Pérez Jiménez en 1958, o que Hugo Chávez alcanzó por primera vez la Presidencia de la República en 1998. Estos años de término óctuple han servido, incluso, para marcar “generaciones” políticas, como la del 28 y la del 58.
Pero es obvio que nos ocurren muchas cosas en años terminados en cifras distintas: el “caracazo” ocurre en 1989, y diez años más tarde los deslaves y la inundación matan miles de venezolanos mientras se aprueba la Constitución de 1999 que nos rige; en 1819 se crea la Gran Colombia antes de la Batalla de Boyacá, de ese mismo año, y la Guerra Federal se desencadena en 1859. ¿Será entonces que estamos condenados a sufrir sobresaltos en los años terminados en nueve? Bueno, nuestra Independencia se incuba y se desencadena en 1810 y 1811, y su Guerra a Muerte es de 1813, mientras la Federal concluye en 1863 y el “Viernes Negro” es de 1983; Gómez muere en 1935, y en 1945 es derrocado Isaías Medina Angarita. El asesinato de Carlos Delgado Chalbaud ocurre en 1950, y el atentado contra Rómulo Betancourt es de 1960. El inicio formal de la dictadura de Pérez Jiménez es de 1952, y la asonada del 4 de febrero es de 1992. Etcétera.
Ni la numerología ni la astrología políticas logran descubrir reales regularidades en nuestra historia, y la pretensión de comprenderla con recursos babalaos o quirománticos conduce al sinsentido. No se necesita la superstición para entender que el año que comienza hoy promete ser políticamente significativo en Venezuela.
A pesar de lo antedicho, pudiera convenir al Presidente de la República recordar, si es que lo sabe, lo acontecido en nuestro país en 1858, cuando José Tadeo Monagas se vio forzado a renunciar y asilarse en la Legación de Francia. Manuel Vicente Magallanes narra el tránsito hacia este desenlace desde el comienzo de 1855, en el capítulo decimosexto de su ágil y precisa Historia Política de Venezuela, dedicado a la Segunda Presidencia de Monagas. Su primera sección es titulada Monagas, una ambición desmedida. De ella se reproduce, en esta Ficha Semanal #177 de doctorpolítico, la primera de 2008, su inicio.
Más adelante en el capítulo, Magallanes refiere las reformas que dan lugar a la constitución de 1857, hechas por un Congreso servil en beneficio de Monagas: “…fíjase el 1º de febrero para la iniciación del período y auméntase éste a seis años; sustitúyese la autonomía provincial por la de los municipios; otórgase al Ejecutivo nacional la facultad de nombrar directamente los gobernadores; suprímese la condición de rentista para sufragantes parroquiales; cámbiase el nombre de los representantes por el de diputados; permítese la reelección inmediata del Presidente y el Vicepresidente de la República; elimínase la infracción a la Constitución de las responsabilidades presidenciales… y agréganse unas disposiciones transitorias por las cuales autorízase al Congreso para que, sancionada y promulgada la Constitución, proceda a nombrar por única vez al Presidente y al Vicepresidente de la República para el primer período constitucional… Monagas aumentaba así su período a ocho años, tal vez con el secreto deseo de ir una vez más a la reelección, pues ya ésta le era permitida por la Constitución”. Al año siguiente ya no le quedaba a José Tadeo nada de su abundante poder.
Si lo que antecede suena conocido, no es porque haya algo mágico en los años terminados en siete o en ocho, sino porque los hombres somos seres poco originales.
LEA
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Una ambición desmedida
Desde el año pasado había quedado pendiente de la última discusión en la Cámara de Representantes, después de haber sido aprobado en el Senado, un proyecto de decreto para otorgar salvoconductos a los ciudadanos que se encontraban fuera del país por causas políticas. Los diputados apresuráronse a concluir las formalidades legislativas y el decreto fue definitivamente aprobado, casi por unanimidad, el 9 de febrero de 1855. Por él quedaba autorizado el Ejecutivo para conceder salvoconductos siempre que a juicio suyo éstos no fueran perjudiciales al orden público.
Este decreto, el mensaje que el 16 envía el presidente a las Cámaras legislativas, lleno de frases de concordia y promesas de paz, y la resolución ejecutiva del 23, que revocaba los embargos de bienes pertenecientes a los señalados como conspiradores, sosegaron los ánimos, estimularon la confianza pública y abrieron cauces de optimismo respecto a un nuevo rumbo de la Administración.
Campaña por la amnistía. El otorgamiento de setenta y siete salvoconductos a los expatriados fomentó la aspiración colectiva de una amnistía general. Esta consigna fue alzada como bandera en las páginas de El Economista, periódico fundado el 1Ëš de marzo por José María de Rojas, quien al saber que el primer magistrado se mostraba contrario a la idea, dijo en uno de sus editoriales:
“No da honor ni gloria a su Excelencia el Presidente la resistencia que se le advierte a prestar su aquiescencia a la amnistía, que en su lugar se limite a expedir algunos salvoconductos para determinados individuos, imponiéndoles condiciones hasta cierto punto humillantes; no es ése el modo de sellar el olvido ni de restablecer armonía perfecta y duradera; el favor que se hace con agravio al amor propio del que lo recibe releva de gratitud cuando la necesidad obliga a aceptarlo; el accidente en semejante caso realza o destruye la sustancia, y esto es más exacto en la vida política que en la privada. El verdadero olvido de lo pasado consiste en sobreponerse el magistrado a las pasiones del hombre, en procurar que su corazón no dirija su cabeza, en distribuir la justicia con escrupulosa imparcialidad y en ser más bien tolerante y generoso con el supuesto o verdadero enemigo político o personal, que injusto e inexorable ante su prolongado infortunio”.
El 4 de abril el Presidente amplió el indulto concedido el año anterior a los revolucionarios de Barquisimeto, Portuguesa y Barinas, con la sola excepción de los autores y cómplices del asesinato del gobernador Aguinagalde. No obstante esta conducta, el general Monagas continuaba opuesto a una amnistía general. Prefería continuar con la política de los salvoconductos, que por ser un procedimiento selectivo le convenía más a sus intereses personalistas.
La iniciativa de la petición pública surgió de los masones de Caracas. Los miembros de la Logia Esperanza NËš 37, exponiendo razones de interés nacional, dirigiéronse al Congreso para solicitar se decretara la amnistía, por ser un clamor mayoritario en el país. Pocos días después un grupo de notables de la ciudad de Valencia pronunciose en igual sentido, siendo encabezada la lista de 400 firmantes con los nombres del señor Miguel Martínez y el general Julián Castro, gobernador y comandante de armas, respectivamente, de aquella provincia.
Esta última petición desagradó mucho al Presidente Monagas, quien interpuso su influencia para obstruir en las Cámaras legislativas toda concurrencia de pareceres a favor de la medida. El gobernador Martínez y el general Castro fueron sustituidos interinamente para que se trasladaran a la capital, donde fueron amonestados severamente y advertidos de que no deberían participar en cuestiones políticas ajenas a sus cargos. El redactor de El Economista recibió también la sugestión de que no debía seguir en su campaña.
Desde este momento púsose en duda la política de conciliación del gobierno. El antagonismo de los partidos mostró nuevamente su evidencia, y en la provincia de Carabobo, donde más negativamente repercutieron estos sucesos, empezó a formarse un grupo opositor que avivaba el descontento y animaba la malquerencia contra el régimen.
Todavía se ensaya un nuevo intento. El 30 de abril el comercio capitalino ofrece un banquete al Presidente, donde concurren más de 100 personas, contándose entre ellas los ministros y el Cuerpo diplomático. En tal ocasión levantose el arzobispo de Caracas, monseñor Guevara y Lira—amigo del general Monagas y quien, como presidente del Congreso, le había tomado el juramento legal—, para con hermosas palabras proponer un brindis por el regreso de los desterrados. Otros de los concurrentes hablaron con igual propósito, siendo el más expresivo el señor Valentín Espinal, el que se refirió a la amnistía como un reclamo colectivo de la más estricta justicia. El general Monagas, al agradecer el homenaje, cedió la palabra al doctor Francisco Aranda—Secretario del Interior, Justicia y Relaciones Exteriores—, para que respondiera al planteamiento que se le había hecho en los discursos. Éste decepcionó con su peroración al referirse al tema con evasivas y eludir una respuesta concreta. En el ánimo de los presentes quedó la convicción de que el Presidente había diferido la amnistía indefinidamente.
La soberbia y la ambición llevaron al general Monagas a las más truculentas y absurdas maquinaciones. Imbuido de su condición de hombre fuerte, no escatimó medios para conservar el poder y prolongarlo. Su insistente negativa a conceder la amnistía general tenía relación con este objeto. Y cuando se percató del descontento que había creado su actitud intransigente se dio a la tarea de propiciar una alarma ficticia sobre una supuesta agresión de la Nueva Granada. La aprobación de un proyecto en el Congreso granadino por el que se concedían 16.000 hectáreas de tierra para la construcción de un camino entre Río Hacha y Maracaibo sirvió para este pretexto. Alegando el principio de uti possidetis se dirigió a las Cámaras legislativas para denunciar un falso atropello, buscando despertar el sentimiento patriótico. Con el acuerdo que dictó el Congreso autorizándolo para tomar las medidas que considerase necesarias, entre ellas declarar la guerra, levantar un ejército de 50.000 hombres, negociar un empréstito hasta por cuatro millones de pesos y mandar en persona las fuerzas armadas, logró el doble objetivo de presentarse como el celoso guardián de la integridad de nuestro territorio y amedrentar a la población civil, la que ya no debía ocuparse de otra cosa que no fuera la defensa de la Patria amenazada. En la celebración del 19 de abril lanzó una proclama y pronunció un discurso llamando a la unión y a la confraternidad ante el conflicto extranjero. Todo no era más que teatro para disimular su maniobra absolutista por detrás de bastidores.
Manuel Vicente Magallanes
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