Hace treinta y tres años, la edad de Cristo, de que el suscrito, en compañía de Eduardo Quintana Benshimol, filósofo, y Juan Forster Bonini, químico, se trasnochara mucho por culpa de una discusión que amenazaba con hacerse interminable. Amanecimos en casa de Eduardo, entre serísimas consideraciones pedagógicas e innumerables botellas de Coca-Cola. Los tres, ex alumnos del Colegio La Salle, debíamos responder a un requerimiento de la Fundación Neumann, que nos había solicitado que le presentáramos un proyecto innovador en materia educativa.
A pesar de que el proyecto terminaría teniendo una intención instrumental—proporcionar a los educandos herramientas que les permitieran dejar de ser malos aprendedores para ser buenos aprendedores—, la discusión de aquella noche sin fin estaba centrada en el problema de los contenidos. Nos resultaba imposible concebir ejercicios de descripción o razonamiento que no estuvieran referidos a algún contenido concreto, y sabíamos que nuestra posición de instructores determinaba una autoridad con la que sería muy fácil imponer a inteligencias juveniles—trabajaríamos con alumnos de los últimos años de bachillerato y los primeros universitarios—nuestras propias opiniones sobre las cosas.
Después de numerosos desvíos retóricos, ingeniosos aunque no poco bizantinos, aterrizamos hacia las cinco de la mañana en una declaración de principios: en la aplicación del proyecto, nos consideraríamos sin derecho de imponer nuestros puntos de vista a los alumnos, y nos comprometimos a advertirlos cuando discutiéramos cosas que eran materia, no de conocimiento, sino de opinión. Puesto de otro modo: nos comprometimos a respetar y cuidar la libertad de pensamiento de los jóvenes, cuyos cerebros estarían a nuestra disposición mientras participaran en los programas que administraríamos.
Arribados a ese punto, el cansancio tuvo vía libre para cambiar de tema. Hablaríamos unos minutos más de Cat Stevens, Jacques Monod y el béisbol local, y nos fuimos a dormir, exhaustos pero felices de haber resuelto nuestros punzantes y católicos escrúpulos. Dos días después presentamos el proyecto a la fundación, “la cual aceptó”, conscientes de que lo técnico y lo metodológico en el concepto estaban libres de manipulación.
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Entre 1996 y 1997 se dio en Venezuela una reforma curricular de su educación. Hacía tiempo que se sentía la necesidad de hacerla, sobre todo después de que una comisión presidida por Arturo Úslar Pietri rindiera preocupantes diagnósticos en 1986. (Comisión Presidencial para el Estudio del Proyecto Educativo Nacional). El debate sobre los cambios que debía imprimirse a nuestra educación se hizo amplio y atractivo. El actual movimiento civil que lleva por nombre Asamblea de Educación y el liderazgo de Leonardo Carvajal, por caso, nacieron a raíz de la conciencia de esos días, que tenía lo educativo por el negocio más importante de una nación. (“Si nos preguntamos qué es lo que causa y condiciona el buen gobierno en todos sus sentidos, desde el más humilde hasta el más exaltado, encontraremos que la causa principal entre todas, aquella que trasciende a todas las demás, no es otra cosa que las cualidades de los seres humanos que componen la sociedad sobre la que el gobierno es ejercido… Siendo, por tanto, el primer elemento del buen gobierno la virtud y la inteligencia de los seres humanos que componen la comunidad, el punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo… Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan”. John Stuart Mill, Ensayo sobre el gobierno representativo).
Es así como se implanta en Venezuela en 1997 un nuevo diseño curricular. Éstos eran, por ejemplo, los lineamientos de la reforma para la educación básica: 1. la formación integral y holística del educando; 2. la formación para la vida; 3. el logro de un individuo sano, culto, crítico, apto para el ejercicio de la democracia y para convivir en una sociedad democrática, justa y libre, basada en la familia; 4. el fomento de un ciudadano capaz de participar activa, consciente y solidariamente en los procesos de transformación social; 5. el desarrollo de una conciencia ciudadana para la conservación, el uso racional de los recursos naturales; la defensa y mejoramiento del ambiente y de la calidad de vida; 6. el desarrollo de destrezas y de la capacidad científica, técnica, humanística y artística; 7. la consolidación en el educando de las destrezas para el manejo del lenguaje, de los procesos de pensamiento y la valoración hacia el trabajo; 8. el fomento de valores tales como el amor, la identidad nacional, el respeto por la vida, la libertad, la perseverancia, la honestidad, la convivencia, la comprensión, la tolerancia y demás actitudes que favorezcan el fortalecimiento de la paz entre las naciones y los vínculos de integración y solidaridad latinoamericana; 9. el desarrollo, la consolidación y la aplicación de actitudes, valores y conocimientos de disciplinas y técnicas que permitan al educando el ejercicio de una función socialmente útil; 10. el desarrollo integrado de los cuatro aprendizajes fundamentales: Aprender a Ser, Aprender a Conocer, Aprender a Hacer y Aprender a Convivir.
Pero en la sección introductoria (A manera de presentación) del “Currículo Nacional Bolivariano”—Diseño Curricular del Sistema Educativo Bolivariano, República Bolivariana de Venezuela, Ministerio del Poder Popular Para la Educación, Sistema Educativo Bolivariano, septiembre de 2007—se enjuicia el esquema anterior en los siguientes términos: “Esta visión de la educación, comenzó a prefigurarse en el inicio del proceso de revisión de las políticas educativas del país en el año 1999 en el marco de la denominada Constituyente Educativa, en la cual se valoró el impacto y alcance de la reforma curricular de 1997, concluyéndose que la misma fortaleció los valores propios del sistema capitalista: el individualismo, el egoísmo, la intolerancia, el consumismo y la competencia feroz. A su vez, promovió la privatización de la educación, con el consecuente aumento de los niveles de exclusión social; desconoció el derecho a la educación de los pueblos indígenas y las comunidades en condiciones vulnerables; al mismo tiempo que se evidenció un currículo no contextualizado, signado por el paradigma cognitivista que favoreció la fragmentación del conocimiento”.
Resulta difícil entender cómo favorecía la fragmentación del conocimiento una doctrina educativa cuyo primerísimo lineamiento era, precisamente, “la formación integral y holística del educando”. Tampoco es de fácil comprensión cómo es que la reforma de 1997 fortalecía “el individualismo, el egoísmo, la intolerancia, el consumismo y la competencia feroz”, cuando preconizaba “valores tales como el amor, la identidad nacional, el respeto por la vida, la libertad, la perseverancia, la honestidad, la convivencia, la comprensión, la tolerancia y demás actitudes que favorezcan el fortalecimiento de la paz entre las naciones y los vínculos de integración y solidaridad latinoamericana”. No es en absoluto evidente cómo es que la reforma de 1997 “promovía” la privatización de la educación, cuando ni siquiera mencionaba el concepto, o cómo es que la educación de esfuerzo privado como la emblemática de Fe y Alegría, dedicada exclusivamente a los jóvenes y niños de menores recursos, tiene como consecuencia “el aumento de los niveles de exclusión social”.
Naturalmente, los revolucionarios de pacotilla que pueblan despachos como el dirigido por el hermano del Presidente, Adán Chávez Frías, necesitan la coartada de que todo lo que vino antes que ellos fue condenable. Para ejercer la arrogancia dogmática que los caracteriza, precisan desacreditar, así sea con flagrantes mentiras, todo esfuerzo previo. Nada hubo antes. Ningún educador antes que Aristóbulo Istúriz o Adán Chávez se preocupó jamás de la educación venezolana, y si lo hizo fue para adoctrinar a los niños venezolanos en el capitalismo salvaje.
Sobre esta falsedad se pretende ahora implantar un nuevo diseño curricular, cuyos rasgos más resaltantes son el culto al militarismo, la glorificación del chavismo y la imposición de su peculiar idea de “socialismo”. Reporta Mariela Hoyer Guerrero en El Nacional: “Los profesores universitarios de historia de Venezuela han sacado las cuentas: En el nuevo currículo hay 160 contenidos de Ciencias Sociales en bachillerato; de ellos, 9 se refieren a historia universal, 76 se dedican a estudiar los 9 años del período de gobierno de Hugo Chávez, 3 al ideario bolivariano y 21 a la historia contemporánea antes de 1999, asevera Carlos Balladares, profesor de la materia en las universidades Católica Andrés Bello y Central de Venezuela”. Antes presenta esta fotografía: “En los muros de las escuelas están efigies de personajes como Marx, Lenin y Hugo Chávez acompañando al Libertador Simón Bolívar”. Nada más alejado del escrúpulo ético de Quintana, Forster y Alcalá, cuando se sentían sin derecho a imponer opiniones propias a quienes ni siquiera eran todavía sus alumnos.
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He allí el meollo del asunto en el problemón venezolano que es la imposición arrogante del nuevo currículum “bolivariano”. Detrás de él no hay otra cosa que no sea un proyecto de dominación, con la excusa manipuladora de que se trataría del currículum que los Simones Bolívar y Rodríguez, junto con el muy escaso Ezequiel Zamora, habrían querido implantar.
La verdad es que hace muchísimo tiempo que los venezolanos necesitamos emanciparnos del emancipador. La gente no madura hasta que no se emancipa de sus padres, y esa fijación chavista con lo bolivariano es a todas luces patológica. Además, no hay nada de socialismo en Bolívar, de quien Carlos Marx tenía pésima opinión.
Por lo que concierne al muy sobrevalorado Simón Rodríguez, más que superado por la pedagogía moderna, la adoración perpetua que de él hace el chavismo, siempre con apropiación usurpadora y manipuladora, es un mentís a su frase más manida: “O inventamos, o erramos”. (Juan Barreto escribió “herramos” alguna vez, errando él mismo muy feamente). Inventar es crear futuro; esto es, inventar es dejar atrás al pasado. Resulta, por consiguiente, una contradictio in terminis enarbolar esa admonición mientras se reitera hasta la náusea la dependencia de personajes tan decimonónicos, tan pasados. Esto sin apuntar que Andrés Bello, persona non grata al chavismo, ausente de toda mención en la política educativa oficialista, es un personaje muchísimo más sólido y universal que Rodríguez, figura segundona y olvidable, con claros rasgos de malcriado tremendismo e incapaz de concretar nada perdurable las pocas veces que se puso recursos en sus manos. (Acerca de Zamora no puede decirse mucho, como no sea apuntar que el rescate que el chavismo hace de su figura obedece a que algunas de sus desalmadas correrías ocurrieron en tierras barinesas, patria chica del sátrapa exaltado en el pretendido currículum de su hermano, así como en las gigantografías del SENIAT y PDVSA).
Esta grosera manipulación viene convenientemente reforzada por el empleo de otras marcas, que pretenden monopolizar y enrostrarnos los chavistas. Así pasa, por ejemplo, con la idea de “Constituyente Educativa”. La palabra “constituyente” se había valorizado mucho como marca para 1999, y cualquier cosa que se propusiese con ese nombre debía ser, por asociación publicitaria, en principio buena y recomendable. Es así como basta decir, en la introducción mencionada del proyecto curricular, que una constituyente educativa—harto sesgada—determinó que la reforma de 1997 fue salvajemente capitalista para que se tenga tamaña injusticia por verdad.
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Ante la pretensión totalitaria del nuevo currículum “bolivariano”—de bolivariano no tiene nada—no basta la oposición a un cierto número de sus postulados e imposiciones. Es preciso desmontar su base argumental la que, por fortuna y para mayor facilidad, es huera y menesterosa. Es necesario, por una vez aunque sea, más allá de la denuncia y la condena, ofrecer su refutación.
La tarea no es difícil. Hay mucho educador serio en Venezuela que ha guiado su vida de docente desde una doctrina pedagógica superiorísima a la blandida por Adán Chávez y sus acólitos. A esta última hay que arroparla, como se hace para apagar el fuego de una sartén. Aquí hay suficiente doctrina educativa como para abrumar el muy escaso y pernicioso esquema chavista en educación.
Por supuesto, también hay que desmontarlo agresivamente. (En términos retóricos). No necesitamos estar a la defensiva. Cuando Eduardo, Juan y quien escribe, nos afanábamos en 1975 por obtener buenos aprendedores, logramos recopilar una extensa bibliografía sobre el tema. Era un recurso fresco, recién editado, La revolución de la inteligencia, de Luis Alberto Machado. Pero el libro que resultó ser nuestra sagrada escritura era La enseñanza como actividad subversiva (1969), de Neil Postman y Charles Weingartner, obra que, como su nombre indica, no era complaciente con una educación mediatizada. Se encontrará en él un agudísimo y moderno examen del problema de la educación, que abrevaba de fuentes frescas, como las poderosas intuiciones de Marshall McLuhan. En él dicen sus autores que probablemente sea la misión fundamental de la educación la de entregar a los educandos un “detector de porquerías”. (Crap detector).
Para que la persona reciba una educación que lo libere, que lo inmunice frente a la mediocridad y la propaganda, es muy importante enseñarle a distinguir, como decía Bárbara Tuchman, entre lo íntegro y lo postizo. Pocas cosas más postizas que las poses arrogantes y manipuladoras de este gobierno en casi cualquier esfera de las que invade (que son casi todas), pero especialmente en la esfera educativa. Y su cacareado proyecto curricular, juzgarían Postman y Weingartner, es una soberana porquería. LEA
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