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Si esta Ficha Semanal #191 de doctorpolítico es desusadamente larga es porque sería criminal mutilar en lo más mínimo el texto que reproduce, en el que cada palabra es importante. El texto mismo, más aún, es en sí mismo importantísimo, puesto que pudiéramos tenerlo por el manual básico de todo ciudadano. Su autor, Benjamín Constant, nació en Lausana, Suiza, pero debe ser tenido en propiedad por pensador y político francés. Moriría en Francia nueve días antes de que Simón Bolívar falleciera, el 8 de diciembre de 1830.
Henri-Benjamin Constant de Rebecque pertenecía a una distinguida casa francesa, que por hugonota—partidaria de la unión de Ginebra con Suiza—debió buscar refugio en el país de los relojes. Constant fue un protegé de la famosa Madame de Staël (hija de Jacques Necker, ministro de hacienda de Luis XVI, y esposa del embajador de Suecia en Francia), en cuyo salon ocurrían una intensa actividad intelectual y un agudo debate político. Desde ese tiempo opuesto al absolutismo, Constant, y también su anfitriona, deben emprender un exilio con la entronización imperial de Napoleón Bonaparte.
En 1813 ve la luz De l’esprit de conquete et de l’usurpation dans leurs rapports avec la civilisation européene. En este libro contrapone una nueva mentalidad de cooperación pacífica y comercial al militarismo y la dominación bonapartista. De hecho, Constant, a diferencia de autores como Hegel, considera a Napoleón un retroceso a paradigmas antiguos de absolutismo, y en ese sentido su imperio no sería otra cosa que una nueva forma del Antiguo Régimen.
A la primera caída de Napoleón se hace posible el retorno a su patria de adopción—a su regreso de la isla de Elba, Napoleón solicitó a Constant, en lugar de encarcelarlo, un proyecto de constitución liberal para su gobierno, como un último recurso para mantenerse en el poder—pero luego del desplome definitivo del magnífico déspota Constant viaja a Inglaterra, donde publica su única novela, Adolphe, que en 2002 fue adaptada para el cine en película dirigida por Benoit Jacquot. Dado que trata de los muy difíciles amores del hijo de un ministro con una mujer de mayor edad, no faltó quien sugiriera que Constant retratara allí su relación con Madame de Staël y la que sostuvo con Charlotte von Hardenberg. El autor negó indignadamente esta especie.
Del terreno de la crítica y la filosofía política, Constant llegó a pasar al de la política práctica. En 1819 fue elegido a la Cámara de Diputados de Francia, pero ya al año siguiente confrontó problemas de salud. Fueron entonces sus artículos de prensa el principal vehículo de su influencia tardía.
Sorprendente por su claridad, el texto aquí reproducido (La soberanía del pueblo, capítulo primero de Principios de política aplicables a todos los gobiernos, 1806-1810) lleva todo el peso y la diafanidad de la verdad. Es, realmente, un texto cristalino y vigoroso para atesorar en la memoria, pues nadie ha expuesto como en él, tan fácil y elocuentemente, las nociones fundamentales que todo ciudadano debiera comocer de la política.
LEA
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Cartilla ciudadana
Nuestra actual constitución reconoce formalmente el principio de soberanía del pueblo, es decir, la supremacía de la voluntad general sobre toda voluntad particular. Este principio, en efecto, no puede ser impugnado. Se ha buscado en nuestros días oscurecerle y los males que se han causado y los crímenes que se han cometido bajo el pretexto de hacer ejecutar la voluntad general prestan una fuerza aparente a los razonamientos de aquellos que desearían asignar otra fuente a la autoridad de los gobiernos. Sin embargo, todos esos razonamientos no pueden sostenerse frente a la simple definición de las palabras que se emplean. La ley debe ser la expresión o de la voluntad de todos o de la de algunos.
Ahora bien, ¿cuál sería el origen del privilegio exclusivo que concederíais a esa minoría? Si es la fuerza, la fuerza pertenece a quien se adueña de ella; no constituye un derecho, y si la reconocéis como legítima, ella lo es igualmente entre las manos que se la apropian y cada cual querrá conquistarla a su vez. Si suponéis el poder de la minoría sancionado por el consentimiento de todos, entonces ese poder se transforma en la voluntad general. Este principio se aplica a todas las instituciones. La teocracia, la realeza, la aristocracia, cuando dominan los espíritus, son la voluntad general. Cuando no los dominan, no son otra cosa que la fuerza. En una palabra, en el mundo no existen sino dos poderes, uno ilegítimo, la fuerza; otro legítimo, la voluntad general.
Pero al mismo tiempo que se reconocen los derechos de esta voluntad, es decir, la soberanía del pueblo, es necesario, es urgente concebir bien su naturaleza y su extensión. Sin una definición exacta y precisa, el triunfo de la teoría podría llegar a ser una calamidad en la práctica. El reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la libertad de los individuos; y si se le atribuye a esta soberanía una latitud que no debe tener, la libertad puede perderse a pesar de este principio, o incluso por este principio. La precaución que recomendamos y que nosotros vamos a tomar es tanto más indispensable cuanto que los hombres de partido, cuan puras puedan ser sus intenciones, rehúsan siempre limitar la soberanía. Ellos se consideran sus presuntos herederos, e incluso facilitan que ésta pase a las manos de sus enemigos en el futuro. Desconfían de tal o tal tipo de gobierno, de tal o tal clase de gobernantes; pero permitidles organizar a su modo la autoridad, soportad que ellos la confíen a mandatarios de su elección, creerán no poder extenderla lo suficiente.
Cuando se establece que la soberanía del pueblo es ilimitada, se crea y se lanza al azar en la sociedad humana un grado de poder demasiado grande en sí mismo, y que es un mal cualesquiera sean las manos en que se le coloque. Confiadle a uno solo, a varios, a todos, e igualmente seguirá siendo un mal. Podéis atacar a los depositarios de ese poder, y según las circunstancias, acusaréis por turno a la monarquía, la aristocracia, la democracia, los gobiernos mixtos, el sistema representativo. Cometeréis un error: es el grado de fuerza y no los depositarios de esta fuerza lo que debe ser denunciado. Es contra el arma y no contra el brazo que hay que obrar con severidad. Hay pesos demasiado agobiantes para la mano de los hombres.
El error de aquellos que de buena fe, en su amor por la libertad, han acordado un poder sin límites a la soberanía del pueblo, viene del modo como se han formado sus ideas en política. Han visto en la historia una minoría de hombres o incluso a uno solo en posesión de un inmenso poder que hacía mucho daño; pero sus iras se dirigieron contra los poseedores del poder y no contra el poder mismo. En lugar de destruirle, no han aspirado sino a desplazarle. Era una plaga, ellos lo han considerado como una conquista. Lo traspasaron a la sociedad entera. Pasó de ésta a la mayoría, de la mayoría a las manos de algunos hombres, y a menudo a uno solo. Ha hecho tanto mal como antes, y se ha multiplicado los ejemplos, las objeciones y los argumentos contra todas las instituciones políticas.
En una sociedad fundada sobre la soberanía del pueblo, es seguro que no es propio a ningún individuo, a ninguna clase, el someter al resto a su voluntad particular; pero es falso que la sociedad entera posea sobre sus miembros una soberanía sin límites.
La universalidad de los ciudadanos es lo soberano, en el sentido que ningún individuo, ninguna fracción, ninguna asociación parcial pueda arrogarse la soberanía si no le ha sido delegada. Pero no se deduce que la universalidad de los ciudadanos, o quienes por ella son investidos de soberanía, puedan disponer soberanamente de la existencia de los individuos.
Hay, por el contrario, una parte de la existencia humana que por necesidad permanece individual e independiente y que está de derecho fuera de toda competencia social.
La soberanía no existe sino de una manera limitada y relativa. En el punto donde empiezan la independencia y la existencia individual se detiene la jurisdicción de esta soberanía. Si la sociedad atraviesa esta línea, se declara tan culpable como el déspota, quien no tiene por título sino el poder exterminador. La sociedad no puede exceder su competencia sin ser usurpadora; la mayoría, sin ser facciosa. El asentimiento de la mayoría no es en absoluto suficiente en todos los casos para legitimar sus actos; existe algo que nadie puede sancionar cuando una autoridad, cualquiera sea, comete actos semejantes, poco importa la fuente de la que ella dice emanar, importa poco que se llame individuo o nación; será la nación entera, menos el ciudadano que ella oprime, la que dejará de ser legítima. Rousseau desconoció esta verdad, y su error ha hecho de su Contrato Social, invocado tan a menudo en favor de la libertad, el más terrible auxiliar de todos los tipos de despotismo. El definió el contrato establecido entre la sociedad y sus miembros como la alienación completa de cada individuo con todos sus derechos y sin reserva a la comunidad. Para tranquilizarnos sobre las secuelas de este abandono tan absoluto de todos los sectores de nuestra existencia en provecho de un ser abstracto, nos dice que el soberano, es decir, el cuerpo social, no puede perjudicar ni al conjunto de sus miembros, ni a cada uno de ellos en particular; que cada uno entregándose enteramente, la condición es igual para todos, y que nadie tiene interés en volverla onerosa a los demás; que cada uno entregándose a todos, no se da a nadie; que cada uno adquiere sobre todos los asociados los mismos derechos que él les cede, y gana el equivalente de todo lo que él pierde con mayor fuerza para conservar lo que tiene. Pero él olvida que todos esos atributos preservadores que él confiere al ser abstracto que llama el soberano resultan de que este ser se compone de todos los individuos sin excepción. Ahora bien, en cuanto al soberano debe hacer uso de la fuerza que posee, es decir, en cuanto haya que proceder a una organización práctica de la autoridad, como el soberano no puede ejercerla por sí mismo, la delega, y todos esos atributos desaparecen. La acción que se hace en nombre de todos estando de voluntad o fuerza necesariamente a la disposición de uno o algunos, sucede que dándosela a todos, no es cierto que no se la dé a nadie; por el contrario, se la da a los que actúan en nombre de todos. De ahí se sigue que entregándose enteramente, no se entra en una condición igual para todos, puesto que algunos disfrutan exclusivamente del sacrificio del resto; no es cierto que nadie tenga interés de volver onerosa la condición a los demás, puesto que existen asociados que están fuera de la condición común.
No es cierto que los asociados adquieren los mismos derechos que ceden; no todos ellos ganan el equivalente de lo que pierden y el resultado de lo que sacrifican es, o puede ser, la instauración de una fuerza que les quite lo que poseen.
Rousseau mismo quedó espantado de esas consecuencias; aterrado del cariz de la inmensidad del poder social que venía de crear, no supo en qué manos depositar ese poder monstruoso, y no encontró preservativo alguno contra el peligro inseparable de semejante soberanía, que un expediente que volvió imposible su ejercicio. Declaró que la soberanía no podía ser ni alienada, ni delegada, ni representada. Significaba declarar, en otros términos, que ella no podía ser ejercida; era de hecho aniquilar el principio que venía de proclamar. Pero ved cómo los partidarios del despotismo son más francos en su marcha cuando parten de ese mismo axioma, porque les apoya y les favorece. Hobbes, el hombre que más ha reducido el despotismo en sistema, se apresuró en reconocer la soberanía como ilimitada, para concluir de ello, en la legitimidad del gobierno absoluto de uno solo. La soberanía, dice, es absoluta; esta verdad ha sido reconocida desde siempre, aun por aquellos que han fomentado sediciones o suscitado guerras civiles; su motivo no era aniquilar la soberanía, sino más bien de transferirla fuera del ejercicio. La democracia es una soberanía absoluta en las manos de todos; la aristocracia una soberanía en las manos de algunos; la monarquía una soberanía absoluta en las manos de uno solo. El pueblo ha podido desasirse de esta soberanía en favor de un monarca, que así se ha transformado en legítimo posesor. Vemos claramente que el carácter absoluto que Hobbes atribuye a la soberanía del pueblo es la base de todo su sistema. Esta palabra absoluto desnaturaliza todo el asunto y nos arrastra a una nueva serie de consecuencias; es el punto donde el escritor abandona la ruta de la verdad para caminar por el sofisma que se había propuesto al comenzar.
Él demuestra que para que las convenciones de los hombres sean observadas, es preciso que haya una fuerza coercitiva que los obligue a respetarlas; que debiendo la sociedad preservarse de las agresiones exteriores, es necesaria una fuerza común que arme para la defensa común; que estando divididos los hombres por sus pretensiones, se precisan leyes para regular sus derechos. Concluye del primer punto que el soberano tiene el derecho absoluto de castigar; del segundo, que el soberano tiene el derecho absoluto de declarar la guerra; del tercero, que el soberano es legislador absoluto. Nada más falso que estas conclusiones. El soberano tiene el derecho de castigar, pero solamente las acciones culpables; tiene derecho de declarar la guerra, pero sólo cuando la sociedad es atacada; tiene derecho de hacer leyes, pero solamente cuando esas leyes son necesarias y en tanto estén conformes con la justicia. No hay por consecuencia nada de absoluto, nada de arbitrario en esas atribuciones. La democracia es la autoridad depositada en las manos de todos, pero sólo el total de autoridad necesaria en la seguridad de la asociación; la aristocracia es esa autoridad confiada a algunos; la monarquía esa autoridad remitida a uno solo. El pueblo puede desasirse de esta autoridad en favor de un solo hombre o de una minoría; pero su poder es limitado como el del pueblo que los ha investido. Por este atrincheramiento de una sola palabra, insertada gratuitamente en la construcción de una frase, todo el horroroso sistema de Hobbes se derrumba. Por el contrario, con la palabra absoluto, ni la libertad, ni como se verá a continuación, el descanso, ni la felicidad son posibles bajo institución alguna. El gobierno popular no es sino una tiranía convulsiva, el gobierno monárquico sólo es un despotismo concentrado.
Cuando la soberanía no ha sido limitada, no hay ningún medio para poner a los individuos al abrigo de los gobiernos. Es en vano que pretendáis someter los gobiernos a la voluntad general. Son siempre ellos quienes dictan esta voluntad, y todas las precauciones se vuelven ilusorias.
El pueblo, dice Rousseau, es soberano bajo un acuerdo y sujeto bajo otro; pero, en la práctica, esas dos relaciones se confunden. Es fácil para la autoridad oprimir al pueblo como sujeto para forzarle a manifestar como soberano la voluntad que ella le prescribe.
Ninguna organización política puede descartar ese peligro. Por más que dividáis los poderes. Si la suma total del poder es ilimitada, los poderes divididos no tienen más que formar una coalición, y el despotismo es sin remedio. Lo que nos importa no es que nuestros derechos no puedan ser violados por tal poder sin la aprobación de tal otro, sino que esta violación sea prohibida a todos los poderes. No basta que los agentes del ejecutivo tengan necesidad de invocar la autorización del legislador, es preciso que el legislador no pueda autorizar su acción sino en su esfera legítima. No basta que el poder ejecutivo no tenga el derecho de actuar sin el concurso de una ley, si no se le pone límites a ese concurso, si no se declara que es de los objetivos sobre los que el legislador no tiene derecho de hacer una ley o, en otros términos, que la soberanía es limitada, y que hay voluntades que ni el pueblo, ni sus delegados tienen derecho de tener.
Esto es lo que hay que declarar, es la verdad importante, el principio eterno que hay que establecer. Ninguna autoridad sobre la tierra es ilimitada, ni la del pueblo, ni la de los hombres que se dicen sus representantes, ni la de los reyes, cualquiera sea el título con que reinen, ni la de la ley, que siendo la expresión de la voluntad del pueblo o del príncipe, según la forma del gobierno, debe estar circunscrita en los mismos límites que la autoridad de la cual ella emana. Los ciudadanos poseen derechos individuales independientes de toda autoridad social o política, y toda autoridad que viola esos derechos se vuelve ilegítima. Los derechos de los ciudadanos son la libertad individual, la libertad religiosa, la libertad de opinión, en la cual está comprendida su publicidad, el disfrute de la propiedad, la garantía contra todo arbitrario. Ninguna autoridad puede perjudicar estos derechos sin rasgar su propio título.
La soberanía del pueblo no siendo ilimitada, y su voluntad no bastando para legitimar todo lo que él quiere, la autoridad de la ley, que no es otra cosa que la expresión verdadera o supuesta de esta voluntad, tampoco es sin límites. Debemos a la paz pública muchos sacrificios; nos transformaríamos en culpables a los ojos de la moral si por un apego demasiado inflexible a nuestros derechos nos resistiésemos a todas las leyes que nos parecieran causarles daño, pero ningún deber nos ata a esas pretendidas leyes cuya influencia corruptora amenaza los sectores más nobles de nuestra existencia, hacia esas leyes que no sólo restringen nuestras libertades legítimas, sino que nos ordenan acciones contrarias a esos principios eternos de justicia y piedad que el hombre no puede cesar de observar sin degradar y desmentir su naturaleza.
En tanto que una ley aunque mala no tiende a depravarnos, en tanto que las usurpaciones de la autoridad no exijan sólo sacrificios que nos vuelvan viles ni feroces, nosotros podemos suscribirla. Sólo transigimos por nosotros. Pero si la ley nos prescribiera pisotear nuestros afectos o nuestros deberes; si bajo el pretexto de una devoción gigantesca y facticia, por lo que ella llamaría a veces monarquía o república, nos prohibiera la fidelidad a nuestros amigos en desgracia; si nos ordenara la perfidia hacia nuestros aliados, o aun la persecución contra enemigos vencidos, anatema a la redacción de injusticias y crímenes así cubierta con el nombre de ley.
Un deber positivo, general, sin restricción, cada vez que una ley parece injusta, es el de no volverse su ejecutor. Esta fuerza de inercia no acarrea ni trastornos, ni revoluciones, ni desórdenes. Nada justifica al hombre que presta su asistencia a la ley que cree inicua. El terror no es una excusa más válida que todas las otras infames pasiones. Desdicha a esos instrumentos celosos y dóciles, eternamente oprimidos –según nos dicen–, agentes infatigables de todas las tiranías existentes, delatores póstumos de todas las tiranías derrocadas.
Se nos alegaba, en una época espantosa, que uno no se convertía en agente de leyes injustas sino para debilitar el rigor, que el poder del cual consentíamos volvernos el depositario, habría hecho aún más daño, si hubiese sido entregado a manos menos puras. ¡Transacción mentirosa que abría a todos los crímenes un camino sin límites! Cada uno comerciaba con su conciencia y cada grado de injusticia encontraba dignos ejecutores. No veo por qué en ese sistema, uno no se volvería el verdugo de la inocencia, bajo el pretexto que se la estrangularía más suavemente.
Resumamos ahora las consecuencias de nuestros principios. La soberanía del pueblo no es ilimitada; ella está circunscrita en los límites que le trazan la justicia y los derechos de los individuos. La voluntad de todo un pueblo no puede volver justo lo que es injusto. Los representantes de una nación no tienen derecho de hacer lo que la nación misma no tiene derecho de hacer. Ningún monarca, cualquiera el título que reclame, sea que se apoye sobre el derecho divino, el derecho de conquista o sobre el asentimiento del pueblo, posee un poder sin límites. Dios, si interviene en las cosas humanas, no sanciona sino la justicia. El derecho de conquista no es más que la fuerza, que no es un derecho, puesto que pasa a quien se apropia de ella. El asentimiento del pueblo no sabría legitimar lo que es ilegítimo, puesto que un pueblo no puede delegar a nadie una autoridad que no posee. Una objeción se presenta contra la limitación de la soberanía. ¿Es posible limitarla? ¿Existe una fuerza que pueda impedirle franquear las barreras que se le habrán prescrito? Se puede, se dirá, por combinaciones ingeniosas, restringir el poder dividiéndole. Se puede poner en oposición y en equilibrio sus diferentes partes. ¿Pero por qué medio se conseguirá que la suma total de ello no sea ilimitada? ¿Cómo limitar el poder de otro modo que por el poder? Sin duda la limitación abstracta de la soberanía no basta. Hay que buscar bases en instituciones políticas que combinen de tal modo los intereses de los diversos depositarios del poder que su ventaja más manifiesta, más duradera y más segura sea la de permanecer cada uno en los límites de sus respectivas atribuciones. Pero la primera cuestión no es ni mucho menos la competencia y la limitación de la soberanía; pues, antes de haber organizado una cosa, hay que haber determinado la naturaleza y la amplitud de la misma.
En segundo lugar, sin querer exagerar la influencia de la verdad, como demasiado a menudo lo hacen los filósofos, se puede afirmar que cuando ciertos principios son completa y claramente demostrados, ellos se valen como modo de garantía de ellos mismos. Se forma, con respecto de la evidencia, una opinión universal que muy pronto es victoriosa. Si es reconocido que la soberanía no carece de límites, es decir, que no existe sobre la tierra ninguna potencia ilimitada, nadie, en ningún tiempo, osará reclamar semejante poder. La misma experiencia lo prueba. Por ejemplo, ya no se atribuye más a la sociedad entera el derecho de vida y muerte sin juicio. Tampoco ningún gobierno moderno pretende ejercer semejante derecho. Si los tiranos de las antiguas repúblicas nos parecen mucho más desenfrenados que los gobernantes de la historia moderna, hay que atribuirlo, en parte, a esta causa. Los atentados más monstruosos del despotismo de uno solo, a menudo fueron debidos a la doctrina del poder sin límites de todos. Así, pues, la limitación de la soberanía es verdadera y posible. Ella estará en primer lugar garantizada por la fuerza que garantiza todas las verdades reconocidas por la opinión; luego lo estará de un modo más preciso por la distribución y el equilibrio de los poderes.
Comenzad entonces por reconocer esta saludable limitación. Sin esta precaución previa, todo es inútil.
Encerrando la soberanía del pueblo en sus justos límites, no tenéis que temer nada más, quitáis al despotismo, sea de los individuos, sea de las asambleas, la sanción aparente que cree recoger en un asentimiento que él ordena, puesto que vosotros probáis que este asentimiento, su fuese real, no tiene el poder de sancionar nada.
El pueblo no tiene derecho de golpear a un solo inocente, ni de tratar como culpable a un solo acusado, sin pruebas legales. Así, pues, no puede delegar semejante derecho a nadie. El pueblo no tiene derecho de atentar contra la libertad de opinión, la libertad religiosa, las garantías judiciales, las formas protectoras. Ningún déspota, ninguna asamblea, puede entonces ejercer un derecho semejante diciendo que el pueblo lo ha investido de él. Todo despotismo es ilegal; nada puede sancionarle, ni siquiera la voluntad popular que él alega. Pues se arroga, en nombre de la soberanía del pueblo, un poder que no está comprendido en esta soberanía, y no sólo es destitución irregular del poder que existe, sino la creación de un poder que no debe existir.
Benjamín Constant
El voto de un Ciudadano y en su conjunto hacia un candidato o un Partido Político, NO son una Carta Poder Ilimitada a favor de que los votados ejerzan poder sobre la vida o la muerte indiscriminadamente; en todos sus conceptos.
Los derechos humanos están por encima de cualquier otro poder político, incluyendo el supremo entre ellos: el Poder Constituyente Originario. Vea en este blog Tú haces al soberano.