Ayer leí en el diario Tal Cual la información que aportó Teodoro Petkoff en su acostumbrado editorial: según algunas encuestas, tres cuartas partes de la población venezolana (mayor de 18 años) “realiza[n] sus opciones políticas sin apelar al ancla partidista”. (Diecisiete por ciento de esa población seguiría de algún modo al PSUV—que hace un año representaba 30%—y todos los partidos de oposición juntos recaban 10%). Y destaca Petkoff: “Esto no significa que el país esté despolitizado. Al contrario, la gran paradoja es que en una época de hiperpolitización, como la que vivimos desde hace más de nueve años, las organizaciones políticas por excelencia de una sociedad democrática, que son los partidos políticos, tienen la credibilidad seriamente averiada”.
………
Es común que algún joven que encuentre atractiva la actividad política tenga algún familiar o amigo, tal vez una tía, que le aconseje: “¡No, mijito! No se meta en eso, que la política es muy cochina”. No otra sería la explicación de por qué los problemas públicos sean refractarios a las soluciones o nuestras instituciones políticas nos parezcan, casi siempre, poco satisfactorias, si no espantosas. Llevada a extremos más educados o militantes, esa hipótesis se encuentra en el núcleo mismo de lo que se ha dado en llamar antipolítica.
La “hipótesis de la tía” no es, ni con mucho, exclusiva de los círculos familiares venezolanos, como tampoco es exclusivamente nuestra la distancia creciente entre las organizaciones partidistas y el cuerpo de los electores. El anarquismo británico acostumbra alebrestarse cada vez que se acerca un primero de mayo; en un reporte de BBC News sobre protestas en Londres poco antes del 1Ëš de mayo de 2002, una participante llamada June explicaba su presencia: “El gobierno local está fallándoles a las comunidades”. Y añadió: “Los partidos han perdido su conexión con la gente ordinaria y sus comunidades”.
Por su parte, la revista Playboy publicaba en 1969, característicamente, un artículo (La muerte de la política) del activista estadounidense Karl Hess, que había sido el redactor principal de la plataforma del Partido Republicano para las campañas de 1960 y 1964. El planteamiento inicial decía: “Tanto la izquierda como la derecha son reaccionarias y autoritarias. Esto es, ambas son políticas. Sólo buscan revisar los métodos actuales para la adquisición y el empleo del poder político. Los movimientos radicales y revolucionarios no buscan revisar sino revocar. El blanco de la revocación debiera ser obvio. El blanco es la política misma”. Y el final incluye el epitafio: “La política devora a los hombres”.
En general, sin embargo, los autores que anuncian el deceso de alguna cosa de profunda y longeva raigambre—sea Gabriel Vahanian en The Death of God: The Culture of Our Post-Christian Era, o antes Federico Nietzsche declarando que Dios ha muerto (en “La ciencia gaya”), o Francis Fukuyama certificando “El fin de la historia”, o Michel Foucault el del hombre (de la filosofía humanista, en realidad)—generan notoriedad y suscitan importante reflexión, pero se equivocan. Ni la historia ha concluido, ni la humanidad ha decidido prescindir de Dios, ni la política ha desaparecido.
………
El 25 de octubre del año pasado, el #260 de la Carta Semanal de doctorpolítico evocaba: “Los primeros signos de una conciencia de rechazo a la política que precediera a Chávez datan al menos de 1984. Para la época, la prestigiosa encuestadora Gaither hacía regulares estudios de opinión en Venezuela. En ellos era la siguiente una pregunta estándar: ‘¿Cuál es el mejor partido?’ (A los entrevistados se les ofrecía las opciones de AD, COPEI, MAS y otros). En agosto de 1974, la suma de las respuestas de ‘ninguno’ y la abstención que típicamente se codifica como ‘No sabe/No contesta’ era de 29% de los encuestados. En septiembre de 1979 y octubre de 1983 esta suma se había estabilizado en 27%. Para agosto de 1984, a seis meses del inicio del gobierno de Jaime Lusinchi, el indicador ascendió a 43%. (Casi 30% respondió decididamente: ‘el mejor partido es ninguno’). Esta súbita fractura, una toma de conciencia repentina reflejada en el estudio de esa última fecha debió prender las alarmas políticas”.
En efecto, Venezuela ya había tenido por entonces cinco períodos democráticos (tres adecos y dos copeyanos), y la desilusión había precipitado súbitamente desde la última vez que una mayoría (73% en octubre de 1983) había sido capaz de identificar un “mejor partido” entre los entonces actuantes. Menos de diez años después se producían los alzamientos militares contra el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, y la antipolítica emergía en manifestaciones tales como la telenovela “Por estas calles” (un notorio éxito de RCTV), transmitida justamente en los años 1992 y 1993, al final del cual Rafael Caldera accedía por segunda vez a la Presidencia de la República montado sobre una plataforma ajena al bipartidismo.
Las posteriores candidaturas de Henrique Salas Römer, Irene Sáez y Hugo Chávez Frías fueron todas predicadas desde un discurso de corte antipolítico. De éstas, la única que se mantuvo en esa línea fue la del último de los nombrados. La candidatura Sáez, a la que todos los pronósticos auguraban el triunfo hasta un año antes de la elección de Chávez, se hundió verticalmente al convertirse en candidatura de COPEI a fines de ese año, y Salas Römer recibió a última hora el “beso de la muerte” en el apoyo de Acción Democrática.
Era el momento de los antipolíticos, no el de los partidos, y en América Latina llegaba a la Alcaldía de Bogotá un prometedor Antana Mockus (luego de mostrar irreverentemente su trasero en público) y a la Presidencia de Ecuador Abdalá Bucaram. (Wikipedia: “Bucaram asumió el cargo ofreciendo diálogo y madurez. Sin embargo, desde el primer día de gobierno, la sociedad se alteró por las excentricidades del Presidente y su entorno, así como los cambios administrativos y la inundación de personal en entes públicos como pago por favores políticos motivaron un incipiente movimiento para reclamar a Bucaram. Su gobierno, que solo duró poco más de seis meses, se caracterizó por su alto nivel de corrupción, su política económica neoliberal con un amplio programa de privatizaciones de empresas estatales y por la excentricidad, que incluía actuaciones no correspondientes a un presidente, como conciertos con el grupo Los Iracundos, planes de contratar a Diego Maradona por un millón de dólares para jugar una noche en su equipo de fútbol, y fiestas en la casa presidencial”. Cualquier parecido o diferencia con nuestra realidad es mera coincidencia).
………
No es, pues, ni nuevo ni propio el rechazo a los partidos en Venezuela. Lo que sigue siendo la razón principal de tal desapego es la convicción existente sobre la presunta suciedad intrínseca a la actividad política. Era obvia, ya a comienzos de los ochenta, la insuficiencia política en Venezuela. (Decir insuficiencia renal es denotar que el aparato urinario no cumple adecuadamente su función; mencionar insuficiencia cardiaca que el corazón no bombea como debe ser. Si el aparato político de un país no sólo no resuelve la mayoría de los problemas públicos importantes, lo que es su función, sino que más bien los agrava, puede hablarse con propiedad de insuficiencia política). La pregunta crucial es: ¿a qué se debe la insuficiencia política? ¿Cuál es su etiología?
Entre 1983 y 1985 el suscrito se preocupó por la respuesta a esa pregunta. Por experiencia personal no estaba convencido de la validez de la “hipótesis de la tía”. Sus accidentes biográficos le habían permitido trabajar de cerca con empresarios, docentes universitarios, hombres de iglesia, políticos, artistas de diverso género y profesionales de la cultura, científicos, militares y hasta funcionarios del deporte. En cada uno de estos grupos había encontrado la misma distribución estadística de la moralidad: cada uno contaba con una que otra persona de excepcionales cualidades positivas, con una o dos más de terrible conducta y con una amplísima mayoría de seres comunes y corrientes, ninguno de los cuales era heroico o santo, ni tampoco un delincuente a tiempo completo. En un momento dado hay una Madre Teresa de Calcuta por planeta; simétricamente, y por fortuna, hay sólo un Adolfo Hitler. La mayoría de los humanos no es ninguno de los dos extremos.
Siendo las cosas así, no hay en la política una mayor maldad intrínseca que la que se encuentra en cualquier grupo estadísticamente normal; si acaso, en la política se manifiestan las bondades y maldades típicas del género humano con mayor notoriedad, porque actividades más privadas no están, simplemente, tan sujetas al escrutinio público. ¿De dónde, entonces, venía la insuficiencia política?
En junio de 1986 quien escribe reformuló una hipótesis distinta, adelantada en febrero de 1985, en los siguientes términos: “La exploración de Venezuela pone de manifiesto la coexistencia simultánea—y en gran medida interactuante—de varios síndromes, cada uno de los cuales es la asociación de un conjunto de signos. Los síndromes no son todos de la misma clase, pues corresponden a procesos patológicos de distinta gravedad o se manifiestan en distintos componentes o estructuras sociales. Sin embargo, es posible resumir así el problema somático más importante de la actualidad venezolana: Venezuela padece una insuficiencia política grave… La insuficiencia política funcional en Venezuela no debe explicarse a partir de una supuesta maldad de los políticos tradicionales. Con seguridad habrá en el país políticos ‘malévolos’, que con sistematicidad se conducen en forma maligna. Pero esto no es explicación suficiente, puesto que en la misma proporción podría hallarse políticos bien intencionados, y la gran mayoría de los políticos tradicionales se encuentra a mitad de camino entre el altruismo y el egoísmo políticos. La explicación última de nuestra insuficiencia política funcional reside, pues, en la esclerosis paradigmática del actor político tradicional… Es a la causa fundamental de la insuficiencia política funcional venezolana, la esclerosis paradigmática de los actores políticos tradicionales, a la que hay que dirigir el tratamiento de base”.
Esta tesis ha sido expuesta acá esquemáticamente en varias ocasiones. Se trata de que el modo de entender la política misma, su sentido, la manera en que se la practica se ha hecho tan obsoleta como insuficiente.
La política convencional se la entiende, en palabras de Hess, ocupada del asunto de “la adquisición y el empleo del poder político”. En ambientes democráticos, su tecnología cotidiana es la conciliación de intereses opuestos, y por tanto son para ella importantes el diálogo, la negociación y la transacción. Pero a esa tarea ostensiblemente beneficiosa, subyace el propósito de la dominación, y en la práctica es el modo normal de actuación política la competencia, el combate. Los políticos convencionales, por consiguiente, pasan paradójicamente la vida confrontándose para acceder a un poder que les permitiría conciliar.
Actitudinalmente, además, el político convencional “parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia”. Los partidos son, en consecuencia, agrupaciones de personas que creen que siempre tienen la razón.
Es claro que estos dos rasgos del paradigma político prevaleciente—el de la política de poder o Realpolitik—impiden que el aparato público cumpla cabalmente con la única función que lo justifica: la solución de los problemas de carácter público. (De hecho, es esto lo que ha sido medido una y otra vez por estudiosos del fenómeno; por ejemplo, John A. Vasquez en The power of power politics). Si la cuestión es alcanzar el poder e impedir que el competidor haga lo propio, el adiestramiento más importante del político es el de un arte marcial, pues la lucha es su actividad constante. Las destrezas a adquirir son las requeridas para ese combate: artes retóricas y de manipulación.
Si el paradigma “realista” es la causa última de la insuficiencia política, aquí y en toda latitud, no habrá solución de fondo hasta que no lo suplante un paradigma “clínico”, que entienda la política como arte o profesión de solucionar los problemas públicos, y hasta tanto nuestros políticos no reciban un adiestramiento correspondiente. En particular: “El nuevo actor político… tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra”.
Somos falibles. Aun el más inteligente de los hombres no puede acertar en todo. En nuestra civilización tenemos a Alberto Einstein por genio prácticamente insuperable, pero incluso este monstruo de la Física dejó de tener razón en su propio campo, una vez que hubiera hecho su monumental contribución, que en verdad se detuvo cuarenta años antes de su muerte. No podemos tener la razón en todo, y el común debate político y partidista está fundado, por tanto, en una insensatez.
Esto no equivale, sin embargo, a la asunción de la antipolítica como la solución. Lo que hay que hacer no es defenestrar a la política, sino hacerla de otra manera. Por la misma razón, la solución no reside en la “reconstrucción” del sistema de partidos. O se hace algo diferente o volverá a registrarse el rechazo que Petkoff comentaba ayer. Y hasta ahora “lo nuevo”—Primero Justicia, Un Nuevo Tiempo, el PSUV o Podemos, aun el “nuevo” COPEI (Partido “Popular”)—no hace sino repetir el viejo modelo: una organización orientada al combate político y la conquista del poder con fundamentación de tipo ideológico.
………
Pero en América Latina la antipolítica ha sido siempre la excusa principal del militarismo. En 1997 se publicó la tercera edición de un muy útil libro editado por Brian Loveman y Thomas M. Davies Jr.: The Politics of Antipolitics: The Military in Latin America. Los editores de esta muy recomendable colección de trabajos y documentos señalan: “En mucho de Latinoamérica los oficiales militares profesionales llegaron a la conclusión de que sólo el fin de la ‘política’ y el establecimiento del gobierno militar a largo plazo podrían proveer las bases a la modernización, el desarrollo económico y la estabilidad política”. En Venezuela conocemos muy bien esta coartada.
En el libro, Knut Walter y Philip J. Williams, que presentan un estudio sobre el caso salvadoreño, alertan sobre los peligros de convertir en panacea la construcción de pactos (nuestro “gran diálogo nacional”, “concertación nacional”, “reconciliación nacional”, “pacto social”, “consenso país”, etcétera), como modo de salir de los gobiernos militares hacia una transición democrática, mientras que el mismo Loveman acuña el término “soberanía residual” para referirse a cómo los militares permanecen infiltrados en el sistema político aun después de cesar como gobernantes directos. Loveman sugiere: “Sin una amplísima revisión o abolición de las leyes de seguridad nacional, antiterrorismo u orden público, la democracia latinoamericana continuará siendo rehén de sus guardianes militares”. (En su artículo “Democracias protegidas: Antipolítica y transiciones políticas en América Latina”).
No hay otro país en América Latina donde esto sea más obvio que en la Venezuela de hoy. Después de más de un siglo de férula militar, gendarmes necesarios y césares democráticos, creímos haber dejado atrás el militarismo a la caída de Marcos Pérez Jiménez. A cincuenta años de esta circunstancia, sin duda en intento atípico, Hugo Chávez ha militarizado el poder público a un grado sin precedentes.
Sería un error, no obstante, atribuir su llegada al poder a un éxito de la antipolítica. Su irritante presencia se debe, más bien, al fracaso de una política mal hecha, y la superación de su estropicio sólo podrá ser alcanzada desde, de nuevo, la política. Pero no la misma de antes.
LEA
intercambios