Cartas

Por un largo tiempo ha sido doctrina enseñada en IFEDEC—hoy Centro de Formación Internacional Arístides Calvani—que los socialcristianos o demócrata-cristianos debían extraer su política de los principios de la democracia cristiana. (Principios del humanismo cristiano, prefiere decir ahora el IFEDEC). Esta formulación venía tomada directamente del jesuita belga Roger Vekemans, quien dejó honda huella en Chile y el resto de América Latina. El padre Vekemans, nacido en 1921 y fallecido el 24 de octubre del año pasado, fue entre otras muchas cosas Director de CEDIAL (Centro para el Desarrollo Social de América Latina) y de la revista Mensaje, y antes de la Escuela de Sociología de la Universidad Católica de Chile. Fue en esta última institución donde impulsó la idea de la “Promoción Popular”, que se convertiría en consigna práctica en el Cordiplán del primer gobierno de Caldera, bajo el liderazgo de doña Adela Abbo de Calvani. Un blog del movimiento Un Techo para Chile (Espacio de Debate) asegura que la Promoción Popular “buscaba remodelar la estructura social, con el fin de establecer un cambio social radical. Esta iniciativa postulaba que la sociedad debería abrirse para permitir el acceso de los grupos marginales, a través de una extensa gama de mecanismos de acogida, fueran éstos culturales, económicos o políticos. Éstos organizarían a los sectores marginados para intentar las reformas sociales, reunidos en juntas de vecinos, centros de madres, clubes deportivos y talleres de todo tipo”. Como puede verse, toda una nueva “geometría del poder”. Hay muy poco de original en la prédica chavista.

Pues bien, Vekemans planteaba que la política concreta debía deducirse de la ideología socialcristiana, cuya fuente primaria se halla en las llamadas “encíclicas sociales” de los papas modernos. (Rerum novarum, de León XIII en 1891; Quadragesimo anno, de Pío XI en 1931; Mater et magistra, de Juan XXIII en 1961, principalmente, sin olvidar que es uso de Juan Pablo II la expresión “capitalismo salvaje”, de tan caro aprecio del actual presidente venezolano, en Centesimus Annus de 1991. Nada menos que en La Habana, en 1998, el papa Wojtyla lo fustigó en estos términos: “Por otro lado resurge en varios lugares una forma de neoliberalismo capitalista que subordina la persona humana y condiciona el desarrollo de los pueblos a las fuerzas ciegas del mercado, gravando desde sus centros de poder a los países menos favorecidos con cargas insoportables. Así, en ocasiones se impone a las naciones, como condiciones para recibir nuevas ayudas, programas económicos insostenibles. De este modo se asiste al enriquecimiento exagerado de unos pocos a costa del empobrecimiento creciente de muchos, de forma que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. Del mismo modo, sin embargo, repudió con la mayor contundencia al marxismo y a la llamada Teología de la Liberación).

Del magisterio de la Iglesia Católica en materia social surgían guías para la acción política, y de ellas se procedió a la formulación de los principios de la democracia cristiana. A comienzos de la década de los sesenta, Enrique Pérez Olivares había escrito un útil manual sobre el tema, que se empleaba como libro de texto en los cursos ideológicos que COPEI ofrecía a sus nuevos militantes. Más tarde, Rafael Caldera escribiría “Especificidad de la democracia cristiana”, con igual intención pedagógica. Pérez Olivares, por ejemplo, organizaba los tales principios en tres grupos: principios metapolíticos (la dignidad de la persona humana o la primacía del Bien Común), principios políticos (verbigracia, el principio de subsidiaridad del Estado) y principios para la acción (moral política, por caso, según la cual no sólo el término sino el camino de un partido demócrata-cristiano, si quería ser llamado así, debía atenerse a la ética).

Pero el IFEDEC tenía por misión la de formar dirigentes demócrata-cristianos en América Latina para las lides políticas reales y cotidianas, y en su labor docente llegó a percatarse de que la simple formula de Vekemans no parecía ser muy práctica. Resulta extraordinariamente difícil, imposible más bien, recogerse en alguna celda solitaria envuelto en una bata china, para enfrascarse en profundas cavilaciones sobre el “principio de la perfectibilidad de la sociedad civil” y deducir de él alguna solución, pongamos, al problema de la deuda externa del país o a su delincuencia organizada. Enfrentado a tal dificultad, el IFEDEC inventó el método de los “planos de mediación”. por el que se postulaba que un solo brinco desde el nivel de los principios hasta el piso de las políticas concretas era demasiado camisón p’a Petra. Por esto postulaba una aproximación en sucesivos planos teóricos de concreción creciente. Esto es, el IFEDEC proponía el corrimiento de la arruga, algo así como el intento de Bertrand Russell y Alfred North Whitehead (en Principia Mathematica) por escapar a la inconsistencia lógica mediante la teoría de los tipos, una escalera infinita de lenguajes y metalenguajes. En 1931, el matemático checo Kurt Gödel daría estocada de muerte a su pretensión, pero de esto no llegó noticia a los gabinetes y aulas del IFEDEC.

A comienzos de 1984, Eduardo Fernández, a la sazón Secretario General de COPEI, anunció la convocatoria de un congreso ideológico de su partido, iniciando así una penetrante moda política, que luego copiaría Primero Justicia con el suyo y hasta Diosdado Cabello, que el año pasado proponía uno para el Partido Socialista Único de Venezuela. Al año siguiente se iniciaban las labores preparatorias, y es en ese momento cuando el suscrito remite su renuncia (la segunda y penúltima) a la condición de militante de COPEI. En unas “memorias prematuras” comento esa circunstancia de 1985: “El 12 de junio me invitó a almorzar Gustavo Tarre Briceño… Gustavo insistió en esa oportunidad en que mi renuncia a COPEI no sería aceptada y me invitó a participar activamente en la preparación del ‘congreso ideológico’ de su partido… Por lo que respecta al congreso ideológico tuve que declinar, pues Gustavo me había dicho que les hacía falta un nivel intermedio, sociológico, entre un nivel principista y filosófico que estaba confiado a Enrique Pérez Olivares y Arístides Calvani, y un nivel de políticas específicas del que se ocupaban diferentes comisiones. Gustavo creía, y me aseguró que también Eduardo, que yo era el indicado para establecer un ‘puente’ entre esos dos niveles. En esas condiciones, expliqué, lo que se me pedía era involucrarme en algo en lo que yo no creía, puesto que pensaba que la política ya no podía seguir ‘deduciéndose’ a partir de un piso principista y abstracto de principios ideológicos generales”.

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La política no es una ciencia, por más que exista el término “ciencias políticas”. Estas últimas, por supuesto, procuran examinar la política con criterio y método científico, pero en este caso la política es tenida por objeto de estudio, no como práctica. Por tal razón, la educación en ciencias políticas no capacita a nadie para el ejercicio político. La política misma es una práctica; más propiamente, es una profesión, un arte, un oficio, un métier. Esto es fácil de entender si se piensa en la medicina; ella no es tampoco una ciencia, sino una profesión, una técnica si se quiere. Naturalmente, existen “ciencias médicas” que le dan riguroso soporte: la bacteriología o la fisiología, por ejemplo, pero la medicina como tal no es una ciencia.

Mucho menos es la política una suerte de geometría, una ciencia deductiva o axiomática, capaz de extraer un sinnúmero de “teoremas políticos” por mero razonamiento lógico. Y esto es precisamente lo que se creía en COPEI y en su afiliado centro de formación, el IFEDEC. Esa creencia en una relación deductiva entre principios y política es un rasgo bastante común del paradigma político clásico, y se manifestaba con particular intensidad en el pensamiento de los líderes de la democracia cristiana venezolana. Un destacado ejemplo lo constituyó el debate sobre el “agotamiento del modelo de desarrollo venezolano”, tema de moda por los comienzos de la década de los ochenta y en el que terció el Dr. Rafael Caldera con una tesis bastante típica de las formulaciones clásicas. Caldera argumentó, desde un discurso pronunciado en tierras mexicanas, que no era cierto que el modelo de desarrollo venezolano hubiese caducado; más bien, por lo contrario, el asunto era que no había sido llevado a la práctica, y que debía buscarse la descripción del susodicho modelo en el Preámbulo de la Constitución Nacional de 1961.

Una postura idéntica podía encontrarse en muchos otros discursos como, por ejemplo, en la estereotipada conferencia sobre “objetivos nacionales” del curso estándar del Instituto de Altos Estudios de la Defensa Nacional: “Los Objetivos Nacionales se dividen en Objetivos Nacionales Permanentes y Objetivos Nacionales Transitorios. Los Objetivos Nacionales Permanentes están enumerados en el Preámbulo de la Constitución Nacional”. A fin de cuentas, el IAEDEN inició sus funciones durante el primer gobierno de Caldera.

Cuando se diseñó la mentada conferencia estaba en vigencia la constitución de 1961. Éste es el trozo pertinente de su preámbulo: “…con el propósito de mantener la independencia y la integridad territorial de la Nación, fortalecer su unidad, asegurar la libertad, la paz y la estabilidad de las instituciones; proteger y enaltecer el trabajo, amparar la dignidad humana, promover el bienestar general y la seguridad social; lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza, según los principios de la justicia social, y fomentar el desarrollo de la economía al servicio del hombre; mantener la igualdad social y jurídica, sin discriminaciones derivadas de raza, sexo, credo o condición social; cooperar con las demás naciones y, de modo especial, con las repúblicas hermanas del continente, en los fines de la comunidad internacional, sobre la base del recíproco respeto de las soberanías, la autodeterminación de los pueblos, la garantía universal de los derechos individuales y sociales de la persona humana, y el repudio de la guerra, de la conquista y del  predominio económico como instrumentos de política internacional; sustentar el orden democrático como único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos, y favorecer pacíficamente su extensión a todos los pueblos de la Tierra; y conservar y acrecer el patrimonio moral e histórico de la Nación…”

Ahora tenemos, desde 1999, una nueva Constitución. Su Preámbulo declara: “…con el fin supremo de refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley para ésta y las futuras generaciones; asegure el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación alguna; promueva la cooperación pacífica entre las naciones e impulse y consolide la integración latinoamericana de acuerdo con el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos, la garantía universal e indivisible de los derechos humanos, la democratización de la sociedad internacional, el desarme nuclear, el equilibrio ecológico y los bienes jurídicos ambientales como patrimonio común e irrenunciable de la humanidad…”

Obviamente, los textos que anteceden son un recuento de valores y criterios más que de objetivos, por lo que difícilmente puede llamarse al Preámbulo de la Constitución un “modelo de desarrollo”. A pesar de esto, es muy generalizada la creencia mitológica en que ese tipo de formulaciones equivale a haber arribado a un “proyecto de país”, noción que subyace a la gran mayoría de los esfuerzos políticos y no es exclusiva del pensamiento partidista.

Allá en la década de los noventa, por ejemplo, Elías Santana, el incansable dirigente vecinal y cívico, buscaba organizar el movimiento “Venezuela 20-20”. En principio quería visualizar, sobre el año 2020, la clase de país que sería Venezuela tras la aplicación de un “proyecto-país”. (En realidad la designación 20-20 aludía no sólo al año, sino por vía metafórica a una vista o “visión” 20-20, la fórmula abreviada con la que se designa a una vista perfecta. El uso de la metáfora no era, por otra parte, demasiado original. Ya por entonces existía para la Península Malaya, uno de los “milagros” económicos del Lejano Oriente, el plan “Malasia 20-20”, exactamente con la misma intención simbólica de Santana). La convocatoria inicial de Santana afirmaba de una vez que el “proyecto de país” debía cristalizar en una nueva constitución.

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Tal modo de entender el problema político general, “políticamente correcto” y aparentemente impecable, conduce a la frustración, y este deprimente resultado se sintió con particular agudeza en el seno de COPEI, precisamente por su compromiso con los principios de su doctrina. Sus dirigentes debían combinar, en malabarismo imposible, el discurso de los principios con las actuaciones de la vida política cotidiana que tendían, por necesidades de Realpolitik, a contradecirlos. Cíclicamente, un mea culpa emergía de sus labios: “Nos hemos pragmatizado. Nos hemos adequizado. Es preciso retornar a los principios. Tenemos que rescatar la diferencia”. (El Congreso Ideológico Nacional de COPEI, celebrado en 1986, fue precedido en Caracas por un Congreso Ideológico Distrital cuyo lema era, justamente, “Al rescate de la diferencia”).

En verdad, tal cosa era una tarea de Sísifo. La política no se deduce; se inventa. No puede ser extraída, porque no es ciencia axiomática, de unos principios doctrinarios, ideológicos, por más hermosos, entrañables e inspiradores que puedan ser. Y esta tozuda realidad presenta un grave problema a quienes insistan en practicar una “política de valores”, una política ideológica, si suponen que sus principios éticos deben ser el punto de partida.

Este problema, sin embargo, tiene solución: ella consiste en ubicar los valores en su correcto lugar; no el de fines u objetivos, sino el de criterios de selección. Es la creatividad política, la invención, la que ante, digamos, el problema de la pobreza, será capaz de producir tres o cuatro posibles soluciones. Entonces será posible descartar la segunda solución, por ejemplo, porque colida con el principio de la dignidad de la persona humana o el de la libertad. Es decir, no es lo requerido el abandono de los valores, sino su correcta aplicación. Pero no se les pida ser axiomas, porque no lo son.

La política responsable en el siglo XXI es una política clínica. Con fundamento en la ciencia, sin serlo ella misma. Con la mayor objetividad que sea posible, eludiendo definirse como mero combate con un adversario que lo justificaría todo. Con apego a la definición de su término calificador: “clínico, ca. Perteneciente o relativo al ejercicio práctico de la [política] basado en la observación directa de los [casos] y en su tratamiento”. (Modificado del Diccionario de la Real Academia Española. Las definiciones inglesas enfatizan que no se trata de estudios teóricos, y asimismo que hay una distancia “clínica”, desapasionada). En ningún caso, desde el intento pretencioso e imposible de imponer una ideología.

LEA

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