Fichero

LEA, por favor

A N. V. L., quien me obsequió el estupendo libro

“Por sus frutos los conoceréis” (Mateo, 7:16).

Se conoce claramente a monseñor Ramón Ovidio Pérez Morales por sus frutos. Un solo gajo de uno de ellos se exhibe en esta Ficha Semanal #209 de doctorpolítico. Se trata de la primera sección de la primera parte de su trabajo “Libertad y liberación”, desde la perspectiva de la teología católica, con el que abre el libro “Caminos de esperanza para el continente latinoamericano”. Es importante, para calibrar la penetración de monseñor Pérez Morales, percatarse de que ese texto fue publicado por primera vez hace quince años, cuando aún no había llegado el color rojo al poder en Venezuela.

En la presentación del volumen—editado el año pasado por el Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana—advierte el autor: “…la realidad global en que estos escritos salen a la luz… es tiempo de cambio «epocal» universal y de transformaciones convulsivas en la región, con todo lo que ello significa de interpelación, de retos profundos para la Iglesia en su tarea evangelizadora”. Un poco más adelante dice: “En algunos puntos es inevitable que se refleje la situación venezolana del autor, hoy realmente inédita y sumamente desafiante en lo que respecta, no sólo a la vida de la Iglesia en el país y a la convivencia nacional, sino también al escenario internacional”. Pero, se reitera, el trozo reproducido acá tiene más un carácter profético, dado que vio la luz de la imprenta en 1993.

Quien escribe pudo conocer a monseñor Pérez Morales treinta años antes de esa fecha, cuando él fuera a la sede del Movimiento Universitario Católico de la Universidad Central de Venezuela a comienzos de 1963 para hablar a sus directivos, en una pausa de sus responsabilidades docentes de Teología en el Seminario de Caracas. En diciembre de 1962 la revista chilena Mensaje, dirigida por el jesuita Roger Vekemans (aludido en la Carta Semanal #296 de doctorpolítico), había publicado un número monográfico (Revolución en América Latina) y queríamos escuchar el criterio de Pérez Morales. Ya para entonces, hace cuarenta y cinco años, gozaba Monseñor de un aura de prestigio intelectual.

Toda comparación es odiosa, pero no sería sincero ocultar que en opinión del suscrito es monseñor Pérez Morales el hombre de iglesia mejor preparado del país, durante todo el siglo XX y lo que va del XXI. No en vano presidió por unos buenos años, con manifiestas solidez y discreción, la Conferencia Episcopal Venezolana y el Concilio Plenario de Venezuela mientras éste duró. El Doctor en Teología de la Universidad Gregoriana de Roma, el arzobispo Pérez Morales, no ha cesado de dar frutos (peras morales), como lo atestigua el libro del que esta ficha ha sido extraída.

LEA

El origen de la libertad

«Dijo Dios: “Hagamos el hombre”», refiere el libro del Génesis, y añade: «Y creó Dios el hombre a imagen y semejanza suya» (Gen 1, 26s). Dios, quien aparece actuando como ser máxima y totalmente libre en el proceso creativo, decide, como culminación de su quehacer, producir un reflejo de sí mismo, a través de una opción particularmente amorosa, introduce en el espacio y en el tiempo, que ha desencadenado, una existencia libre: el hombre. Éste, por el inmediato operar que inicia, se muestra superior a todas las demás realidades que habían sido creadas; recibe la misión de ponerlas al servicio de su propio crecimiento.

La libertad del hombre aparece como comunicada, participada. Más aún, esta nota de creaturalidad es la que más radicalmente la define. En el marco de la realidad cósmica (creada), emerge como el fruto de una especial opción creante.

La libertad humana no es, pues, la Libertad Absoluta de Dios, sino que aparece como libre comunicación—analógica— de ésta. Esta condición creatural de la libertad humana se establece así como la nota definitoria más radical de dicha libertad: ésta no es por tanto absoluta, sino participada; no es infinita, sino limitada. Ello conlleva necesariamente que la libertad humana dice una referencia trascendental de subordinación y dependencia respecto de la Libertad creante, no como algo agregado, sino como elemento fundante mismo de la existencia de esa libertad humana. Es preciso tener presente que cuando se habla aquí de dependencia, hay que entenderla en sentido eminentemente positivo; en efecto, dicha dependencia es precisamente lo que posibilita la existencia misma de la libertad humana; ésta, al depender ontológicamente de la Libertad, no es oprimida por ésta sino, todo lo contrario, es por ésta constituida como libertad. La libertad divina no es, pues, frontera limitativa, sino raíz, fuente y posibilidad de existencia y plenitud para la libertad humana.

Esta vinculación trascendental con la Libertad divina hace que la libertad humana no pueda desarrollarse, actuarse auténticamente, sino en una referencia y apertura hacia aquella Libertad que, antes que impedir el humano crecimiento, será la condición de que éste sea verdaderamente tal.

Esta condición creatural de la libertad humana tiene decisivas consecuencias en orden a la concepción y verificación de la liberación humana. Ésta, so pena de frustración, no podrá establecerse al margen, o contra Quien es el principio de toda libertad, sino en dependencia amorosa de aquél. En cuanto creada, un intento de liberación respecto de la Libertad sería un conato autodestructivo, frustrante—imposible por lo demás en lo que se refiere a la vinculación ontológica que, como existencia dada, el hombre guarda inevitablemente con la Existencia—. Un humanismo, para ser verdaderamente tal, ha de estar abierto a la trascendencia; de otro modo estará negando las raíces mismas de su propia vida y de su auténtico desarrollo.

La historia contemporánea es trágicamente pródiga en ejemplos sobre las consecuencias de un intento de liberación humana (a través de la técnica o la política) cerrada sobre sí misma, sin apertura al polo trascendente de la existencia humana. Los ateísmos teóricos o prácticos se presentan portadores de una civilización que, a pesar de los múltiples logros que pueda obtener, se revela, en definitiva, como vehículo de ulteriores opresiones y como ilusoria eficacia que, intentándolo o no, rebaja la humanidad y le impide la búsqueda y el logro de más altos y supremos valores. Una sociedad construida en el vacío de Dios termina por vaciarse del más rico sentido de humanidad. La negación de Dios lleva a la afirmación de «dioses» pequeños, con pies de barro y que no logran adecuar la medida de un hombre abierto estructuralmente al infinito. Los intentos prometeicos y las ilusiones de la mitificación de superhombres terminan en las más desoladoras frustraciones. No está de más leer en nuestro tiempo lo que poco antes del nacimiento de Cristo se escribió en el Libro de la Sabiduría respecto de los fabricadores de ídolos (Cap. 13s) y la relación que hace san Pablo de las aberraciones de su época (Rom 1, 18-32).

Antes que alienación, el preguntarse por Dios es para el hombre un reflexionar sobre lo que radicalmente le hace inteligible; afirmar a Dios es establecer el fundamento—o, mejor, reconocerlo—de la perfección de la dignidad humana misma, como lo ha recordado el Concilio Vaticano II (GS 19). Ese hombre con sed de infinito, y que somos cada uno de nosotros, no podrá ser aquietado en sus aspiraciones y necesidades ni por un desbordante mercado, ni por el dominio de los astros, ni por el establecimiento de una sociedad sin clases. Para las mentes de todos los tiempos, el converso Agustín de Hipona expresó una profunda convicción: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

Aun entre cristianos ha ido cuajando el pensamiento de que no importa quién haga la liberación (polarizada en lo socio-económico-político) y quién lleve adelante la revolución; que lo que importa son éstas. Tales afirmaciones—especialmente en el contexto en que son formuladas, de colaboración o simplemente seguimiento de los marxistas—nos parecen inaceptables. Si se habla de liberación no se puede olvidar la integralidad de ésta. ¿Podrá considerarse verdaderamente humana una liberación que dé casas y cierre iglesias, que alfabetice pero materialice, que aumente la productividad pero que obstruya la contemplación? El cristiano no puede pretender, es cierto, construir él solo una nueva sociedad; ha de colaborar en una tarea que ha de ser común; pero tampoco puede—so pena de convertir su fe en formalismo, y de vaciar su integral sentido de humanidad—aceptar un esquema de liberación, de revolución y de nueva sociedad que mutile al hombre de perspectivas básicas de su realización como persona libre trascendente.

Ramón Ovidio Pérez Morales

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