Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan.
John Stuart Mill
Ensayo sobre el gobierno representativo
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La política que hacemos es la que tenemos en la cabeza. Naturalmente, las emociones, que se manifiestan no sólo en el cerebro, determinan mucho de nuestra conducta, pero aun ellas ingresan al intelecto junto con las ideas que fluyen por él para formar nuestras decisiones, que siempre son actos de la volición consciente. En esa elaboración, los conceptos que tenemos acerca de la sociedad y su dinámica terminan por conformar el marco de esa toma de decisiones.
Podemos, por ejemplo, creer que el mundo de la política se rige por dinámicas newtonianas, que en él todo es asunto de acción y reacción, de espacios y fuerzas políticas. Hace no mucho que algún articulista nacional dedicara unos cuantos de sus trabajos a discutir la siguiente cuestión: ¿hay espacio en Venezuela para una nueva fuerza política? En su concepción, los partidos políticos eran fuerzas de Newton que ocupaban un espacio limitado, y bien pudiera ser que ese espacio estuviera ya repleto, razón por la cual no podría caber en él otra fuerza política.
También se es newtoniano (con perdón de Sir Isaac) si se cree que la repetición de una misma política llevará a las mismas consecuencias que cuando se aplicara anteriormente. Es la idea de un espacio político análogo a una mesa de billar; si golpeo con la bola jugadora alguna otra con el mismo ángulo y la misma fuerza en el mismo punto, deberé obtener resultados idénticos: la misma carambola de la vez anterior. Dos ejemplos pueden ilustrar el punto.
Después del fenómeno conocido como el “caracazo” (27 y 28 de febrero de 1989), se formó un temor prácticamente irreductible a los aumentos del precio del combustible en el mercado local. Como la violencia del 27F fue detonada por el aumento del pasaje interurbano, y éste a su vez fue causado por el encarecimiento de la gasolina, el escarmiento que el caracazo produjo impedía la consideración de aumentar el precio del combustible.
O, por caso, el hecho de que un crescendo de manifestaciones callejeras contra el gobierno a comienzos de 2002 llevara al clímax del 11 de abril con la salida momentánea de Hugo Chávez, ha consolidado la simplista fe de que “hay que mantener caliente la calle”. Por esto se repite hasta el cansancio la fórmula de la marcha de protesta, reiterada por los agentes de la oposición formal y seguida (aunque cada vez menos) por un segmento de la población que cree sinceramente en la invariable eficacia política de ese expediente.
La verdad es que la aplicación de una misma receta política tiende a tener efectos distintos en momentos diferentes. Las sociedades no son estáticas mesas de billar; son, más bien, complejos sistemas compuestos por un número grande de conciencias individuales, cuyos estados cambian con el tiempo y la secuencia específica de sus experiencias. Los enjambres humanos son de enorme complejidad, y cambian porque recuerdan y aprenden. Incluso en conglomerados bastante más simples—pongamos una determinada cepa bacteriana—también la confrontación repetida de un mismo antibiótico conduce a la formación de una resistencia adaptativa. El remedio que era capaz de aniquilar millones de bacilos se vuelve repentinamente inútil, una vez que los agentes infecciosos mutan para comportarse como si la cosa no fuera con ellos.
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Hacemos la política que pensamos, y pensamos dentro de conceptos y marcos de interpretación que, desde el trabajo miliar de Thomas Kuhn (La estructura de las revoluciones científicas), llamamos paradigmas. Éstos son, naturalmente, construcciones mentales; cómodas para el discurso, son sin embargo abstracciones. Formuladas originalmente en un determinado tiempo histórico, su destino es desenfocarse y perder pertinencia en cuanto la realidad social muda. Muchas de ellas son adquiridas en el proceso de formación profesional.
Es así como la muy mayor parte de la historia política venezolana ha sido transitada por actores que pensaron dentro de un paradigma jurídico-militar. Con una que otra excepción, nuestros más influyentes políticos se han formado en leyes o en el arte castrense. La política que secretan no puede ser otra que una en la que se cree que el acto político supremo es una ley, o la que presume que la política es asunto de fuerza. Y como nuestra historia, con abrumadora ventaja, está más llena de jefes militares que de hombres de leyes, es la segunda noción la que predomina. Buena parte de la artesanía política criolla tiene que ver con el problema de cómo mantener bajo control a los militares, y casi que es esta necesidad el problema político principal. Rómulo Betancourt, por ejemplo, ya presidente electo democráticamente, escarmentado por el golpe de 1948 y blanco él mismo de una buena cantidad de asonadas militares (Carupanazo, Porteñazo, etcétera), cambió el funcionamiento del Estado Mayor General de Pérez Jiménez por el de un Estado Mayor Conjunto que aislaba relativamente las distintas fuerzas armadas, para dificultar la coordinación de una conspiración que las reuniese a todas.
Pero si en el origen del gobernante está el Derecho, entonces debe descontarse que el nuestro es del tipo latino y no del anglosajón, que enfatiza la casuística y la jurisprudencia—qué decidió un juez en otro tiempo sobre un caso similar—antes que la arquitectura de una pirámide de leyes que descansa sobre una constitución y procede de ésta en pisos de concreción creciente. Nuestro derecho es, pues, deductivo, a diferencia del inductivo de los sajones, y este solo hecho ya produce un paradigma particular con efectos también particulares. Cuando Rafael Caldera llegó por primera vez a la Presidencia de la República, cambió marcadamente el enfoque que precedió al suyo sobre reforma del Estado. El órgano encargado de gestionarla, predecesor de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, era la Comisión de Administración Pública, que bajo las presidencias de Betancourt y Leoni se aproximó a la tarea con una estrategia de cambios en los sistemas y procedimientos administrativos, dirigida por el economista Héctor Atilio Pujol. Caldera, por su parte, puso al frente de esa comisión al abogado Allan Randolph Brewer Carías, profesor de Derecho Público, quien procedió a dirigir el parto de dos tomos de quinientas o más páginas cada uno, en los que se especificaba una reforma total del aparato público venezolano, desde la Corte Suprema de Justicia hasta el municipio de Humocaro Alto, pasando por todos los ministerios, todos los institutos autónomos y todas las empresas del Estado. Pujol intentaba, en vano, aplicar una terapéutica que era más lenta que la velocidad del cambio inercial de la administración pública venezolana; Brewer prescribió una cantidad y extensión de cambio para las que no había en el país suficiente capacidad gerencial, tal como ahora confronta la administración de Chávez, en acumulación creciente, las deficiencias que se derivan del imposible manejo de un prurito de cambiar todo, al tiempo que se ha excluido de la gestión pública a la mayoría de la gente más preparada.
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El problema fundamental, no obstante, es que los paradigmas de cualquier clase—y en especial los paradigmas políticos—, como los tejidos celulares, envejecen y se hacen escleróticos, se endurecen y se vuelven incapaces de cambiar. El asunto es doblemente grave porque los objetos sobre los que la política se ejerce, las sociedades, experimentan metamorfosis. A fin de cuentas, las manzanas caen desde tiempos inmemoriales del mismo modo y con la misma aceleración que la que legendariamente golpeó la humanidad de Isaac Newton en un jardín de Cambridge. El hígado que examina hoy un médico modernísimo funciona de la misma manera que el que explorasen Avicena o Hipócrates. En cambio, la sociedad sobre la que Pericles gobernara no es la misma que rigiera Luís XIV, y éstas a su vez muy distintas de la que es gobernada por Rodríguez Zapatero.
Las sociedades humanas crecen en complejidad, en riqueza y variedad de roles, de problemas, de oportunidades. La pretensión de comprenderlas y manipularlas desde ideas de la Revolución Industrial o la Revolución Bolchevique, o con técnicas de Maquiavelo, Marx o Bismarck es no sólo inoperante, sino irresponsable, indigna de una verdadera profesionalidad política.
Incluso las herramientas analíticas clásicas de la política son menos poderosas que las que ahora se derivan de más recientes desarrollos científicos. En la predicción de resultados electorales—en los Estados Unidos—, un modelo que sigue conceptos de la predicción de terremotos se ha revelado como acertadísimo. Nacido de la colaboración de un historiador estadounidense, Allan Lichtman, y un geofísico y matemático soviético, Vladimir Keilis-Borok, a partir de 1981, el modelo ha predicho con exactitud los resultados de todas las elecciones presidenciales desde esa fecha, luego de que sus “marcadores” fueran calibrados para coincidir con los desenlaces de las elecciones de los últimos ciento veinte años (entre 1860 y 1980). En vez de referirse a los candidatos específicos o los temas propios de cada campaña, el modelo de Lichtman y Keilis-Borok identifica señales (cuatro básicas y nueve complementarias) que parecen determinar con precisión si una determinada elección será “estable” (cuando gana las elecciones el partido que está en el gobierno) o “cataclísmica” (cuando las gana el partido que está en la oposición). Explica Keilis-Borok, hoy en día profesor de Ciencias de la Tierra en la Universidad de California en Los Ángeles: “Los sistemas que generan elecciones y terremotos son sistemas complejos. No son predecibles con ecuaciones simples, pero después de tamizarlos y promediarlos en el tiempo se hacen predecibles”. Lichtman lo resume de esta forma: “Hemos reconceptualizado la política presidencial en términos geofísicos”.
En general puede decirse que es de la ciencia de la complejidad, de la teoría del caos o la del comportamiento de los enjambres, todas inventadas en la segunda mitad del siglo XX, de donde vienen ahora y continuarán viniendo los nuevos moldes de interpretación eficaz. Ninguna de estas disciplinas les es familiar a nuestros políticos convencionales—o, si a ver vamos, a los actuantes en cualquiera otra nación hasta ahora—y sin ellas éstos entienden y entenderán las cosas mal.
Un rasgo fundamental y definitorio de los sistemas complejos es su “sensible dependencia de las condiciones iniciales”. Esto es, que una pequeña variación en el inicio de un proceso complejo puede conducir a un futuro muy diferente. (“¿Desata el aleteo de una mariposa en Brasil un tornado en Texas?”, preguntaba en discurso de 1972 el meteorólogo Edward Lorenz, que ya en 1959 se había topado con esa sensibilidad esencial de los sistemas complejos). ¿Quién sabe si la señora que encendió la airada protesta por el costo del pasaje de autobús en Guarenas, el 27 de febrero de 1989, había recibido abuso del marido la noche anterior? Si Carlos Andrés Pérez no hubiera accedido a su segundo gobierno en acto fastuoso que parecía una coronación, poco antes de apretar el cinturón del pueblo ¿habría reaccionado la psiquis de los caraqueños de la misma forma al aumento de ese costo?
Las condiciones iniciales del Caracazo son irrepetibles. Desde entonces, el precio del transporte público urbano e interurbano ha aumentado en innumerables ocasiones, sin que por ello se haya suscitado una agitación ciudadana tan terrible como la de aquel febrero, cuando las abejas humanas de la urbe del Ávila se africanizaran.
Las sociedades mutan; su conocimiento crece y se diversifica. Esto es tanto así que Kevin Kelly, el Fundador Ejecutivo de la revista Wired y autor del ya clásico e importante libro Out of control (Perseus, 1995), pudo decir en reciente disertación sobre el futuro de la ciencia: “La ciencia es nuestro modo de sorprender a Dios. Es para eso que estamos aquí”. En la introducción que de ella hiciera Stewart Brand, éste abundó sobre esa intuición: “Es nuestra obligación moral generar posibilidades, descubrir los modos infinitos—sin importar cuán complejos y pluridimensionales sean—de jugar el juego infinito. Se requerirá todas las especies posibles de inteligencia para que el universo se entienda a sí mismo. En este sentido, la ciencia es sagrada. Es un viaje divino”.
Una política que no esté a la vez abierta y conectada a una percepción tan amplia y elevada como ésa, que no abreve de la ciencia y se conforme con catecismos resumidos de unas “humanidades” clásicas, no puede aspirar a entender la sociedad contemporánea, mucho menos guiarla. El intento de entrar al futuro con los lentes de Ezequiel Zamora puestos, o aun las gafas de un personaje tan visionario como Simón Bolívar, sólo puede desembocar en reflujo, en retroceso. No bastan, para enfrentar las complejísimas condiciones de una sociedad de hoy—la nuestra ya se compone de veintiocho millones de personas—un bagaje de retórica y la elección de un enemigo.
Que la ciencia, que la metodología haga el relevo de la ideología, para que el hombre justo de Vargas se haga con el mundo, y no el audaz de Carujo.
LEA
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