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En el mes de abril de este año, dos fichas semanales consecutivas de doctorpolítico, la #191 y la #192, llevaron textos del filósofo político francés Benjamín Constant (1767-1830). Sobre todo fue apreciada la primera, que estipulaba con claridad las limitaciones que debía imponerse a la soberanía popular, so pena de ahogo de la libertad.
En esta ocasión, se reproduce acá el capítulo “Poder municipal y federalismo” de su obra magna, “Principios de Política”, escrita entre 1806 y 1810. Se trata de un texto apropiado al momento venezolano, con inminencia de elecciones estadales y municipales. La constitución a la que se refiere en ese texto es la llamada Constitución del Año III (de la Revolución Francesa), promulgada el 22 de agosto de 1795. Ella establecía un Directorio como órgano supremo del poder ejecutivo nacional, y dio paso a la emergencia de Napoleón Bonaparte como dictador.
Como en otros textos suyos, Constant es aquí consistente en la prevención de abusos del poder central. Ésta es la más clara de sus admoniciones: “La autoridad nacional, la autoridad del distrito, la autoridad comunal, deben permanecer cada una en su esfera, y esto nos conduce a establecer una verdad que consideramos como fundamental. Hasta hoy se ha considerado el poder local como una rama dependiente del poder ejecutivo; por el contrario, jamás debe estorbarle, pero por ningún motivo depender de él”.
Constant fue constante, pues, en su defensa de la libertad, aunque no fuese un libertario extremista. Más bien hacía la denuncia del despotismo. En el año de 1819 fue elegido a la Cámara de Diputados de Francia, y en febrero de 1819 dictó una conferencia en el Ateneo de París—Sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos—que se convirtió en uno de los textos más iluminadores de su pensamiento. En ella dijo, por ejemplo:
“El abate Mably, como Rousseau y como muchos otros, confundió siguiendo a los antiguos la libertad con la autoridad del cuerpo social, y todos los medios le parecían buenos para extender la acción de esta autoridad sobre la parte recalcitrante de la existencia humana, cuya independencia lamentaba. En sus obras expresa continuamente su disgusto porque la ley no pueda alcanzar más que a los actos. Hubiera querido que alcanzara también a los pensamientos, a las impresiones más fugaces, que persiguiera al hombre sin descanso y sin dejarle refugio donde pudiera escapar a su poder. En cuanto veía en un pueblo cualquiera una medida represiva, pensaba que había hecho un descubrimiento y la proponía como modelo. Detestaba la libertad individual como se detesta a un enemigo personal, y en cuanto encontraba en la historia una nación que hubiera carecido completamente de ella, aunque tampoco disfrutase de libertad política, no podía evitar admirarla”.
¿No es esa descripción de gran actualidad y gran pertinencia para nosotros, los venezolanos de esta hora, cuyo presidente admira a Castro y a Mugabe?
LEA
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El poder local
La constitución no enuncia nada sobre el poder municipal, o sobre la composición de las autoridades locales, en los diversos parajes de Francia.
Los representantes de la nación tendrán que ocuparse de ello, tan pronto la paz nos haya devuelto la calma necesaria para mejorar nuestra organización interior; y, después de la defensa nacional, es el objetivo más importante a que puedan consagrar sus meditaciones. Por lo tanto, no está de más tratarlo aquí.
La dirección de los asuntos de todos pertenece a todos, es decir, a los representantes y delegados de todos. Lo que sólo interesa a una fracción debe ser decidido por esta fracción; lo que no tiene relación más que con el individuo sólo debe ser sometido al individuo. Nunca será suficiente el repetir que la voluntad general no es más respetable que la voluntad particular, puesto que ella sale de su esfera.
Suponed una nación de un millón de individuos, repartidos en un número cualquiera de comunas. En cada comuna, cada individuo tendrá intereses que no interesarán más que a él, y que, por consecuencia, no deberían estar sometidos a la jurisdicción de la comuna. Habrá otros que interesarán a los demás habitantes de la comuna, y esos intereses serán de la competencia comunal. Esas comunas a su vez tendrán intereses que no considerarán más que su interior, y otras que se extenderán a un distrito.
Los primeros serán de la competencia puramente comunal, los segundos de la competencia del distrito y así sucesivamente, hasta los intereses generales, comunes a cada uno de los individuos formando el millón que compone el pueblo. Es evidente que sólo sobre los intereses de este último tipo es que el pueblo entero o sus representantes tienen una legítima jurisdicción; y que si ellos se inmiscuyen en los intereses del distrito, de la comuna, o del individuo, exceden su competencia. El mismo caso sería del distrito que se inmiscuyera en los intereses particulares de una comuna, o de la comuna que atentara contra el interés puramente individual de uno de sus miembros.
La autoridad nacional, la autoridad del distrito, la autoridad comunal, deben permanecer cada una en su esfera, y esto nos conduce a establecer una verdad que consideramos como fundamental. Hasta hoy se ha considerado el poder local como una rama dependiente del poder ejecutivo; por el contrario, jamás debe estorbarle, pero por ningún motivo depender de él.
Si se confía a las mismas manos los intereses de las fracciones y las del Estado, o si se hacen depositarios de esos primeros intereses a los agentes depositarios de los segundos, resultarán inconvenientes de varios géneros e incluso los inconvenientes que parecerían excluirse, coexistirán. A menudo, la ejecución de las leyes será obstaculizada, porque los ejecutores de esas leyes, siendo al mismo tiempo los depositarios de los intereses de sus administrados, querrán favorecer los intereses que estarán encargados de defender, a costa de las leyes que estarán encargados de hacer cumplir. A menudo también los intereses de los administrados serán maquillados porque los administradores querrán agradar a una autoridad superior; y comúnmente, esos dos males tendrán lugar simultáneamente. Las leyes generales serán mal ejecutadas, y los intereses parciales mal cuidados. Cualquiera que ha reflexionado sobre la organización del poder municipal en las diversas constituciones que hemos tenido, ha debido convencerse que ha sido siempre preciso un esfuerzo de parte del poder ejecutivo para hacer cumplir las leyes, y que siempre ha existido una sorda oposición o al menos una resistencia de inercia en el poder municipal. Esta constante presión de parte del primero de esos poderes, esta sorda oposición de parte del segundo eran siempre causas inminentes de disolución. Aún se recuerdan las quejas del poder ejecutivo, bajo la constitución de 1791, sobre la hostilidad permanente del poder municipal contra él, y sobre el estado de estancamiento y pasividad de la administración local durante la Constitución del año III. Es que en la primera de estas constituciones no existían realmente agentes en las administraciones locales, verdaderamente sometidos al poder ejecutivo y, en la segunda, esas administraciones eran tan dependientes que el resultado era apatía y desaliento. Tanto tiempo como hagáis de los miembros del poder municipal agentes subordinados al poder ejecutivo, será preciso dar a este último el derecho de destitución, de modo que vuestro poder municipal no será sino un vano fantasma. Si los hacéis nombrar por el pueblo, esta nominación no servirá sino para prestarle la apariencia de una misión popular, que lo enfrentará con la autoridad superior y le impondrá deberes que no tendrá posibilidad de satisfacer.
El pueblo no habrá nombrado sus administradores más que para ver anular sus alternativas y para ser herido constantemente por el ejercicio de una fuerza extranjera, la cual, bajo el pretexto del interés general, se mezclará con los intereses particulares que deberían ser lo más independientes de ella. La obligación de motivar las destituciones es para el poder ejecutivo sólo una formalidad irrisoria. No siendo ninguno juez de sus motivos, esta obligación sólo conduce a desacreditar a aquellos que éste destituye.
El poder municipal debe ocupar en la administración el lugar de los jueces de paz en el orden judicial. No es poder sino en lo que concierne a los administrados, o más bien es su apoderado de poder para los asuntos que sólo interesan a ellos. Que si se objeta que los administrados no querrán obedecer al poder municipal, porque estará rodeado de poca fuerza, yo respondería que ellos le obedecerán, porque será de su interés. Hombres próximos los unos de los otros, tienen interés en no perjudicarle, en no enajenar sus afectos recíprocos, y por consecuencia en observar las reglas domésticas, y, por así decir, de familia, que ellos se han impuesto. Finalmente, si la desobediencia de los ciudadanos importa un perjuicio a objetivos de orden público, el poder ejecutivo intervendría como vigilante del mantenimiento del orden; pero intervendría con agentes directos y distintos de los administradores municipales.
Por lo demás, se supone demasiado gratuitamente que los hombres tienen inclinación a la resistencia. Su disposición natural es la de obedecer, cuando no se les veja ni se les irrita. Al principio de la revolución de América, desde el mes de septiembre de 1774 hasta el mes de mayo 1775, el congreso no era más que una diputación de los legisladores de las distintas provincias y no había otra autoridad que la que se le acordaba voluntaria- mente. No decretaba ni promulgaba ley alguna. Se contentaba con emitir recomendaciones a las asambleas provinciales, que eran libres de no conformarse con ello. De su parte nada era coercitivo. No obstante fue más cordialmente obedecido que ningún gobierno de Europa. No cito este hecho como modelo, sino como ejemplo. No dudo en decirlo: hay que introducir en nuestra administración interior mucho federalismo, pero un federalismo diferente del que se conoce hasta aquí.
Se ha llamado federalismo a una asociación de gobiernos que habrían conservado su independencia mutua y no se mantenían unidos más que por lazos políticos exteriores. Esa institución es singularmente viciosa. Los Estados federales reclaman por un lado de los individuos o las porciones de su territorio una jurisdicción que no deberían en absoluto tener, y del otro pretenden conservar con respecto del poder central una independencia que no debe existir. Así, el federalismo es compatible tan pronto con el despotismo en el interior y tan pronto con la anarquía en el exterior. La constitución interior de un Estado y sus relaciones exteriores están íntimamente ligadas. Es absurdo querer separarles, y someter las segundas a la supremacía del lazo federal, dejando a la primera una independencia total. Un individuo dispuesto a asociarse con otros individuos tiene el derecho, el interés y el deber de informarse sobre sus vidas privadas, porque de tales vidas privadas depende la ejecución de sus compromisos hacia él. Del mismo modo una sociedad que quiere unirse con otra sociedad, tiene el derecho, el deber y el interés de informarse de su constitución interior. Debe incluso establecerse entre ellas una influencia recíproca sobre esta constitución interior, porque de los principios de su constitución puede depender la ejecución de sus respectivos compromisos, la seguridad del país, por ejemplo, en caso de invasión; cada sociedad parcial, cada fracción debe en consecuencia estar en una dependencia más o menos grande, incluso por sus acuerdos interiores, de la asociación general. Pero, al mismo tiempo, es preciso que los acuerdos interiores de las fracciones particulares, del momento que no tienen ninguna influencia sobre la asociación general, permanezcan en una dependencia perfecta, y como en la existencia individual, la parte que no amenaza en nada el interés social, debe permanecer libre, así como todo lo que no perjudica al conjunto en la existencia de las fracciones debe disfrutar de la misma libertad. Tal es el federalismo que me parece útil y posible establecer entre nosotros. Si no lo logramos, no tendremos jamás un patriotismo pacífico y duradero. El patriotismo que nace de las localidades es hoy, sobre todo, el único verdadero. Los beneficios de la vida social se encuentran en todas partes, pero las costumbres y los recuerdos no. Por tanto hay que vincular a los hombres a los lugares donde están sus propios recuerdos y hábitos, y para alcanzar esa finalidad hay que concederles, en sus domicilios, en el seno de sus comunas, en sus distritos, tanta importancia política como se pueda, sin dañar el bien general.
La naturaleza favorecería a los gobiernos de esta tendencia si no se resistieran a ello. El patriotismo local renace como de sus cenizas, desde que la mano del poder aligera un instante su acción. Los magistrados de las más pequeñas comunas se complacen en enaltecerles. Cuidan con celo los monumentos antiguos. Casi en cada pueblo hay un erudito, que gusta de narrar sus rústicos anales y se le escucha con respeto. Los habitantes gustan de todo lo que les da apariencia, aun engañosa, de que constituyen un cuerpo nacional, unidos por lazos particulares. Se siente que, si no estuvieran obstruidos en el desarrollo de esta inclinación inocente y beneficiosa, se formaría muy pronto en ellos una especie de honor comunal, por así decir, honor de ciudad, honor de provincia que sería a la vez un goce y una virtud.
El apego a las costumbres locales cabe en todos los sentimientos desinteresados, nobles y piadosos. Es una política deplorable aquella que resulta de la rebelión. ¿Qué sucede entonces? Que en los Estados donde se destruye toda vida local, se forma un pequeño Estado en el centro; en la capital se aglomeran todos los intereses; allí van a agitarse todas las ambiciones. El resto está inmóvil. Los individuos perdidos en un aislamiento antinatural, extranjeros al lugar de su nacimiento, sin contacto con el pasado, no viviendo sino en un rápido presente y lanzados como átomos sobre una llanura inmensa y nivelada, se separan de una patria que no perciben en ningún sitio, y cuyo conjunto les es indiferente, porque su afecto no puede reposar sobre ninguna de sus partes.
Benjamín Constant
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