LEA, por favor
En una entrevista que le hiciera para Todo en Domingo, Laura Helena Castillo le dijo: “Es evidente que tiene usted una muy buena relación con la palabra escrita”. Alberto Barrera Tyszka, además, mejora esa relación con el tiempo. Hace dos días su palabra escrita dijo, en el fondo, una sola cosa simple y poderosa: que la muerte no es cosa de juego. Es su artículo del pasado domingo, en Siete Días del diario El Nacional, y por su gentileza al permitirlo, la Ficha Semanal #212 de doctorpolítico.
Barrera se lee, naturalmente, como novelista—en La enfermedad (Premio Herralde 2006), o También el corazón es un descuido—, como poeta—en Tal vez el frío, por ejemplo—, como biógrafo político—en Chávez sin uniforme, acompañado de Cristina Marcano—y más frecuentemente como articulista o cronista en las páginas de El Nacional. De las piezas que escribe cada semana la superficialidad está ausente, y siempre, en cambio, está presente en ellas la originalidad y frescura del enfoque.
El fenómeno es extraño, porque lo original de sus textos es, una vez leídos, absolutamente obvio y natural. Sus artículos, que no siendo convencionales tampoco rebuscan en pose de elegancia palabras de uso infrecuente, tienen la belleza simple de una partida de Capablanca, para más de un entendido el más grande de los ajedrecistas. Uno cree haber pensado antes lo que acaba de leerle, o por lo menos que pudiera haberlo hecho; uno cree que pudiera haber escrito uno mismo algún artículo suyo. Bueno, sí; como Pierre Menard, después de haberlo leído de la pluma de Barrera. Es decir, Barrera escribe por nosotros.
Lo que leímos anteayer, de título monosilábico—¡Pun!—cercano a uno de Knut Hamsun, tiene esa verdad que es universal porque todos, o casi todos, la guardamos dentro: que la guerra no tiene nada de divertida, salvo para gente muy, muy enferma, y Barrera sabe de enfermedad.
Él recuerda al Presidente de la República festejando juguetes de muerte. La memoria puede ir más atrás: hace ya dieciséis años de que ese individuo irrumpiera en el proscenio de nuestra política con balas y cadáveres. Desde entonces, no ha cesado nunca de vendernos la guerra. El role model que nos impone es el de matador. Acaba de declarar pomposamente que él daría su vida por Bolivia, y desde este país le han dicho que no la necesitan. Otros, bajo su mando, la dieron por él en una madrugada de febrero; él no la dio siquiera por Venezuela. ¿Con qué valor la ofrece ahora, entrometido que resiente la más mínima opinión extranjera sobre su gobierno, sabiendo perfectamente que jamás la pondrá en riesgo? Lo más cerca que Hugo Chávez estará de pelear en tierra boliviana será ponerse una franela del Che Guevara, que murió en ella. No existe la menor posibilidad logística de que un solo batallón venezolano llegue a Santa Cruz, y por eso la teatral oferta no pasa de ser una baladronada. Aunque la hubiera, habría que ver quiénes entre nuestros soldados obedecerían la alocada orden de ir a disparar en Pando.
Pero, sin arriesgarse, protegido por chalecos antibalas y círculo tras círculo de guardaespaldas, siembra el país con mortal semilla. Barrera, por todos nosotros, le ha dicho que esto no tiene la menor gracia.
LEA
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Barrera de paso
Cuando el Presidente de mi país bromea diciendo que, al ir a Cuba en un avión Sukhoi, pasará “rozando Miami”, se me cuela adentro una melancolía enorme, espesa. No me hace ninguna gracia el comentario.
No me dan risa las maniobras militares rusas. Como tampoco me parecen jocosos los movimientos de la Armada estadounidense en las aguas del Caribe. Cuando el presidente Chávez hace algún chiste con misiles, cuando pretende convocar risotadas a cuenta de hundir submarinos y atacar portaaviones, yo sólo siento un vacío, sólo tengo ganas de salir corriendo a abrazar a mis hijas. ¿Cómo a alguien le puede parecer divertida una guerra? En ese testimonio narrativo colosal llamado Vida y destino, Vasili Grossman ofrece uno de los retratos más brutales que se han escrito sobre la guerra: esa noria avasallante, voraz, desbordada, sin otra lógica que la destrucción. En las múltiples historias que van tejiendo la novela, respira siempre una misma reiteración: la gente no necesita la guerra.
No la busca. No la desea. Los Estados, sí. Ahí se organizan las masas, las batallas. Desde ahí se distribuye esa locura que convierte en víctimas incluso a sus propios militantes. Se trata –según afirma Grossman– de un “éxtasis ante su propia superioridad. El Estado genial, sin defectos, que menosprecia a todos los que no se le parecen”.
¿Hace cuánto ya que nos acostumbramos a vivir así? La amenaza bélica, entre nosotros, es tan común como los reinados de belleza. La guerra se apropió primero del lenguaje y, desde entonces, habita entre nosotros. Salta en nuestras lenguas, da vueltas en nuestros oídos, ocupa todos los lugares. Suena. El lenguaje también es una estadística. Desde hace tiempo, matar y morir son verbos mucho más frecuentes entre nosotros. La épica que no existe en la historia ya está instalada en las palabras. Poco a poco, el nuevo Estado nos ha impuesto su lenguaje militar.
Todo parece formar parte de un dispositivo perverso que lentamente ha involucrado a la sociedad. No hay manera de escapar. Vivimos entre minas.
Todo el tiempo alerta. Nada es confiable. Nada es totalmente realidad o fantasía. ¿Trataron o no trataron de matar a Chávez alguna vez? ¿Lo están intentando todavía? ¿Qué pasó con nuestra relación con las FARC? ¿Los gringos, en realidad, están planeando una invasión? ¿Qué ocurrió en verdad el 11 de abril de 2002? ¿Cuántos cubanos hay en Venezuela? ¿La milicia es un ejército particular o una pandilla de inútiles mofletudos? ¿Cuántas armas hay ahora en el país? ¿Quién mató a Danilo Anderson?… No creas en nada. No confíes en nadie. Nada es verdad. Ni siquiera los muertos.
Tanta incertidumbre, sin duda, tiene mucho de clima bélico. Así estamos. Aun en esta nueva bonanza petrolera, en este revival bolivariano de la Venezuela saudita del primer Carlos Andrés Pérez.
No importa. Aun en medio de esta fiesta, los mensajes sociales que se proponen legitiman cada vez más la violencia. La derecha radical busca, a tientas, una gesta infame, cree todavía que con un solo golpe se cosen los agujeros de la historia.
El presidente Chávez, por su lado, insiste en la promoción de un sentido militar que se imponga sobre la vida civil, incluso política. “Pulverícenlo”, le ordenó a su hermano, en un acto esta semana, aludiendo a un candidato de la oposición en el estado Barinas.
Quien pondere toda esta situación y se asome a las cifras del gasto armamentista del Gobierno en los últimos años, tal vez concluya que, paradójicamente, a medida que avanza el siglo XXI, cada vez estamos más lejos del socialismo del siglo XXI. Es probable, además, que cada vez también estemos más lejos de los programas sociales, de la utopía de mejorar nuestra calidad de vida.
El Estado militar ocupa el horizonte.
Yo todavía recuerdo la imagen del Presidente de mi país con un fusil al hombro, bromeando, celebrando la compra de 100.000 fusiles rusos. Era un domingo, estaba feliz en su programa semanal. “Gringo que se meta por una quebradita –dijo Chávez, sin soltar el arma, parodiando a un francotirador–: ¡Pun!”, agregó sonriendo, acompañando con el gesto y la expresión el sonido de un balazo invisible dirigido hacia cualquier parte del paisaje. Tampoco entonces me pareció gracioso ese ¡pun! Tampoco ahora, cuando el Estado pretende participar de manera militar en los conflictos internacionales. La experiencia bélica cada vez es más acción, cada vez está más cerca. Ese ¡pun! no va al paisaje. Está dirigido a nosotros, a todos los venezolanos ¿A quién carajo le parece divertida una guerra?
Alberto Barrera Tyszka
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