Mientras todavía las colas de votantes no habían cesado en los Estados Unidos, discutí, atónito y amargamente decepcionado, con un venerado historiador venezolano, antaño izquierdista, que postuló como rasgo definitorio de la época el peligro de “la amenaza islámica” y consagró, como obra maestra de sabiduría política, la ocupación estadounidense de los territorios iraquíes. Argumentó que las torturas en Abu Ghraib y Guantánamo, las mentiras del gobierno de Washington, las decenas de miles de muertos, los millones de desplazados, eran sólo detalles, minucias que la historia futura olvidaría para retener lo que a su juicio era lo esencial: que los Estados Unidos habían sabido crear en Irak un foco para el control del mundo árabe.
Pero ayer un ingente proceso pacífico, civil y civilizado, fue mucho más histórico que la horrorosa guerra que George W. Bush y Dick Cheney desataron para saciar sus prejuicios y conveniencias. La elección de Barack Obama como Presidente de los Estados Unidos es ya, a un día escaso de haberse producido, históricamente mucho más trascendente que aquel desatino.
Los documentos históricos de los Estados Unidos conceden pedestal privilegiado a algunos entre sus discursos: el Farewell Address de George Washington; el de Abraham Lincoln en Gettysburg—that government of the people, by the people, for the people, shall not perish from the earth—; el inaugural de John F. Kennedy—Ask not what your country can do for you; ask what you can do for your country—y su discurso berlinés cuando un vergonzoso muro aún dividía la capital de los alemanes: Ich bin ein Berliner. El discurso que Barack Obama pronunciara antenoche, en el parque que Chicago dedicara a Ulises Grant, será igualmente canonizado.
Algunos concursantes tropicales por el papel de héroes pudieran medirse por la nobleza de su contenido, para desterrar de sus alocuciones la mezquindad y el resentimiento. Obama asumió el compromiso de gobernar también para aquellos cuyo voto, según sus palabras, debía “todavía merecer”, pues si no tuvo su apoyo escucha sus voces, y recordó dos veces al primer presidente republicano, el gran Lincoln, que como él salió del estado de Illinois, en mención genuinamente admirada de su partido, opuesto al suyo propio, y antes con la cita de su imperecedera definición de democracia.
Ante este portento de elocuencia, esta carta hace metamorfosis y hoy se transforma en ficha: reproduce su versión castellana del memorable discurso de Obama en la noche del 4 de noviembre. Hoy, persuadida de la perennidad de esa oración, la pluma de doctorpolítico descansa.
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