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Las matemáticas de la muerte son siempre horrorosas. Acá se ha recordado cómo Herman Kahn acuñara el término “megamuertes” (megadeaths), para manejar con más comodidad la estimación de víctimas en posibles conflagraciones nucleares. Por estos días de conflicto israelí-palestino en Gaza, han vuelto los cálculos a alimentar las discusiones del mismo.

Por ejemplo, la suma algebraica de muertes por el ataque israelí iniciado el pasado mes de diciembre y las víctimas producidas por los cohetes que Hamás dispara constantemente contra territorio de Israel, pareciera rendir un resultado desproporcionadamente desfavorable a los palestinos. La invasión de Gaza por el ejército de Israel ya ha causado cerca de un millar de muertes, muchas de ellas de civiles. En cambio, los ataques con cohetes sobre el sur de Israel han producido, entre 2002 y el comienzo de las recientes operaciones israelíes, no más de cuarenta muertes. (Irónicamente, una buena cantidad de las víctimas cobradas por los radicales palestinos han sido de palestinos mismos o personas de extracción árabe que hacían vida en territorio de Israel).

Comoquiera que una de las partes involucradas se regía por la prescripción taliónica de “ojo por ojo”—Éxodo 21:23–27—se ha puesto en tela de juicio la presunta desproporción del ataque israelí, que por otra parte ha ejercido a lo largo de los años múltiples represalias puntuales contra los ataques misilísticos, a menudo cobrando mayor cantidad de víctimas que aquellas por las que pasaba factura.

Pero es que el movimiento Hamás no se limita a los ataques remotos mediante cohetes, los que en términos cuantitativos han sido militarmente muy ineficaces. Entre 1994 y 2005, tan sólo los ataques de militantes suicidas de Hamás produjeron cuatrocientas ochenta víctimas fatales.

Se trata de una contabilidad odiosa. Cualitativamente, por otro lado, hay una asimetría evidente en este conflicto demasiado longevo. Israel acepta el concepto de un estado palestino; Hamás tiene por objeto fundamental la desaparición del estado de Israel. (Como lo pone un bloguista español: “Si los musulmanes deponen sus armas, habría paz en el mundo. Si los israelíes deponen sus armas, no habría más Israel”).

Al mundo le urge encontrar una solución definitiva a la conflictividad bélica en la que están involucrados los radicales de signo islámico. Casi veinte conflictos vigentes cuentan con la activa participación de musulmanes agresivos: Afganistán, Bosnia. Serbia, Costa de Marfil, Chipre, Timor Oriental, Indonesia, Cachemira, Kosovo, Kurdistán, Macedonia, Cercano Oriente, Nigeria, Pakistán, Filipinas, Chechenia, Armenia, Tailandia, Bangladesh y Somalia. En la tarea de hallar esa salida la primera responsabilidad pesa sobre las autoridades religiosas del Islam. Todas las principales entre ellas debieran proscribir y desterrar, clara y definitivamente, el concepto de jihad del corpus actual de la fe islámica. Como ha aducido Muhammad Shahrour, la Sura del Arrepentimiento en el Corán—una descripción del fallido intento de Mahoma por establecer un estado en la Península Arábiga—se emplea a menudo para justificar ataques extremistas. (“Maten a los paganos donde los encuentren”). Sharhour argumenta que ese mandato debe entenderse como restringido a la lucha específica que Mahoma libraba entonces y no puede, por tanto, entenderse como una prescripción genérica de aplicación contemporánea.

Mientras los líderes religiosos del Islam encuentran el temple para predicar valientemente esa doctrina de paz, convendrá volver a ver “Munich”, la película de Steven Spielberg. Después de que ha corrido la mayor parte de sus numerosos minutos, el espectador se da cuenta de que palestinos e israelíes luchan en el fondo por la misma cosa, provistos de los mismos argumentos. Ambos luchan por su tierra ancestral. En ella deben caber ambos.

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