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La esposa del suscrito es incansable lectora y certera crítica de libros de ficción. En su opinión, “La otra isla”, la primera novela de Francisco Suniaga, es una obra estupenda. Ahora lee con detenimiento “El pasajero de Truman”, después que quien escribe tragara su texto en una tarde y una noche.
El libro, un best seller en las librerías venezolanas, es la explicación de uno de los misterios políticos más apasionantes del siglo XX venezolano: la entrada de Diógenes Escalante, candidato de consenso a la Presidencia en 1945, en el reino de la locura. Fue su insania súbita lo que precipitara el golpe de Estado del 18 de octubre contra el gobierno del general Medina Angarita, hecho que generó grandes y graves consecuencias.
Al gusto del autor de esta nota, el método escogido por Suniaga, aunque eficaz para la ilación del cuento, se hace a veces monótono y adquiere una artificialidad que se deriva de excesivas mediaciones. Supuestamente, reporta una serie de conversaciones entre “Román Velandia” (Ramón J. Velásquez) y “Humberto Ordóñez” (Hugo Orozco) luego de que el primero, empleado repentinamente por Escalante, esperase unas cuantas décadas para una reconstrucción obligada con el segundo, que fuera por muchos años asistente y amigo íntimo del candidato enloquecido. Hay momentos cuando, por ejemplo, Escalante recuerda cosas dichas a él por Cipriano Castro, en recuento que hace a Ordóñez-Orozco, para que éste a su vez las confíe muchos años después a Velandia-Velásquez y finalmente Suniaga, como narrador omnisciente, las transmita al lector. El detalle y longitud de algunos de estos discursos tan mediados hace poco creíble la técnica, pero debe admitirse que el lector queda precisamente informado y jamás se confunde con la enrevesada exposición, pues Suniaga es una pluma clara.
En algún punto Ordóñez-Orozco—¿Suniaga?—carga la mano contra Rómulo Betancourt, al sugerir que fue irresponsable o mentiroso, pues escribió en “Venezuela, política y petróleo” que detectó tempranamente en Escalante la mirada de quien tenía “el sistema nervioso ya quebrado”. Al menos el personaje Ordóñez-Orozco es, entonces, inconsistente, pues él mismo informa de conductas extrañas en Escalante antes de su traslado a Venezuela para encargarse de la candidatura, y hasta refiere que su barbero común en Washington le confió su impresión de que la salud de aquél estaba seriamente comprometida. Si la opción alterna fuera cierta, por otra parte, que Betancourt habría ofrecido irresponsablemente el apoyo de su partido a Escalante a pesar de percibirlo como psiquis herida, ¿qué pudiera decirse entonces de Ordóñez-Orozco, que no sólo aplacó convenientemente sus propias dudas, sino que se dedicó con la mayor pasión a prepararse para su propia prosperidad política, la que iba a alcanzar como mano derecha de quien iba a ser Presidente de la República? He allí una inconsistencia del antibetancurismo superficial.
Pero, más allá de echar luz sobre el hasta ahora oscurecido affaire Escalante, el texto de Suniaga enseña lecciones de indudable gravitación sobre nuestro presente. No puede haber escapado a su inteligencia que el eco de peripecias e ideas de la primera mitad de nuestro siglo pasado resonaría ahora, pues las asociaciones posibles son obvias. La Ficha Semanal #225 de doctorpolítico reproduce, como muestra de tales reverberaciones, dos fragmentos de la obra de Suniaga: en el primero, Escalante hace una evaluación preliminar de Cipriano Castro; en el segundo, refiere cómo obtuvo su primer cargo consular, en conversación con Castro en la que también participó el general Ibarra, Canciller de la época.
Cualquier parecido con la realidad actual es, como se advierte usualmente, pura coincidencia.
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Pura coincidencia
La vida tiene sus contradicciones. En 1899, en una de esas piruetas de nuestra historia, Castro se alzó contra el gobierno de Ignacio Andrade e invadió Venezuela desde Colombia. Los motivos aparentes están recogidos en proclamas del momento y en discursos dados posteriormente desde la Presidencia. El motivo real siempre me pareció otro: la crisis de los precios del café de finales del siglo XIX dejó arruinados a hacendados como Castro, y la guerra era el mejor negocio en el que podían anotarse. Por supuesto que no le faltó quien lo siguiera en esa empresa. Igual que Guzmán Blanco y otros caudillos criollos que le precedieron, contaba con esa aura que los eleva y los hace irresistibles. Era capaz de plantearse como posibles los disparates más grandes, más increíbles, y encontrar gente dispuesta a matar y morir por ellos. Dicho en las palabras del viejo embajador César Zumeta, era psicópata y psicopatógeno. Es decir, estaba loco y tenía la insólita cualidad de volver locos a los demás. Esa condición psicopática de Castro, cubierta por el barniz de la consigna “nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos”, daba a su épica un aire de romanticismo que le ganó la simpatía de los jóvenes que en los albores del siglo XX buscaban una esperanza a la que aferrarse. Y él les ofreció, nada más y nada menos, ser los hombres nuevos que la humanidad espera desde los tiempos de Caín. Yo no me tragué el cuento. Intuía, y después por mis lecturas comprobé, que el hombre nuevo no existe ni puede crearse, el hombre es un continuum, es siempre el hombre, sin adjetivos. Lo nuevo, sólo si ese hombre se lo labra, podría ser el tiempo en el que le toque existir. Y si logra eso, aun cuando con su accionar haya provocado una renovación real y profunda de su entorno, probablemente sufrirá el castigo de no poder ver su obra realizada. Ése es el sino de lo humano. (Págs. 43 y 44).
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—En principio, déjeme decirle que desde 1902 estoy en deuda con su tío, el general Calixto Escalante, y quiero que sepa que será a él a quien le deba el favor. No es fácil encontrar a alguien de la talla de su tío, dispuesto a dar la vida por nuestra noble causa. En cuanto a lo otro, mire, se me ocurre algo mejor, sería un desperdicio que usted se nos fuera para el Táchira. Con su estatura, porte y preparación, está mandado a hacer para representarnos en los salones diplomáticos de Europa. Vamos a aprovechar que aquí está el canciller y lo enviamos para allá. General Ibarra, vamos a mandar a este joven para Europa. ¿Qué consulado tenemos libre en el Viejo Continente?
—Ninguno. Lamentablemente están todos ocupados, señor Presidente -dijo el general Ibarra en un tono que, aunque respetuoso, parecía reflejar cierto cansancio—. Por gente amiga suya y de la Restauración, señor Presidente—agregó.
—¿Y Liverpool? ¿No me dijo usted hace unos días que el consulado en Liverpool estaba sin cónsul desde hacía tiempo?
—Sí, señor Presidente. Y hace apenas tres días, el dos de septiembre, me ordenó usted que lo cerrara. Incluso esta mañana le envié al embajador británico, Percy Wyndham, la nota donde le informo nuestra decisión de clausurarlo. Tal vez al joven podríamos adscribirlo a una embajada o a un consulado acá, en nuestra América.
—Pues no señor. En lo que salga de este despacho, me le notifica al embajador inglés que no cerramos nada, que hemos designado al señor Diógenes Escalante cónsul nuestro en Liverpool.
—Señor Presidente, perdone usted que le repita algo que ya sabe, pero la diplomacia tiene sus formas. Los ingleses no van a entender que, en la mañana, enviemos una nota informándoles que cerramos nuestro consulado en Liverpool y, en la tarde, mandemos otra notificándoles el nombramiento de un nuevo cónsul para esa delegación.
—Pues eso es exactamente lo que vamos a hacer, ministro. A mí me tiene sin cuidado lo que crean los ingleses. Venezuela es un país soberano y eso sí es bueno que lo tengan clarito los ingleses y quienes no lo sean. Para su tranquilidad, sepa usted que los ingleses, los de allá y los de América, los franceses, holandeses, alemanes, todos esos carajos, tienen siglos haciendo lo que les viene en gana, cosas peores y mucho más arbitrarias que ésta. ¿Le parece poca arbitrariedad haber bloqueado nuestras costas y bombardeado nuestros puertos porque les dio la gana? Y ya usted vio, no ha habido quien les dé el vuelto. ¿Dónde estaban las fórmulas diplomáticas cuando eso? Así que, sin temor alguno y sin dar explicaciones, esta tarde me manda esa nota, ésa es nuestra decisión y punto. Si no tuviéramos esta actitud inflexible cuando se trata de nuestra soberanía, lo del bloqueo se habría convertido en invasión. Que aprendan a respetar a Venezuela, ministro. No olvide que eso es muy importante y para enseñárselo al mundo estamos aquí. Y usted, Escalante, llévese lo dicho y lo decidido aquí como muestra de lo que debe hacer un patriota cuando lo que está de por medio son los intereses de la paria. No me canso de repetírselo a los diplomáticos de esta Revolución Restauradora; adonde quiera que usted vaya, Venezuela, la patria inmarcesible que Bolívar en su magnificencia nos legara, debe ir primero.
A mí que jamás fui capaz de actuar de esa manera me admiró esa determinación, ese saltar por encima de las formas, ese ¡hágase mi voluntad! que dictan los poderosos, sin detenerse a medir las consecuencias ni prestar oído a lo que piensen los demás. Aunque nunca me comportara así, e incluso lo censurara en privado, me cautivaba ese arrojo que los lleva a violar los procedimientos, las convenciones sociales, las normas jurídicas, los acuerdos políticos, los sacramentos y salir bien librados, si acaso no fortalecidos. Y es que se atreven hasta contra el sentido del ridículo. ¿Cuántas veces no me quedé estupefacto ante la temeridad con la que se enfrentan al ridículo los hombres como Castro? La dimensión de lo ridículo es uno de los parámetros que los autócratas rompen, y lo hacen tan a menudo que quienes lo rodean llegan a creer que esa conducta es normal, cuando, ni por asomo, lo es. Peor aún, los imitan y promueven en los demás esa actuación ridícula. Los autócratas no sólo son psicópatas y patogénicos, Humberto, también son ridículos y ridiculizadores. Recuerdo que Castro había adoptado, por aquellos primeros tiempos de su mandato, un uniforme de trabajo bastante curioso, una chamarra de lino crudo parecida al uniforme de verano del zar Nicolás de Rusia. Cuando tenía reuniones políticas con sus partidarios, completaba ese atuendo enrollándose en el cuello un pañuelo amarillo, el color de la bandera restauradora. Era asombroso ver entonces cómo los castristas, civiles y militares, lucían ese atuendo, en abierta competencia para ver quién se ponía la chamarra más rusa o el pañuelo más amarillo y se parecía más al jefe. En octubre de 1903, unos meses después de la humillación a la que nos habían sometido las flotas de Alemania e Inglaterra, asistí a un evento convocado en Miraflores para celebrar el aniversario de la Revolución Restauradora. Y desde la entrada al palacio hasta el salón del acto se encontraba usted con aquella comparsa de funcionarios y caudillos de provincia ataviados con chamarras zaristas y pañuelos amarillos enrollados en el cuello, iguales al general, uniformados como unos pendejos. Por situaciones como ésa, combinadas con el discurso heroico y lleno de floripondios del general Castro, su gobierno tuvo para mí una pátina ridícula que, dicho sea de paso, todas las dictaduras parecieran necesitar. (Págs. 51-55).
Francisco Suniaga
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