Zaratustra bajó de la montaña y habló de las tres transformaciones del alma. Primero, dijo, es como un camello: un espíritu sacrificado que pide las cargas más pesadas. El camello se convierte entonces en león: “Para crearse la libertad y un santo No, aun enfrente del deber; para eso, hermanos míos, hace falta el león”, prosiguió Zaratustra.
Después preguntó y se contestó él solo: “Pero decidme, hermanos, ¿qué puede hacer el niño que no haya podido hacer el león? ¿Para qué hace falta que el fiero león se trueque en niño? El niño es inocencia y olvido, un nuevo comenzar, un juego, una rueda que gira sobre sí, un primer movimiento, una santa afirmación”.
“Así hablaba Zaratustra”, escribió Federico Nietzsche.
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Cuando las sociedades entran políticamente en shock, cuando algún acontecimiento suspende sus procesos normales, cuando se da cuenta de que los mismos procedimientos no le darán el éxito que desea, cuando despierta de una ilusión y se siente culpable por haber creído en ella puede permitirse, debe permitirse, la inocencia del niño. Es el momento de preguntarse por las cosas más elementales, por aquellas que se dan por sentadas. Es inocencia y olvido.
¿Para qué existe el Estado? ¿Por qué es que elegimos gobernantes y les permitimos encumbrarse? ¿Qué sentido tiene tocar un himno nacional a un hombre como nosotros? ¿Qué nos lleva a darle poderes tan extensos? ¿Cómo justifican su existencia las instituciones públicas en general? ¿Para qué es necesaria la política?
“Los humanos sólo hacemos ciertas cosas bien en enjambre. La mayoría de las veces, además, ni siquiera actuamos en enjambre, sino individualmente o en pequeños grupos. Resolvemos la mayoría de nuestras necesidades de ese modo. Así ganamos nuestro pan, así compramos, así aprendemos y jugamos, así amamos y odiamos. Pero hay cosas que la transacción civil no alcanza a cubrir. El más perfecto de los códigos civiles concebibles no puede acomodar los procesos públicos, los que son indigestibles a base de transacciones privadas. Ése es el reino de los problemas públicos, y es por ellos que tendríamos que permitir la existencia a la política. Ninguna política se justifica si no es capaz de mostrar que puede resolver esos problemas al menor costo humano.
Porque existen los problemas públicos se justifica el Estado. Si no los tuviéramos no necesitaríamos al Estado. Y si el Estado, si sus distintas instituciones no sólo no resuelven los problemas de carácter público, sino que encima los agravan, debemos cambiar ese Estado. Pero este derecho es del enjambre, de la Nación, de la ciudadanía, del Poder Constituyente Originario, del Poder Público Primario, no de un hombre que se confunda con el Estado”.
Ni Hugo Chávez es el Mesías ni se necesita uno para sucederlo con ventaja de Venezuela.
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Con un giro infantil debemos restablecer las cosas. Pensar que hoy hemos entrado todos los que habitamos esta tierra a esta misma tierra, y que habiendo decidido unánimemente reconocernos como una nación, queremos establecer una república. Ya sabemos que la nación debe construirse con ciudadanos que no se desprecien los unos a los otros o la nación no podrá ser, y queremos que la república sea ella misma, res pública, cosa pública, y que el Estado sea el aparato necesario al mejor tratamiento de los problemas públicos.
Quien quiera ser hoy político en Venezuela, entonces, deberá preguntarse si está capacitado para identificar los mejores tratamientos posibles a los problemas públicos y para aplicarlos. Los ciudadanos debemos exigirle eso.
¿Cuáles son esos problemas? Es un cliché declarar a Venezuela un país más que estudiado y diagnosticado, pero no es tan claro que haya un consenso nacional—no un consenso oficial o un consenso opositor—acerca de cuáles son los problemas que, siendo los susceptibles de tratamiento público (no todos lo son), sean los más importantes.
Claro que toda sociedad tiene unas necesidades básicas, la seguridad la primera de ellas. De allí, y de las circunstancias específicas de cada nación, se derivará lo que por la medida chiquita sería conveniente tener: no un plan de la nación, no un proyecto-país, sino una sencilla y más bien escueta enumeración de prioridades.
Y hoy por hoy, la más alta prioridad de nuestra política es la política misma. Debe cambiarse en más de un punto lo que ella ha venido a ser en Venezuela. Uno de los puntos prioritarios de ese cambio es el restablecimiento de la independencia y el equilibrio de los poderes públicos.
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Si bien son de bastante importancia los concejos municipales y su elección de este año, ellos no tienen que ser exigidos por problemáticas nacionales como la anotada. No debiera cargarse, en lo más mínimo, a las campañas edilicias con pesos nacionales, pero lo nacional es, obviamente, más importante, sobre todo hoy, que lo municipal. En este sentido, es mucho más alta la prioridad de elegir mejores diputados a la Asamblea Nacional que la de elegir los significativos ayuntamientos.
Para diciembre de 2010 deberemos tener las elecciones de Asamblea Nacional, y ellas son una oportunidad única para restablecer la independencia del Poder Legislativo Nacional. A este fin es concebible un esfuerzo innovador, fuera de los paradigmas y esquemas de los actores políticos convencionales—sean éstos partidos u organizaciones no gubernamentales—fuera de algunos conceptos estratégicos esgrimidos desde fines de 2001 a comienzos de 2009, que sea capaz de capturar la mayor votación y colocar en la Asamblea una mayoría de diputados que no estén plegados a los designios del actual Poder Ejecutivo Nacional.
Es hora de comenzar a trabajar seriamente, como gente grande, en la cristalización de esa posibilidad. Si bien es cierto que el propio Chávez no podría ser desplazado del poder hasta fines de 2012—su período concluye en enero de 2013—es cierto igualmente que el panorama político nacional cambiaría drásticamente si el gobierno perdiera el control del Poder Legislativo Nacional. Acá se escribía hace un poco más de tres meses:
“Si se hace las cosas bien, será posible presentar al país una nueva y competente camada de políticos, muy diferente a la actual, y lograr una mayoría en la Asamblea Nacional. A partir de ese momento, ya no más leyes habilitantes, ya no más autorizaciones a viajes presidenciales al exterior de duración superior a cinco días, ya no más aprobación automática de opacos presupuestos. En cambio, la potestad real de verdadera fiscalización y control del Ejecutivo Nacional, lo que ha estado ausente desde la época del Plan Bolívar 2000”.
Para que tal cosa sea posible es preciso combinar varias nociones no convencionales, y tal vez la principal de éstas sea la de no buscar la estructuración de un movimiento que sólo atine a entenderse a sí mismo como oposición a Chávez. Cuando concluía el año de 1996, y Caldera gobernaba por segunda vez, el Partido Socialcristiano COPEI decidió que anunciaría al país las líneas maestras de su estrategia. Éstas fueron el trío de a) oponerse al gobierno de Caldera, b) deslindarse de Acción Democrática y c) continuar en política de alianzas con el MAS, la Causa R, etcétera. Como puede verse, las tres líneas estaban definidas en términos de actores externos a COPEI mismo, no acertaban a proponer ninguna referencia sustantiva respecto del propio partido, y de ellas brillaban por su ausencia los principales problemas del país. Eran líneas de una estrategia alienada, fuera de sí. Pensar lo político solamente en función de Chávez es caer en la misma alienación. Si un grupo de candidatos pretende ser electo a la Asamblea Nacional, si pretende llegar a ser su mayoría, tendrá que centrar su oferta en una descripción del trabajo legislativo y contralor que haría allí, centrarse sobre la elaboración y comunicación de cuál sería su aporte político real desde la instancia parlamentaria.
Si este grupo, por otra parte, está constituido por candidatos que porten un nuevo paradigma político, superior al discurso político convencional de poder y combate, entendido como misión ineludible de resolver problemas de carácter público, intentada ésta desde un ejercicio profesional responsable, éticamente constreñido, entonces, por añadidura, como subproducto inevitable, se dispondrá una acción que pueda refutar y superar el chavismo. Buscando lo esencial, lo que es primario de lo político, se resolverá lo acuciante. Resuelto lo importante se habrá resuelto lo urgente.
Finalmente, esos candidatos no podrían venir impuestos por cogollos o transacciones de corte convencional. Cada uno tendría que estar, por su cuenta, soportado por un grupo de electores.
De estas tres condiciones, la central y dominante es la segunda: la presencia de un paradigma político no convencional. Esto es así porque la pertinencia programática exigida en la primera condición no podrá existir si se pretende actuar, una vez más, desde una perspectiva de Realpolitik y mediante un protocolo que sólo sabe transar o consensuar.
Lo que lleva a formular de una vez la tarea inicial: emprender un inmenso casting político en el país, en procura de rectas vocaciones públicas que quisieran expresarse en tarea de asambleístas, vocaciones que no padezcan de esclerosis paradigmática y que estén por tanto abiertas a un adiestramiento, a un trabajo técnico, a una preparación vino tinto bajo la guía de un Richard Páez de la operación.
Lo de recta vocación pública no es accidental ni secundario. Bárbara Tuchman decía: “Conscientes del poder controlador de la ambición, la corrupción y la emoción, puede ser que en procura de un gobierno más sabio busquemos primero la prueba del carácter. Y esta prueba deberá ser la del coraje moral”.
Tuchman no hablaba de un gobierno brillante, sino de un gobierno sabio, y como dice el economista Barry Schwartz, “no necesitas ser brillante para ser sabio”. Lo que se busca en una asamblea es su sabiduría colectiva.
O, como lo ponía el leñador de hojalata de El mago de Oz: “Una vez tuve cerebro, y también un corazón; y habiendo tenido los dos, prefiero con mucho tener un corazón”.
O, finalmente, como lo decía Andrés Eloy Blanco en el Coloquio bajo la palma:
Por eso quiero, hijo mio,
que te des a tus hermanos,
que para su bien pelees
y nunca te estés aislado;
bruto y amado del mundo
te prefiero a solo y sabio.
A Dios que me dé tormentos,
a Dios que me dé quebrantos,
pero que no me de un hijo
de corazón solitario.
luis enrique ALCALÁ
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