Cartas

Entre las varias ideas (un comando estratégico unificado, una sala situacional, una tesis política, un think tank, etc.) que unas ganas de hacer cosas, una inusitada efervescencia de iniciativas ha puesto sobre el tapete—en explosión de creatividad política suscitada por la votación del 15 de febrero pasado—, ninguna tan definitiva y necesaria como la de una nueva organización política, puesto que ella puede, precisamente, contener todo lo enumerado, y además puede ocuparse del problema esencial de facilitar la emergencia de actores idóneos para el ejercicio de las funciones públicas.

No basta para justificar la aparición de una nueva asociación política, sin embargo, ni siquiera la más contundente descalificación de las asociaciones existentes, como es estado de opinión que se generaliza con el paso de los días. La nueva asociación tendría que ser expresión, ella misma, de una nueva forma de entender y hacer la política y debe estar en capacidad de demostrar que sí propone soluciones que escapan a la descalificación que se ha hecho de otras opciones. En suma, debe ser capaz de proponer soluciones reales, pertinentes y factibles a los problemas verdaderos.

No debe entenderse por esto, sin embargo, que tal asociación pretenda conocer la más correcta solución a los problemas. Tal cosa no existe y por tanto tampoco existe la persona o personas que puedan conocerla. Ningún actor político que pretenda proponer la solución completa o perfecta es un actor serio.

Siendo las cosas así, lo que proponga un actor político cualquiera siempre podrá en principio ser mejorado, lo que de todas formas no necesariamente debe desembocar en el inmovilismo, ante la fundamental y eterna ignorancia de la mejor solución. Más todavía, una proposición política aceptable debe permitir ser sustituida por otra que se demuestre mejor: es decir, debe ser formulada de modo tal que la comparación de beneficios y costos entre varias proposiciones sea posible.

De este modo, una proposición deberá considerarse aceptable siempre y cuando resuelva realmente un conjunto de problemas, es decir, cuando tenga éxito en describir una secuencia de acciones concretas que vayan más allá de la mera recomendación de emplear una particular herramienta, de listar un agregado de estados deseables o de hacer explícitos los valores a partir de los cuales se rechaza el actual estado de cosas como indeseable. Pero una proposición aceptable debe ser sustituida si se da alguno de los siguientes dos casos: primero, si la proposición involucra obtener los beneficios que alcanza incurriendo en costos inaceptables o superiores a los beneficios; segundo, si a pesar de producir un beneficio neto existe otra proposición que resuelve más problemas o que resuelve los mismos problemas a un menor costo.

En ausencia de estas condiciones para su sustitución la solución que se proponga puede considerarse correcta y, dependiendo de la urgencia de los problemas y de su importancia (o del tiempo de que se disponga para buscar una mejor solución), será necesario llevarla a la práctica, pues el reino político es reino de acción y no de una interminable y académica búsqueda de lo perfecto.

Pero es importante también establecer que no constituyen razones válidas para rechazar una proposición la novedad de la misma—“no se ha hecho nunca… las cosas no se hacen así”—o la presunción de resistencias a la proposición. Por lo que atañe a la primera razón debe apuntarse que una previa condición de las soluciones aceptables es precisamente la novedad.  Respecto de la existencia de resistencias y obstáculos hay que señalar que eso es un rasgo insalvable de toda nueva proposición. El que las resistencias y los obstáculos hagan a una proposición improbable no es una descalificación válida: el trabajo del hombre es precisamente la negación de probabilidades, la consecución de cosas improbables.

Toda proposición política seria, y muy especialmente la que pretenda emerger por el canal de una nueva asociación política deberá estar dispuesta a someterse a un escrutinio y a una crítica comparativa que se conduzcan con arreglo a las normas descritas más arriba. La “objetividad” política sólo se consigue a través de un proceso abierto y explícito de conjetura y refutación, pero jamás dentro de un ámbito en el que lo pautado es el silencio y el acatamiento a “líneas” establecidas por oligarquías, o en el que se confunde la legitimidad política con la mera descalificación del adversario.

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Pero que una proposición esté abierta a la crítica general no es lo mismo que sostener que las proposiciones deben ser construidas en asamblea o decididas en transacción consensual.

La discusión pública venezolana tal vez haya agotado los sinónimos castellanos del término conciliación. Acuerdo, pacto, concertación, entendimiento, consenso, son versiones sinónimas de una larga prédica que intenta convencernos de que la solución consiste en sentar alrededor de una mesa de discusión a importantes o meritorios actores y factores de poder de la sociedad. Si hay que construir una “visión de país”, un “consenso-país”, un “proyecto de país”, una “tesis política”, ¿no será lo mejor—se pregunta—reunir a quienes hayan trabajado ya en tareas similares para que compartan sus hallazgos y pueda así componerse un conjunto sumatorio?

El método mismo tiende a ser ineficaz. Los ideales de democracia participativa, la realidad de la emergencia de nuevos factores de influencia y poder, han llevado, es cierto, a la ampliación de los interlocutores de estas “mesas democráticas” (así las llamaba hace más de una década Luis Raúl Matos Azócar) de las que debe salir el ansiado acuerdo nacional. Así fue diseñado, por ejemplo, el consejo de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), al combinar en él la presencia tradicional de líderes empresariales y líderes sindicales, con representantes de partidos, de la iglesia, de las organizaciones vecinales, etcétera. Así buscó conformarse el “Encuentro Nacional de la Sociedad Civil” organizado por la Universidad Católica Andrés Bello, cuando su rector tomó el reto que pareció recaer,  a mediados de 1992, sobre la Iglesia Católica venezolana, en respuesta a un estado de opinión nacional de gran desasosiego, que buscaba en cualquier actor o institución que pudiera hacerlo la formulación de una salida a la aguda y profunda crisis política. Así trabajó la comisión del “consenso-país” de la extinta Coordinadora Democrática. Así, al interior de los partidos, tiende a trabajarse cuando les toca preocuparse de la confección de un “programa de gobierno”. En unas ciertas “memorias prematuras” de 1986 puede leerse una descripción de la dinámica prevaleciente:

“Lo típico es organizar una serie innumerable de reuniones, dispuestas según una estructura similar a la de aquellas ‘pirámides’ de dólares que fueron una estafa socialmente tolerada en Caracas… El inconveniente de esta forma de redactar programas de gobierno es que el resultado final tiende invariablemente a la incoherencia… Desde una media docena de personas hasta varias decenas en algunos casos, se reúnen a ‘echar ideas’ o a leer sus ponencias favoritas. Usualmente no le es dado al director de la reunión, aunque piense que oye alguna idea impertinente, rechazar muchas de las proposiciones, pues el compañero de Achaguas se podría resentir y el apoyo de Fulanito y los fulanistas sería escatimado. La sumatoria de un proceso de tal naturaleza es de un grado de incompatibilidad tal, o de un carácter tan absolutamente negador del concepto de prioridades (al incluir prácticamente de todo), que no es posible nunca llevarla a la práctica si se llega a ganar las elecciones”.

La oposición de opiniones e intereses en torno a una mesa de discusión difícilmente, sólo por carambola, conducirá a la formulación de un diseño coherente. Es preciso cambiar de método. Y es preciso cambiar el énfasis sobre la herramienta por el énfasis en el producto.

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Si el Ministerio de Sanidad se encontrase ante la necesidad de construir un nuevo hospital público, seguramente no convocaría a una masiva reunión de arquitectos, médicos, pacientes, enfermeros, administradores de salud, aseguradores y sepultureros a celebrarse en un gran espacio como el Parque del Este para que, “participativamente”, se pusieran de acuerdo sobre el diseño del hospital.

En cambio, determinaría como primera cosa, técnicamente, los criterios de diseño: debe ser un hospital para 1.500 camas, debe cubrir las especialidades tales y cuales, no debe pasar de un costo de tanto, etcétera.

Una vez con tales criterios en mano, procedería a llamar a licitación a unas cuantas oficinas de arquitectura demostradamente capaces. Las oficinas de arquitectos que participaran en la licitación desarrollarían, cada una por su lado, un proyecto completo y coherente. No serían admitidas, por ejemplo, proposiciones que sólo diseñaran la sala de partos o la admisión de emergencias. Cada oficina tendría que presentar un proyecto completo. Sólo así podrían competir, la una contra la otra, en una licitación que compararía una proposición coherente y de conjunto contra otras equivalentes.

Este es el mismo método que debe emplearse para la emergencia de una solución política. Lo que el espacio político nacional debe alojar es una licitación política con claras reglas para el contraste de proposiciones de conjunto.

¿Cuáles son estas reglas? Con más detalle que antes debe postularse que, si a la discusión se propone una formulación que parece resolver un cierto número de problemas o contestar un cierto número de preguntas, la decisión de no adoptar tal formulación debiera darse si y sólo si se da alguna o varias de las siguientes condiciones:

a. cuando la formulación no resuelve o no contesta, más allá de cierto umbral de satisfacción que debiera en principio hacerse explícito, los problemas o preguntas planteados.

b. cuando la formulación genera más problemas o preguntas que las que puede resolver o contestar.

c. cuando existe otra formulación—que alguien debiera plantear coherentemente, orgánicamente—que resuelve todos los problemas o contesta todas las preguntas que la formulación original contesta o resuelve, pero que además contesta o resuelve puntos adicionales que ésta no explica o soluciona.

d. cuando existe otra formulación propuesta explícita y sistemáticamente que resuelve o contesta sólo lo que la otra explica o soluciona, pero lo hace de un modo más sencillo. (En otros términos, da la misma solución pero a un menor costo).

Si ninguna de las condiciones precedentes existe, la formulación propuesta debe llevarse a la práctica. No se compondrá jamás un país desde las ciencias políticas, sino desde la política, la profesión u oficio de resolver problemas de carácter público.

luis enrique ALCALÁ

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