Fichero

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El segundo gobierno de Rafael Caldera, sobrevenido al término del período que inició Carlos Andrés Pérez y completó Ramón J. Velásquez, en virtud de una grave situación económica (heredada del período anterior y agravada por la crisis bancaria de 1994), la debilidad del apoyo político-electoral al gobierno (por Caldera votó sólo el 18% del electorado) y la edad del Presidente, transcurrió en una perpetua discusión en torno a si éste culminaría su segundo mandato de cinco años. (Hasta una reunión del Grupo Santa Lucía en 1996 llegó, de la mano de Elías Santana, el astrólogo José Bernardo Gómez a predecir la inminente muerte de Rafael Caldera).

El tema de la sucesión de Rafael Caldera había sido puesto en el tapete por nadie menos que el propio Canciller de la República, el Dr. Miguel Angel Burelli Rivas, el 9 de abril de 1995. Ese día el Canciller fue entrevistado por Marcel Granier en el programa Primer Plano, de Radio Caracas Televisión. Hacia el final de su comparecencia en el programa, Burelli Rivas planteó una eficaz y contundente defensa del gobierno de Rafael Caldera, destacando, entre otras cosas, que ese gobierno había tenido que consumir el tránsito de 1994 en el manejo de una crisis tras otra. Pero también dijo el Canciller que Venezuela se encontraba en la peligrosa situación, harto indeseable, de la siguiente disyuntiva: “Caldera o el caos”. Por último, Burelli Rivas declaró que a su juicio pocas tareas nacionales revestían tanta importancia como la de construir una “alternativa a Rafael Caldera”.

Era sorprendente la franqueza con la que Miguel Angel Burelli Rivas, desde su posición de ministro de Rafael Caldera, esbozara tan tempranamente el agudo problema. Parece más adecuado evaluar tan grave declaración no como un desliz de la lengua del Canciller, sino como un tema que probablemente habría comentado con el propio presidente Caldera. Hay que suponer, por tanto, que el mismo Rafael Caldera había dedicado algún tiempo a la misma preocupación. (También, por supuesto, era bastante probable que el propio Burelli Rivas pretendiera hacerse con la sucesión. Luego de la asonada del 4 de febrero de 1992, y junto con Arturo Úslar Pietri, Caldera y Burelli Rivas habían asomado la conveniencia de la renuncia de Carlos Andrés Pérez; el suscrito la propuso el 21 de julio de 1991: “El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal”).

El tema de la sucesión de Caldera fue acometido poco después de la entrevista a Burelli Rivas por referéndum, una publicación del suscrito (1994-98). Esta Ficha Semanal #240 de doctorpolítico reproduce la sección final del artículo en referéndum (Rafael Caldera & Sucs.)

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Après moi, le déluge

¿Cuáles son, en general, los rasgos deseables en un Presidente de la República a las alturas del cierre del siglo XX?

Normalmente se piensa que las características de un candidato presidencial, de un gobernante, deben corresponder a la idea de que la política es, esencialmente, una actividad de combate, una actividad polémica. En noviembre de 1989 un cierto Diputado marabino al Congreso de la República justificaba su apoyo a Oswaldo Alvarez Paz a la Gobernación del estado Zulia en los siguientes términos: “Oswaldo va a ser el mejor gobernador porque él  es el mejor orador del Congreso”.

Es así como se ha creído que los rasgos deseables en un gobernante son los de un peleador que mantiene constantemente un ceño adusto y levanta enérgicamente sus puños o los dedos índice de cada mano; que debe estar adiestrado, contradictoriamente, en el arte de negociar y conciliar; que debe ser, por encima de todo, el triunfador en una larga carrera de obstáculos dentro de una organización partidista para hacerse con la candidatura.

Sobre este tema escribíamos en febrero de 1985:

“Esa nueva manera de hacer política requiere un nuevo actor político. El actor político tradicional pretende hacer, dentro de su típica organización partidista, una carrera que legitime su aspiración de conducir y gobernar una democracia. Sin embargo, el adiestramiento y formación que imponen los partidos a sus miembros es el de la capacidad para maniobrar dentro de pequeños conciliábulos, de cerrados cogollos y cenáculos. Se pretende ir así de la aristocracia a la democracia. El camino debe ser justamente el inverso. Debe partirse de la democracia para llegar a la aristocracia, pues no se trata de negar el hecho evidente de que los conductores políticos, los gobernantes, no pueden ser muchos. Pero lo que asegura la ruta verdaderamente democrática, no la ruta pequeña y palaciega de los cogollos partidistas, es que ese pequeño grupo de personas que se dediquen a la profesión pública sean una verdadera aristocracia en el sentido original de la palabra: el que sean los mejores. Pues no serán los mejores en términos de democracia si su alcanzar los puestos de representación y comando les viene de la voluntad de un caudillo o la negociación con un grupo. No serán los mejores si las tesis con las que pretenden originar soluciones a los problemas no pueden ser discutidas o cuestionadas so pena de extrañamiento de quien se atreva a refutarlas.

Ese nuevo actor político, pues, requiere una valentía diferente a la que el actor político tradicional ha estimado necesaria. El actor político tradicional parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia. El nuevo actor político, en cambio, tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra.

De allí también su transparencia. El ocultamiento y el secreto son el modo cotidiano en la operación del actor político tradicional, y revelan en él una inseguridad, una presunta carencia de autoridad moral que lo hacen en el fondo incompetente. La política pública es precisamente eso: pública. Como tal debe ser una política abierta, una política transparente, como corresponde a una obra que es de los hombres, no de inexistentes ángeles infalibles.

Más de una voz se alzará para decir que esta conceptualización de la política es irrealizable. Más de uno asegurará que «no estamos maduros para ella». Que tal forma de hacer la político sólo está dada a pueblos de ojos uniformemente azules o constantemente rasgados. Son las mismas voces que limitan la modernización de nuestra sociedad o que la pretenden sólo para ellos.

Pero también brotará la duda entre quienes sinceramente desearían que la política fuese de ese modo y que continúan sin embargo pensando en los viejos actores como sus únicos protagonistas. Habrá que explicarles que la nueva política será posible porque surgirá de la acción de los nuevos actores.

Serán, precisamente, actores nuevos. Exhibirán otras conductas y serán incongruentes con las imágenes que nos hemos acostumbrado a entender como pertenecientes de modo natural a los políticos. Por esto tomará un tiempo aceptar que son los actores políticos adecuados, los que tienen la competencia necesaria, pues, como ha sido dicho, nuestro problema es que «los hombres aceptables ya no son competentes mientras los hombres competentes no son todavía aceptables».

Porque es que son nuevos actores políticos los que son necesarios para la osadía de consentir un espacio a la grandeza. Para que más allá de la resolución de los problemas y la superación de las dificultades se pueda acometer el logro de la significación de nuestra sociedad. Para que más allá de la lectura negativa y castrante de nuestra sociología se profiera y se conquiste la realidad de un brillante futuro que es posible. Para que más allá de esa democracia mínima, de esa política mínima que es la oferta política actual, surja la política nueva que no tema la lejanía de los horizontes necesarios”.

Por ahora postulamos que uno de los rasgos necesarios para conducir con tino y propiedad ese tránsito que el IX Plan de la Nación vislumbra como la inserción de Venezuela en la sociedad global del siglo XXI, es la condición que Alexis de Tocqueville definía como el “verdadero arte del Estado”: “…una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro…” (Alexis de Tocqueville. El Antiguo Régimen y la Revolución).

Para que sean altas las probabilidades de éxito en un conductor político a fines de este Milenio Segundo, es preciso que la persona en cuestión entienda verdaderamente el sentido de la actual transición de la humanidad. Es difícil que esto se dé en alguien cuyas raíces y cuya formación sean tradicionales. La formación de corte humanístico, preferiblemente en el campo del Derecho, resultará menos útil que una formación de raíz científica, de comprensión de sistemas complejos. La preocupación y el estudio consistente del futuro será más importante que la erudición historicista, típica en aquellos que han pululado en la escena política nacional. Lo que se requiere, antes que un historiador, es un estratega inmerso en las corrientes más actuales de la reflexión sobre el mundo actual y el venidero.

Igualmente será importante que el nuevo conductor político haya demostrado ser exitoso en el manejo de organizaciones de cierta complejidad, a través, fundamentalmente, de su capacidad de generar esquemas estratégicos convincentes que produzcan la entusiasta motivación de las organizaciones que hayan dirigido.

Finalmente, el candidato en cuestión deberá ser alguien que entienda el valor profundo de la democracia, de la contribución de los Electores en el importante y difícil arte de gobernar. Si un pretendiente al trono de Miraflores, si un aspirante a reposar en el lecho matrimonial de La Casona, no tiene escrúpulos en manipular, con las más poderosas técnicas de la psicología social, del mercadeo político en el que se han convertido las campañas electorales, la psiquis desprevenida de los Electores, estará evidenciando que no es el hombre necesario.

Por encima de todo, el hombre indicado deberá ser el poseedor de una visión de país. No podemos continuar siendo gobernados por hombres, más o menos dignos, más o menos honestos, más o menos hábiles en el arte de maniobrar y combatir a los contrincantes, si carecen de un concepto estratégico que sirva de marco a la tarea cotidiana de la conducción del Estado.

La pregunta a hacerse, entonces, es la siguiente: ¿existen en Venezuela personas que correspondan, en grado apreciable, a los rasgos necesarios a un gobermnante adecuado? Creemos que la respuesta es positiva. La conciencia nacional ha experimentado muchos cambios, los profesionales del país han aprendido mucho, e incluyen ahora una amplia gama de buenas cabezas que han seguido trayectorias diferentes a las de los políticos tradicionales y que, en consecuencia, entienden a la sociedad desde percepciones y perspectivas más modernas y pertinentes. Nuestra predicción consiste en afirmar que veremos la emergencia de estos personajes en la escena política nacional a corto plazo.

Pero exigiríamos también en los nuevos líderes la capacidad de “librar por todos”. Es preciso reconciliar a la Nación, y no será sano que ésta sea gobernada por los portadores de reconcomios y vindictas. Desde una postura clínica debe comprenderse que en gran medida son responsables los modelos de la actuación política, antes muchas veces que las personas concretas, de los deficientes resultados de nuestro sistema político. Así, será exigible a los nuevos gobernantes una actitud amplia, lejana de la tentación de justificarse con el recurso a la cacería de brujas y a la identificación y escarnio de chivos expiatorios. El país no necesita tanto la competencia como la cooperación, y a pesar de que ningún nuevo paradigma podrá eliminar los elementos competitivos de la práctica política, Venezuela avanzará más rápida y certeramente si logra desplazarse el énfasis de la combatividad a la solidaridad y la cooperación, como muchas veces ha argumentado el actual Ciudadano Presidente de la República, obviamente preocupado por el tema de su sucesión.

luis enrique ALCALÁ

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