Cartas

Desde el comienzo de la democracia larga en Venezuela—puede decirse que hubo antes una democracia corta, compuesta por la conjunción de los períodos de Medina Angarita y Betancourt-Gallegos—existió la preocupación por cambiar al Estado. No más arrancaba, se creó con ese objetivo en mente la Comisión de Administración Pública, al frente de la cual se puso al economista Héctor Atilio Pujol.

En general, el norte de la CAP de Pujol fue la búsqueda de una mayor eficiencia del aparato estatal. De allí que el modo común de su actuación se centró en la introducción de mejores sistemas y procedimientos. ¿No hay suficiente control con original, duplicado y triplicado? Introdúzcase el cuadruplicado en copia rosada y el quintuplicado en copia amarilla. ¿La cedulación progresa muy lentamente? ¿Cuántas taquillas de cedulación hay? ¿Tres? Habilítese cinco más para un total de ocho. Etcétera.

Naturalmente, la descripción precedente es una caricatura pero, en verdad, hasta fines del gobierno de Raúl Leoni la CAP, nunca excesivamente dotada de recursos, no pudo pasar de una acción incrementalista de buena calidad.

Esto cambió al llegar Rafael Caldera al ejercicio de la Presidencia. La sucesión de dos presidentes socialdemócratas por uno demócrata-cristiano introdujo entonces un cambio cualitativo en la aproximación al problema de la reforma del Estado en Venezuela.

Rafael Caldera es abogado, cristiano muy practicante, latinoamericano, deductivista, que se mueve de los principios a las realidades. Si bien compartía con sus predecesores la tecnología clásica del poder—la promulgación de una ley como acto político fundamental, la conciliación de intereses como herramienta de uso más frecuente, el conocimiento personal de los factores importantes en la sociedad, el dominio de máximas sobre el uso del poder, disciplina sobre sí mismo—y una familiaridad con la historia y la geografía—sobre todo la geografía humana—nacionales, ya los acciondemocratistas, al origen tan comunistas como Guillermo García Ponce, se habían dejado de esas cosas y hacían una política mayormente pragmática con una preferencia residual por los más pobres: una política de izquierda moderada.

Caldera también se inclinaba a la izquierda. En el mitin de cierre de campaña en 1963 había dicho en la Plaza Venezuela que COPEI era un partido de centro-izquierda. Pero en él era más marcado el sello impuesto por la profesión de abogado que descendía de la doctrina social de la iglesia católica a la constitución, de ella a las leyes orgánicas, de éstas a las leyes comunes hasta que, al fin y luego de los decretos y ordenanzas, llegaba al problema concreto que tenía entre manos.

Por esto el sustituto que bajo él se encargó del feudo de Pujol fue un notable jurista de Derecho Público: el Dr. Allan-Randolph Brewer-Carías. (En su segunda presidencia Caldera repetiría con un especialista en Derecho Público para encabezar la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, el Dr. Ricardo Combellas). Y si Pujol se había conformado con una estrategia gradualista de mejoras sucesivas, Brewer produjo dos tomos de quinientas páginas cada uno, en los que especificaba cómo se reformaría por entero el Estado venezolano, desde la Corte Suprema de Justicia hasta el ayuntamiento de Humocaro Alto, pasando por todos los ministerios, todos los institutos autónomos y todas las empresas del Estado.

Naturalmente, no existía (ni existe) en el país la capacidad gerencial que manejara eficaz y coherentemente una tal cantidad de cambio. Pero es que aun si el ingreso del que dispondría Carlos Andrés Pérez cinco años más tarde hubiera estado a disposición de Caldera, y con él hubiera podido pagar los servicios de Peter Drucker, Robert McNamara, Lee Iacocca, Henry Kissinger y unos cuantos más como ellos, para gestionar la omnicomprensiva transformación prescrita por la CAP-Brewer, el país se habría desquiciado. Si al más fornido de los atletas se le trepana el cráneo mientras se le reduce una fractura de esternón, y se le saca al mismo tiempo la vesícula y se le reseca el bazo, y se le transplanta simultáneamente un riñón y se le pone una cadera prostética, en cuanto se desahogue una espinilla en su espalda se le matará de shock. Los ejecutivos públicos pueden ser fácilmente excedidos en su capacidad de manejar demasiados cambios; las sociedades en su capacidad de absorberlos.

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Yehezkel Dror formuló, dentro de su protocolo “español” de decisiones  (no procurar lo óptimo sino lo preferible, lo mejor es enemigo de lo bueno), una estrategia alterna: “En materia de fabricación de políticas, el problema puede ser formulado en términos de incrementalismo vs. cambio radical… Aquí, la cuestión es la de saber si es aconsejable, o cuándo es aconsejable, tomar los riesgos de luchar por lo desconocido y cuáles son las condiciones de factibilidad política de hacerlo”. (How to spring surprises on history). Lo que recomendaba Dror era un “radicalismo selectivo”: seleccionar unas pocas áreas o despachos en los que se ensayara transformaciones a fondo.

Ahora bien, la actual experiencia política es la peor de las pesadillas: la revolución total incesante. La política à la manière de Heráclito.

Todo se cambia todos los días: la hora del país; los nombres de los ministerios, los parques y las estaciones del Metro; la historia nacional y mundial; la constitución; el gabinete de ministros; las políticas; el tejido institucional; el movimiento obrero; el concepto de autonomía universitaria; la idea de propiedad; la organización armada; las prioridades; los aliados; los símbolos nacionales; pare de contar.

Pero esto ocurre, además, en grado canceroso. El Estado venezolano invade cada vez más territorios de la ciudadanía; el campo de lo personal, de lo corporativo, de lo filantrópico y voluntario se constriñe con cada día que pasa. ¿Hay en el gobierno capacidad gerencial y ejecutiva para ocuparse con responsabilidad y eficacia de cada esfera que arrebata y añade a su ámbito de modo arbitrario y caprichoso? Se encuentra a punto de tomar el control del Banco de Venezuela pero ¿no acaba de perder un banco suyo, el Banco Industrial de Venezuela, 88 millones de dólares, forzando su intervención?

A juzgar por los reiterados enroques y cambios en su dispositivo de comando, no hay suficiente gerencia capaz en las filas del gobierno. Giordani, Chacón, Rodríguez, Cabello, Farías. Son realmente muy pocos. Sólo un liderazgo enfebrecido, que no duerme, mantiene a punta de voluntarismo la ilusión de control. Pero su logística de recurso humano es exigua, escuálida, para la cantidad de líos en que se mete. Y fue la logística, en concreto la escasez de gasolina, lo que detuvo en seco (muy seco) la guerra que Erwin Rommel hacía en los desiertos africanos.

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Uno debe considerar, obviamente, la calidad del jefe. En tanto jefe, Venezuela no conoció en toda su historia alguien como Hugo Chávez. A fines de 2005, para un libro editado por Libros Marcados (Chávez es derrotable), el suscrito escribió que Chávez había “adquirido una estatura mundial que, independientemente de su corrección, es superior a la de cualquier candidato emergido o emergente y a la de cualquier otro presidente venezolano de la historia, en verdad segunda sólo tras la de Bolívar”.

Esta misma semana se ha dado a conocer el extenso estudio anual de opinión del mundo árabe para 2009, realizado por la Universidad de Maryland y la encuestadora Zogby International. El año pasado, el líder mundial preferido por el mundo árabe fue Hassan Nasrallah, el jefe de Hizbollah, según la misma encuesta. En 2009, superando no sólo a Nasrallah sino a los demás favoritos usuales—Osama bin Laden, Mahmoud Ahmadinejad y Hosni Mubarak—se ha destacado en el primerísimo lugar Hugo Rafael Chávez Frías. A la usanza de Lawrence, ahora le dicen Chávez de Arabia.

El impacto de la expulsión del embajador israelí en Venezuela, a raíz de las recientes operaciones de Israel en la franja de Gaza, fue de tal magnitud que un diputado islámico en el parlamento kuwaití propuso que la Liga Árabe mudara su sede de El Cairo a Caracas. El propio Nasrallah  elogió a Chávez, luego de la expulsión mencionada, en los siguientes términos: “Él hizo eso por su humanidad y su sentido de revolución y, de esta forma, dio un duro golpe a aquellos que acogen a los embajadores de Israel en sus capitales y no tienen suficiente coraje para pensar siquiera en pedirles que se vayan”.

¿Puede con todo eso el gobierno de Chávez? ¿Equivale ese alcance mundial a la corrección de sus ejecutorias?

En opinión de quien escribe, se trata de asuntos separados. La revolución de Chávez es, por sobre todo, efectista, una revolución fácil. Chávez torea, por así decirlo, no según los cánones estéticos de la tauromaquia, sino para los tendidos. Es perfectamente previsible que un gesto vistoso, como el de la expulsión de un embajador (lleva varias) cause aprobación en ciertas clientelas habitualmente menospreciadas.

Chávez es, por tanto, el primero entre los demagogos planetarios. Es el Savonarola global del siglo XXI. Preside, como el monje dominico que murió en la pira, sobre una previa hoguera de las vanidades—ser rico es malo, el rico no es humano—con el mismo frenesí moralizante y la misma convicción de ser un iluminado necesario.

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Pero el país se está preparando, a veces con urgencia excesiva, muchas veces con tropiezos y roces considerables, a dejarlo en cesantía, y ha aprendido las lecciones de 2002, 2003 y 2004 para no intentar los métodos empleados en esos años.

Lo que se construye, aunque todavía sea en gran medida una creatividad divergente, centrífuga, pero en proceso de confluencia, es nada menos que una nueva comprensión de la política, que deje atrás concepciones y costumbres convencionales. Nada más convencional que el proyecto de Hugo Chávez, aunque en apariencia sea nuevo.

El Premio Nóbel de Química de 1977, el ruso-belga Ilya Prigogine, acuñó el término “estructuras disipativas” para referirse a sistemas termodinámicos abiertos (que intercambian energía y materia con lo que los rodea) mientras operan bastante lejos de la condición de equilibrio termodinámico. A veces asumen formas caóticas o destructivas; los huracanes, por ejemplo, son estructuras de ese tipo.

Pero en ellas se dan con mucha frecuencia procesos espontáneos de auto-organización. La vida misma, el despliegue de lo biológico en el universo, exhibe una dinámica disipativa, pues ocurre en equidistancia del gélido equilibrio de un cristal y el desorden de la total entropía. La vida progresa “en el borde del caos”, según la feliz frase.

Esto ocurre ahora bajo la superficie de la espesa nata del chavismo. La sociedad venezolana se auto-organiza y se reagrupa políticamente. Pronto habrá nueva vida política, nuevas especies políticas en Venezuela.

Paciencia.

luis enrique ALCALÁ

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